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La nieta de la panadera; por Claudia Furiati Páez

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Fotografía de Furiati Páez

Soy la nieta de la panadera. He “amasado” ese título, junto a mi hermano y otros 27 primos, por más de cuatro décadas. Honrosa distinción que como la levadura fue expandiéndose en nuestros corazones, al abrigo de la Nonna Irene. En su hogar, el aroma a recién horneado siempre nos daba la bienvenida y sin mediar cruzábamos el umbral siguiendo aquella deliciosa estela que finalmente se posaba sobre una olla ovalada con tapa de peltre negro.

Ante dicho “altar” nos deteníamos. Y allí divisábamos su diestra mano, gruesa, blanca y fuerte, tomando el asa, anteponiéndose junto a su pauta: “Primero a lavarse las manos pues vienen de la calle”. Y dócilmente transábamos para al final acceder a ese “boccato di cardinale”: el mostachón.

Nada más sabroso para aquella tropa de infantes que partir con las manos, en exactas medialunas, el panecillo redondo, suave a la vez que seco, espolvoreado de azúcar en su lomo. ¡Para luego sumergirlo en el tazón de café con leche humeante! ¡Y santa gloria de comunión!

Entonces, balanceando los pies, acompañábamos el zig-zag del péndulo del Big Beng colgado a la pared y del vaivén de la Abuela Irene sobre su mecedora. Ella nos observaba complacida para luego tornar sus almendrados ojos hacia el retrato del Nonno José, quien en la foto, ladeado, de suéter y corbata, asomaba su porvenir a la baranda de un vapor que lo traía de vuelta a estas prósperas orillas, desde su natal Aldea de Vibonati (la misma de la noche gerbasiana).

Una pregunta súbita e inquisidora le sacaba de su ensoñación: “Abuelita: ¿Y es verdad que en tu panadería había boxeadores?” A lo cual con acento itálico respondía: “Qué boxeadores, esas son zoquetadas de su papá, que me ayudaba en el negocio como sus tíos, y disfrutaba ver cómo los empleados, a puño cerrado, golpeaban fuerte la masa para sacarle el aire y compactarla.

Joseíto “tremendeaba” diciendo que Justo, uno de los cuatro panaderos, moreno de casi un metro noventa, era igualito a Lotario el luchado… “¿Tenían que boxear mucho esos señores?”, a lo que ella asentía.

Diariamente se hacían panes de a locha –hoy lo llaman francés–, pan siciliano, cachitos duros, bizcochos, pan dulce, pañocas…

Muchos clientes venían a la panadería, pues eran pocas entonces en Barquisimeto.

¿Y por qué le llamaron La Flor de Italia[1] y no … Flor de Venezuela, nonna?

“Porque a tu abuelo le gustaba sentirse de alguna manera cerca del terruño, al igual que muchos paisanos que venían a saborear los dulces tradicionales, como los struffoli”.

Y de inmediato se nos hacía la boca agua pensando en aquel racimo de bolitas de trigo y miel, típico de la navidad en toda la Campannia. La nonna entonces invocaba la sabiduría culinaria de Francisco Miraglia, a quien debía mucho de lo aprendido en los fogones y del gran horno de leña construido con ladrillos rojos y cuyo ahumado daba un bouquet especial a los panes junto a la cinta de hoja de plátano que los decoraba. Y siempre culminaba: “esos mostachones que se meriendan se los debemos a mi padrino”.

Doña Irene Manganelli de Furiati fue una gran panadera y mejor repostera. Un oficio que con humildad practicó durante toda su larga vida. Incluso luego de vender la panadería, porque el horneado le estaba afectando sus pulmones y su visión, siguió en la faena en su casa Marta de Nueva Segovia. Hasta allá muchos amigos y admiradores de su arte iban a comprarle sus hogazas.

Ella, orgullosa y agradecida, recordaba: “el pan nos ayudó a levantar a nueve hijos y ¡ahora los tengo a ustedes!” De esas furtivas ventas, ahorraba para, domingo a domingo, recibirnos con un “fuerte” (5 bolos nada devaluados) de mesada y un vasito de fresas de su huerto, bañadas de azúcar. Así era espléndida y laboriosa, a las que todo se le daba, germinaba, esponjaba, brotaba. Sobre todo el afán por moldear en cada uno de sus descendientes el amor por esta bendita tierra.

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Agradecemos a José Antonio Furiati, “Joseito”, por sumar a sus registros de cronista familiar esta historia. Marzo, 2017

[1] La Flor de Italia funcionó por quince años en la Calle del Comercio entre calles 30 y 31 de la capital del Edo. Lara (1935 – 1950), convirtiéndose en ícono de la Barquisimeto emprendedora y de progreso. Una de las especialidades el pan de a locha se vendía en 8 unidades por 1 bolívar (hoy está regulado a Bs 150 c/u y disminuido notablemente en tamaño). Como los de su naturaleza, este comercio dio empleo a muchos jóvenes venezolanos e inmigrantes que más que amasar fortuna, buscaban encaminar su destino. En la Venezuela de hoy, el sector panadero se ha visto injustamente “desvalijado” desde el poder, bajo la consigna de “guerra del pan”, para justificar la ineptitud y fracaso del plan de abastecimiento de alimentos básicos del gobierno. El hambre callejera y casera en ascenso es evidencia de ello. La Federación Venezolana de Industriales de la Panificación y Afines (Fevipan) intenta establecer “puentes” de diálogo, mientras alerta que el 80% de las panaderías a nivel nacional (unas nueve mil) están con inventario en “0”. A todos estos empresarios y comerciantes que se han ocupado de continuar la tradición de sus ancestros ibero-itálicos, a los hijos, nietos y bisnietos de los panaderos, van dedicadas estas palabras de “alimento” para su resistencia.