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La leyenda global del intervencionismo ruso; por Rafael Rojas

Fotografía de Mikhail KLIMENTYEV / SPUTNIK / AFP

Fotografía de Mikhail KLIMENTYEV / SPUTNIK / AFP

En las últimas semanas Angela Merkel, Theresa May, Emmanuel Macron y Mariano Rajoy se han referido a la intervención de hackers o cuentas falsas en redes sociales, alojadas en Rusia, en recientes procesos electorales europeos. Las operaciones habrían tenido como objetivo favorecer el Brexit y la separación de Cataluña de España, así como el triunfo electoral de Marine Le Pen en Francia y de la extrema derecha en Alemania.

Durante todo el año, en Estados Unidos, el tema del intervencionismo ruso en las elecciones presidenciales de 2016, a favor de la candidatura de Donald Trump, ha estado en el centro de la opinión pública. Las agencias de inteligencia, el Partido Demócrata, el New York Times, el Washington Post, CNN y hasta Fox News, están convencidos de que hubo intervención. Sólo el presidente Trump lo niega y declara que le cree a Vladimir Putin cuando dice que no tuvo nada que ver.

Según Trump, las dos veces que ha hablado con Putin sobre el tema, el mandatario ruso le ha dicho muy seriamente que él no fue. Y aclara el presidente de Estados Unidos que no es su intención hablar de lo mismo cada vez que se encuentre con Putin. Ambos, Trump y Putin, parecen restarle importancia a algo tan grave como el intervencionismo cibernético en procesos electorales. Hablan de eso con total naturalidad, como si se tratara de una práctica comprensible en el desbarajuste global del siglo XXI.

En Trump, la displicencia podría ser defensiva o atribuible a la desfachatez de su estilo público. Pero en Putin se trata de maneras estudiadas, de la gestualidad hierática con que conduce el relanzamiento de la hegemonía mundial de Rusia. Para el Kremlin el intervencionismo, como realidad o como fantasía, como práctica o como leyenda, es ganancia neta porque refuerza la percepción de Moscú como imperio renacido en el siglo XXI.Cuando Serguei Lavrov o Dimitry Peskov se defienden de las acusaciones de espionaje electrónico o de actos de guerra cibernética lo hacen con un desgano sintomático. Aluden lo mismo a la paranoia occidental, a la rusofobia de una nueva Guerra Fría o a supuestas evidencias de que Estados Unidos, China y la Unión Europea hacen lo mismo. En el fondo, los líderes rusos no se defienden: se justifican.

Supongamos que, además de las miles de cuentas falsas en territorio ruso, nunca pueda demostrarse el vínculo entre los hackers y el gobierno de Putin. Aún así, siempre quedará la evidencia de que medios rusos con nexos oficiales, como Russia Today y Sputnik, simpatizaron con el Brexit, con el ascenso del nacionalismo xenófobo en Europa del Este, con el avance de la extrema derecha en la Unión Europea, con la independencia de Cataluña y con Donald Trump.

Esas apuestas hacen sentido al trasfondo ideológico del nuevo hegemonismo global ruso. Una Europa de regreso a los nacionalismos del siglo XIX es un escenario en que el Kremlin se siente cómodo. El poderío ruso sigue imaginándose como antítesis de Occidente: mientras más desunida esté Europa, más sólida se proyecta la alternativa rusa. La simpatía por las extremas derechas responde a la misma lógica porque es en ese punto del espectro político donde más se alienta el nacionalismo y el aislamiento.

No hay contradicción alguna, desde la perspectiva de Moscú, en apoyar la extrema derecha en Europa y la extrema izquierda en América Latina. El gobierno de Putin siempre sentirá mayor afinidad con Raúl Castro, Nicolás Maduro y Daniel Ortega que con Tabaré Vázquez, José Mujica o Michelle Bachelet. Ahí donde haya conflicto con Estados Unidos, Rusia aparecerá como soporte.

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