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La justicia de Esquilo; por Alejandro Oliveros

Orestes siendo purificado por Apolo / Crátera del 380 A. C.

Orestes siendo purificado por Apolo / Crátera del 380 A. C.

Si alguna vez los dioses existieron en Grecia, tiene que haber sido en los tiempos de Esquilo, el primero de los tres grandes poetas trágicos. Después de este, en tiempos de Sófocles, los dioses hacían preparativos para un viaje sin regreso; de modo que cuando Eurípides hizo su aparición, los eternos ya estaban lejos de la geografía helénica.

En las tragedias de Esquilo todavía es posible sentir la presencia de los inmortales, cuyo aroma indefinible perciben los afortunados viajeros en algunos sitios de la Grecia continental o en Creta, Agrigento o Paestum. Los dioses no se limitaban a ser reverenciados y a recibir las plegarias de los fieles; en Grecia “descendían” al mercado y participaban, bajo las más diversas apariencias, en las discusiones sobre los destinos de la polis. En Las euménides, esta participación es decisiva. La obra es el tercer drama de la trilogía La orestíada, donde se canta y cuenta, en espléndidos hexámetros, la lamentable historia de la dinastía de los átridas, la más generosa en crímenes y dolores.

En Agamenón, la primera de las tres tragedias, el héroe epónimo (gran protagonista de la gesta troyana, el pastor de hombres, comandante supremo de las huestes aqueas) regresa a su palacio en Argos, para ser muerto, ese mismo día, por Clitemnestra, su consorte, con el apoyo de Egisto, su torvo amante. Se cumplía así la venganza jurada por Tiestes y asumida por su hijo, en lo que no era sino el segundo acto de una serie de asesinatos que diezmaron tres generaciones de descendientes de Tántalo.

Agamenón dejó varios hijos, entre ellos los preclaros Electra y Orestes, principales personajes de Electra, el segundo de los dramas orestiádicos. De regreso de un obligado exilio, Orestes vuelve a la patria solo para ser convencido por su mayor hermana, la resentida Electra, de la necesidad de vengar a su padre, el infortunado Agamenón. Una tarea ingrata, que implicaba el penoso y desnaturalizado empeño de dar muerte a Clitemnestra, madre de ambos. Como se sabe, o debería saber, el mecanismo, o la maquinaria, como la llamaría Jan Kott, de la venganza, cuando se pone en movimiento, ya nadie sabe cómo detenerla. Para su ingente empresa, Orestes cuenta no sólo con la aprobación de su hermana, sino con la de Apolo, quien lo anima a proceder con la nefanda encomienda. Rilke habla de lo terrible que son los ángeles, pero los dioses no lo son menos. Lo que promueve el luminoso Apolo, con el consentimiento de su padre Zeus, es convertir al joven argivo en homicida y, más que eso, en autor de un matricidio oprobioso.

Su razones, y de las más altas, tenía Apolo. No era del agrado de Zeus que, bajo el “manto de la impunidad” quedara la muerte asesinada de un rey: “No es la misma cosa la muerte de un hombre distinguido con un cetro concedido por los dioses” (l. 625). Orestes ha sido escogido por los dioses como instrumento de su voluntad; y una bien violenta, en este caso, para un joven de 20 años. No le quedaba alternativa y, degollándola, termina con la vida de su madre. Una acción que para las criaturas nocturnas que han hecho aparición después del crimen no debe quedar impune, a pesar del divinal consentimiento de Apolo. Así, el pobre Orestes después de su sangrienta acción:

Soy como un auriga llevado por los caballos fuera del camino…
Mientras todavía estoy cuerdo, grito a mis amigos y afirmo
que, no sin justicia, he muerto a mi madre; manchada con
el asesinato de mi padre, abominación de los dioses. Y
quien sembró en mi corazón esta audacia fue el profeta de
Pitón, Apolo, quien me aseguró que si hacía lo que he hecho
quedaría exento de culpa. 

Ejecutada la venganza, vuelve Orestes al duro exilio: esta vez su destino es Delfos, el ónfalos, el ombligo del mundo, la mansión de Apolo, que le ha prometido protección. Pero, y en esto, entre otras cosas, se parecían los dioses griegos a los pobres mortales. El único entre ellos omnipotente es Zeus. Y las criaturas de la noche que acosan al hijo y matador de Clitemnestra escapan al poder de Apolo. De las Erinias terribles estamos hablando, encargadas de castigar a los culpables, como Orestes, de delitos de sangre. Se trata de figuras arcaicas, cuya misión es preservar las tradiciones familiares cuando son transgredidas de manera violenta. Los siniestros personajes aparecen al final de Coéforas, la segunda pieza de la trilogía, donde claman, con furia y bullicio, por el castigo del homicida. Siempre en plan persecutorio, como si de dobles se tratara, aterrorizando al autor de su propia orfandad materna:

¡Ah, ah! ¡Qué mujeres son éstas, como Gorgonas, vestidas de negro,
enlazadas de innumerables serpientes! Son las perras irritadas
de una madre… de sus ojos destila una sangre repugnante…
Me persiguen, no puedo quedarme aquí.

Para algunos atentos estudiosos, se trataría de una representación del complejo de culpa. Y es probable que sea así, si no fuera porque Apolo había asegurado que estaría exento de este complejo. Pero ya sabemos cómo es Apolo.

El tercero de los dramas de La orestiada, Las euménides, comienza de la manera más shakesperiana. Después de un corto dialogo, en el que Apolo se desentiende del compromiso con Orestes, asegurándole que estará mejor bajo la protección de Palas Atenea, se presenta en pompa magna el fantasma de Clitemnestra, si en vida terrible, en su apariencia espectral no menos escalofriante. Y lo hace increpando a las Erinias su indolencia. La secuencia dramática es una de esas muestras que han hecho de la tragedia griega un arte insuperado. Orestes y Hermes, que han acompañado al joven hasta este momento, acaban de abandonar la escena, y el coro de las oscuras vengadoras duerme al otro lado. El formidable espectro atraviesa el espacio vacío y, en tono de indignado, reclamó:

¿Cómo pueden dormir? Olvidada así por ustedes entre los
demás fallecidos, no ceso de oír reproches de los otros
muertos porque he asesinado y voy errante vergonzosamente…
Después de haber sufrido un destino terrible por parte
de lo que más quería, ninguno de los dioses se indigna
por mí, degollada por manos matricidas.

Por fin, las Erinias despiertan del sueño, que había sido provocado por Apolo para proteger a Orestes, y salen en su búsqueda, “porque cuando un pecador como este oculta unas manos ensangrentadas, entonces aparecemos, como vengadoras de la sangre, en socorro de los muertos”. Pero estamos en Atenas, y su diosa tutelar Palas Ateneas, hija dilecta de Zeus interviene, conteniendo la furia desatada de las siniestras criaturas. Se trata de la expresión de un momento crucial de la cultura griega. El enfrentamiento final definitivo y definitorio, entre mito y razón, en el cual se jugó nada menos que el futuro intelectual de Occidente. Se trataba de la misma contienda expresada en el mito de Apolo y Marsias. Las Erinias representaban todo lo que no es logos: la tradición telúrica, lo inconsciente, la mentalidad primitiva y mágica, el imperio de los instintos, el conocimiento intuitivo, la gnosis a través del sueño y el delirio. Atenea es precisamente lo contrario: la razón en toda su racionalidad, la marca del genio griego, que lo distinguió de egipcios y babilónicos. Fueron los atenienses los primeros en establecer un tribunal para la consideración de los crímenes y transgresiones más graves, como los crímenes de sangre. La injerencia del poder hegemónico en la administración de justicia había llegado a su fin. El rey Salomón perdió su trabajo como juez. Con la creación del Areópago, dice Pier Paolo Pasolini en una nota a su traducción de la tragedia, “se constituyó la primera asamblea democrática de la historia”.

No hay poco de cierto en la afirmación del gran poeta y “regista”. En verdad, sólo en Grecia se conocieron instituciones tan democráticas como el Areópago, ocupada de la justicia ciudadana independiente del poder ejecutivo. No obstante, como ocurre con todas las instituciones cuando no son sometidas a una revisión crítica permanente, el Areópago de los atenienses se transformó rápidamente en un organismo corrupto al servicio solo de un grupo: en este caso, al del sector más conservador representado por Cion.

En su prólogo a la edición italiana de la tragedia, el profesor Canfora, a pesar de sus coincidencias ideológicas con Pasolini, advierte que “pierde de vista lo esencial: esto es que Esquilo, con La orestiada, tomó posición de un modo solemne y eficaz, en favor de las decisivas reformas de Elfiate, las cuales, quitando al Areópago el poder que habían usurpado, dieron finalmente nacimiento a la democracia radical ateniense”. En Las euménides, las Erinias claman por justicia, reclaman la sangre de Orestes para enjuagar la sangre derramada de Clitemnestra. El joven matricida, a su vez, se defiende con el argumento de haber actuado siguiendo instrucciones no de otro que del mismísimo Apolo.

Al final, Atenea, quien ha aparecido como dueña que es de la morada donde se ha refugiado Orestes, decide que la causa debe ser conocida por una instancia superior, independiente, que garantice la imparcialidad. Para lo cual, en número par, nombra un consejo de jueces; en caso de empate, le tocará a ella decidir. Que es justo lo que va a ocurrir cuando los consejeros no lleguen a un acuerdo. A favor de Orestes se inclina la diosa. A la parte perdedora, sin embargo, le concede el privilegio de ser, en lo sucesivo, honradas como portadora del bien a los mortales; de Erinias pasarán a ser Euménides.

La justicia de Esquilo es la más democrática. Tal como lo sugiere en su trilogía, ninguna institución es incorruptible. Y, menos que ninguna, la responsable de la justicia. Seguramente tenía presente Esquilo que, en sánscrito, la madre de todas las lenguas indoeuropeas, justicia y bienestar provienen de la misma raíz. De allí la gravedad de la administración de justicia. A menos justicia, mayor infelicidad del colectivo. Los tribunales y cortes supremos, no parecen ser garantía. El caso de Venezuela es apenas el más escandaloso. Todo Areópago sebe ser sometido a la crítica permanente, piensa Esquilo. El fracaso de su elevada misión conduce, como en nuestro país, a la tiranía.