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La hora oscura; por Alonso Moleiro

La hora oscura; por Alonso Moleiro

Los países pasan por sus zonas oscuras. Pierden el encanto, se problematizan, se les transforma la carga energética Si determinados aspectos de la gobernabilidad, si algunos pactos ciudadanos son alterados con las decisiones de estado, las sociedades entran, como ha entrado la nuestra, en tormentosos períodos de descomposición y anarquía.

No encontraremos a Caracas en los reportajes de turismo de las revistas que nos conseguimos en los aviones. No veremos demasiadas rutas gastronómicas venezolanas en Travel and Living. No tenemos amigos en el exterior especialmente interesados en venir a visitarnos.

Cuando salimos de Venezuela, y tenemos que hablar de ella, finalmente ni nos referimos a ella: terminados hablando de “la situación”. “¿Cómo está, —preguntará un extranjero inocente, pero no siempre bien intencionado,—la situación en Venezuela?”. Eso que puertas adentro llamamos “la cosa”.

Hay solidaridad, pero también, sobre todo en América Latina, una actitud socarrona, liberada de carga, un poco hipócrita: tres o cuatro preguntas que traen encabalgada la respuesta en una breve conversación que concluye ahogada en la falta de interés. Se supone que, incluso, en un momento como este, debe tener uno algo de combustible en el tanque para burlarse un poco del país de uno con un extranjero que ni siquiera sabe lo que dice. No nos vengan después a acusar de patriotas. Es un tema cultural, claro, el socialismo es un programa para gente con cultura. Nuestros pueblos, qué desgracia. El caribe es un desastre.

Así fuimos los venezolanos. Parece un castigo existencial que, como sociedad, estamos purgando. La leyenda contemporánea nacional se traza un umbral con la llegada de los inmigrantes de los años 50 y 60 y construye un relato que testimonia un talante criollo abierto, servicial y simpático. La verdad, sin embargo, es que en el patio latinoamericano, en muchas ocasiones, fuimos prepotentes, botarates, insoportables, escandalosamente cursis. También acá se renegaba con frecuencia, y se despachaba con cruel cinismo, el origen, el desarrollo, el posible destino, de los infortunios ajenos.

Si alguna experiencia útil puede quedarme, en lo personal, de este duro trance, es que el afecto no es una propiedad que esté necesariamente vinculada a la idea del rendimiento. Solemos ser un poco instrumentales con nuestros cariños; mucho más de lo que estamos dispuestos a reconocer. Procuramos rodearnos de amigos, situaciones y enlaces que nos favorezcan, que nos hagan crecer, que nos beneficien. El afecto de la humanidad en estos tiempos no es tan humano: es terriblemente meritocrático. Esa es la verdad.

Los países no son automóviles o equipos de pelota; nuestro vínculo con ellos no siempre deberían estar condicionado a la idea de la eficiencia. Son construcciones político-legales con una carga cultural, y en consecuencia, afectiva, poderosísima, una de las más aplastantes de las ideadas por el hombre en todos los tiempos. Mucho más grande de lo que algunos se niegan a reconocer. Vinculada a un instinto atávico, seguramente tribal, con correlatos psicoanalíticos, pero también sumamente sofisticado y complejo, lleno de exquisitos matices, vinculado a un principio básico de la condición humana, que es la identidad.

El vínculo nacional es inextrincable en nuestras vidas: quiénes emigran de un país no lo hacen para hacerse “ciudadanos del mundo”, sino ciudadanos, o residentes, británicos, canadienses, colombianos o chilenos. No es verdad que hoy estamos en Samoa, y mañana desayunamos en las Filipinas y en cuatro meses pasaremos por Escandinavia. Puede que esa sea la vida de un funcionario del Banco Mundial. Lo habitual es que tenemos trabajo, tenemos hijos, tenemos vida, tenemos impuestos, tenemos proyectos, tenemos bandera y tenemos himno nacional. No se concretado en ninguna parte ninguna realidad mundial postrrepublicana, por mucho que algunos sociólogos pujen de más. El ninguna escuela de primaria donde enviamos a nuestros hijos colocan el himno de los ciudadanos del mundo.

Los venezolanos de esta hora tenemos un auténtico problema con nuestra cédula de identidad. Ser venezolano es una especie de tormento; no hablamos de un país sino de una “situación”. Es natural. Es comprensible. Vamos a aproximarnos a nuestra identidad con otra óptica. Estemos o no estemos en Venezuela. Asumamos con serenidad nuestro infortunio. Vamos a dejarnos de imposturas. No ganamos, perdemos, negando lo que somos. Negando nuestro problema y nuestra verdadero rostro. Los colectivos humanos no son manuales de gerencia. Lo reconocemos. Todo anda hecho una mierda. Mala leche pues. Nos tocó la mala. “Hay siglos en los que uno no anda para nada”, decía el campesino andaluz.

Todos hemos escuchado en estos años alguien que proclama escandalizado que “ya no reconozco a este país”. Cuando hablamos de “reconocer”, por supuesto, nos referimos a lo bueno. Pienso que es una afirmación muy natural; un desiderátum de las circunstancias. Debo confesar, sin que me quede nada por dentro, y sin que entre en esta consideración ningún problema moral, que yo jamás podría decir eso. Yo sí lo reconozco. Es Venezuela, que está hecha un desastre. En su feo rostro de hoy está anotado, también, mi código genético. Sin ninguna vergüenza, por cierto. La gente no es lo que quisiera ser. La gente es lo que es.