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La guerra de los retratos; por Tomás Straka

La guerra de los retratos; por Tomás Straka 6402

En la especie de ajedrez que en este momento juegan la Asamblea Nacional y el Ejecutivo, Henry Ramos Allup comenzó con un movimiento inesperado: adelantó sus piezas sobre el plano de lo simbólico. Todos sabíamos que el choque sería inevitable, aunque no sospechamos que comenzaría por ahí.  El 5 de enero la nación contuvo el aliento ante las amenazas, reales o figuradas, de violencia; la espada de Damocles del Parlamento Comunal, la interrogante ante la actitud de la Fuerza Armada en caso de un atentado. Afortunadamente, todo transcurrió con razonable tranquilidad. Pero al día siguiente se hizo viral la imagen de Ramos Allup ordenándoles a unos obreros que sacaran las imágenes de Hugo Chávez y del nuevo retrato de Simón Bolívar del Palacio Federal. Recomendaba como un buen destino su entrega al servicio del aseo urbano. “Sáquenme toda esa vaina de aquí”: la mecha amenazaba con encenderse.

Sobre el contenido y las consecuencias políticas de esta acción se ha hablado mucho. Hubo quienes criticaron su tono destemplado, temiendo, como en efecto lo intentó el gobierno, que sirviera de pábulo para que los chavistas se reagruparan ante lo que no tardaron de calificar como un ultraje; otros la aplaudieron como un acto de justicia, una demostración de valentía, civilismo y autonomía parlamentaria. De momento, Ramos Allup parece haber ganado la partida. Es difícil pensar que un político con su “kilometraje”, como él mismo se ha definido, no hubiera calculado el efecto del video; pero si por cualquier motivo eso no fue así, la suerte estuvo de su lado: mientras el esfuerzo del gobierno por organizar un movimiento en torno a la reivindicación de las imágenes de Chávez se disolvió a los pocos días, el presidente de la Asamblea continúa subiendo en su popularidad y el día de hoy todo el mundo parece estar hablando de él. El tiempo dirá en qué desemboca todo y ya habrá analistas políticos para interpretarlo. Nosotros nos detendremos en otro aspecto, que va más allá del episodio y le otorga un significado probablemente mayor: la disputa por los símbolos y las implicaciones socioculturales que encierra.

En efecto, que dos versiones del rostro del Libertador logren ocupar la atención e incluso lo titulares internacionales en un país con los problemas del calibre de los que tenemos en Venezuela, dice bastante del peso (y, a nuestro juicio, de los excesos) a los que ha llegado el culto a Bolívar. Para quien escribe debatir sobre el verdadero rostro del Libertador en momentos en los que otra vez nos mata la malaria, tenemos la inflación más alta del mundo y uno de los peores índices delictivos del planeta, es debatir sobre el sexo de los ángeles. Pero no por eso, viendo las cosas en el contexto venezolano, deja de ser algo baladí. Nos explicamos: lo pueril puede encerrar enormes significaciones que no lo son tanto. Las gigantografías de Chávez y del “nuevo” Bolívar son más que las representaciones de un pueblo capaz de olvidar lo urgente. Lo son de toda una forma de concebir la política en Venezuela, en la que el control de la memoria del Libertador juega un papel fundamental; así como, más en específico, de la manera en que ese control se ejerció durante el gobierno de Hugo Chávez. Veamos brevemente ambos aspectos sin los cuales es imposible comprender la conmoción causada por Ramos Allup.

Lo primero se refiere al Culto a Bolívar. Base legitimadora de cualquier proyecto político, todos los gobiernos han buscado, en grados distintos, de cobijarse bajo su sombra, de presentarse como sus herederos. Como descifró Luis Castro Leiva en su indispensable De la patria boba a la teología bolivariana, la ecuación es la siguiente: todo venezolano es, necesariamente, bolivariano; de allí que quien no lo sea, es más o menos un traidor a la patria. En consecuencia, si un gobierno se declara “bolivariano”, oponerse a él es oponerse a Bolívar y a la patria. Ramos Allup se mete en el centro del asunto cuando ordena sacar al “Bolívar falsificado”, ese “invento de ese señor”, “esa vaina loca”. No está, como señaló el gobierno, irrespetando al Libertador: su tesis es que justo él lo está reivindicándolo frente a lo que ve como una locura, como un irrespeto más de “ese señor”.

Lo anterior demuestra cómo todos los venezolanos, de cualquier bando, más o menos practicamos con Bolívar un mismo juego.  Pero, y es a esto a lo que vamos, no todos lo jugamos igual, lo que nos lleva al segundo aspecto: lo que “ese señor” hizo con el historicismo político bolivariano. Después de haberse matizado durante el período democrático de 1958 a 1998, con la llegada de Hugo Chávez y su revolución bolivariana, este historicismo rebrotó a niveles no vistos desde hacía mucho tiempo.  El bolivarianismo pasó a ser un antecedente del socialismo (en fin, ya lo había sido del liberalismo amarillo, del gomecismo, del pretorianismo de los militares de los cincuentas) e incluso una forma de socialismo (el socialismo bolivariano), todo dentro de un contexto en el que la historia era abordada (y hasta rescrita) en función del nuevo proyecto. No puede decirse que todo lo dicho o hecho por esta historiografía sea censurable, como en el caso de la visibilización y reivindicación de los indígenas y afrodescendientes; pero otras exageraciones y manipulaciones (el racismo a la inversa con los blancos, la denostación de la democracia, de demonización de muchos personajes) han generado, con razón, eso que en el mundo anglosajón llaman History wars; es decir, debates sobre temas polémicos de la historia, de gran impacto político en el presente, donde se enfrentan interpretaciones contrapuestas. La history war del rostro de Bolívar, esta verdadera batalla de los retratos, es un claro ejemplo de ello.

Antes que nada, porque la nueva efigie del Padre de la Patria no ha convencido a la mayoría. Aunque la verdad histórica no es un certamen de popularidad, siendo cierto aquello que obtiene más votos, “el retrato de una computadora que hizo un gallego a quien le están debiendo todavía los honorarios profesionales” (Ramos Allup dixit) generó sorpresa en chavistas y opositores. La imagen creada por Philippe Froesch (un francés, no gallego, y al parecer una autoridad en el tema), apenas guarda un aire de familia con el Simón Bolívar al que todos estábamos acostumbrados. Por supuesto, eso no la desdice, ya que justo se trata de emplear la ciencia para disipar inexactitudes históricas, pero sí llama la atención que fuera tan distinta a la que aparentemente vieron todos cuantos pintaron al Libertador en vida. Incluso pondría en tela de juicio el enorme parecido que hubo entre él y su bisabuelo Feliciano Palacios, como se evidencia en su retrato de 1726 (una copia del mismo puede verse en la Casa Natal). El rostro creado por Froesch no es tan claramente el de un familiar de Don Feliciano, como el que pintó en Lima José Gil de Castro en 1825 cuando su bisnieto tenía más o menos la misma edad un siglo después: “un retrato mío, según confesó, hecho en Lima con la más grande exactitud y semejanza”. No somos expertos en la técnica de reconstrucción facial, por lo que dejamos a quienes sí lo sean una explicación de estas discrepancias.

Pero esto no es tan importante como las razones que llevaron a hacer la reconstrucción en una sociedad acosada por problemas mucho más urgentes. Se ha dicho que Froesch fue complaciente con el gobernante al hacer un Bolívar “mulato” o parecido a Chávez. La verdad, al menos para quien escribe, no es posible identificar en el rostro ninguna de las dos cosas. Lo que sí se hizo como complacencia fue todo el proceso de exhumación de los restos y recreación del “verdadero rostro”. El rostro ideado por Froesch hay que evaluarlo como un engranaje más en el proceso de creación de nuevos símbolos (cambio del nombre de la república, de la bandera, del escudo y hasta del Panteón Nacional), para el nuevo orden de cosas que se estaba construyendo. Por algo desde el primer momento, la sociedad polarizada se reordenó en torno a esta imagen: el chavismo la asumió como suya, e incluso el Tribunal Supremo de Justicia ordenó su colocación en las oficinas públicas; mientras los opositores se aferraron al “retrato clásico”. Por eso cuando Ramos Allup ordena sustituir el rostro de Froesch por el de Gil de Castro, estaba haciendo un pronunciamiento político que todos entendieron rápidamente.

Pero, digamos, lo programático en los cambios de los símbolos fue sólo una parte. Junto a ello también actuó toda una forma de entender y hacer la política menos elaborada en términos teóricos, pero acaso tan importante, en cuanto mentalidad, como lo anterior: el personalismo y el autoritarismo que caracterizó a la gestión de Hugo Chávez.  Su particular conclusión acerca de una supuesta muerte por envenenamiento del Libertador, sirvió para que se desecharan los testimonios de la época, el informe de José María Vargas, las investigaciones de historiadores como Óscar Beaujon, lo dictaminado por la Academia Nacional de la Historia. Allá estaban, en cambio, intelectuales como el malhadado Jorge Mier Hoffman con su especie de “Código Da Vinci” bolivariano o el director Alberto Arvelo, que corrieron a narrar la historia como un traje cortado a la medida. Como pasó con la economía, el sector eléctrico, la industria petrolera y todo lo demás, simplemente se obvió a los expertos y a la ciencia, para seguir a la ideología, a la propaganda y, probablemente, a los caprichos de quien acumula todo el poder. Y, claro, a quienes estuvieran dispuestos a avalar todo esto.

Es acá donde vale la pena cerrar con el “gallego” que erróneamente Ramos Allup identificó como autor del retrato. Aunque consideramos que en el cuarto país del mundo con más españoles después de España, Alemania y Argentina (hay unos doscientos mil), no es recomendable el uso de este gentilicio de carga despectiva en el habla coloquial, la frase nos lleva a otro caso emblemático de una forma de hacer las cosas por Hugo Chávez que en este nuevo rostro se refleja: el del  profesor José Antonio Lorente, el “gallego” en cuestión (aunque es andaluz), que se había encargado de la exhumación. Obviemos la pregunta que nos hicimos todos sobre porqué no se buscó a un especialista venezolano, y vayamos a su también malhadada intervención en cadena nacional, llena de sarcasmos y autosuficiencia frente a quienes criticaron el proceso. Era evidente su aire de menosprecio a los venezolanos. La superioridad desde la que hablaba, sólo para que llegara, después de cobrar una suma que no conocemos, a las conclusiones que ya habían llegado de gratis los historiadores del patio. Esa arrogancia pagada y aplaudida por el chavismo resalta un último aspecto, enormemente paradójico, del chavismo: la de buscar legitimación en expertos europeos, especial, aunque no únicamente, franceses y españoles. Si los venezolanos decimos que aquello era una locura (sí, “una vaina loca”), pues cállense, que un europeo viene a decir lo contrario. Y si lo dice el musiú, pues es verdad. Fue una actitud notable para alguien que se declaraba bolivariano, antimperialista, indigenista y defensor del Tercer Mundo. Y una, además, que costó millones de dólares.

Por lo tanto la primera jugada de Ramos Allup debe leerse en una clave política e ideológica más amplia que la de la coyuntura actual. La batalla de los retratos es más que una disputa política puntual. Podría, debería ser, la de sustituir una forma arbitraria de gobernar del Palacio Federal por otra de mayor sentido institucional.