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La generosidad de los extraños / Una crónica personal, en tercera persona; por Patricio Pron

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Una vez más, la situación es esta: la redacción del diario es pequeña; por todas partes hay papel, no siempre en buen estado; los periodistas gritan instrucciones de una mesa a otra; en el aire hay algo difícil de definir pero inmediatamente reconocible para cualquiera que haya estado alguna vez en una redacción, una cierta urgencia y también cierto hartazgo porque esa urgencia se repite todos los días. Quizás es martes, es mayo o junio y es el año 1992 o 1993 y tal vez ese día haya decenas de cosas que contar en un periódico, ninguna de ellas muy agradable de leer porque los tiempos no son buenos pero tampoco mejorables. (Que es como son todos los tiempos, siempre.)

Allí, entonces, en el diario, en otra tarde de urgencia, la persona destinada a impedir la entrada de los desconocidos se ha equivocado o ha perdido la cabeza y ha dejado entrar a un chico demasiado delgado, alguien con un peinado que parece un fallo tecnológico, unos dientes malos, ropa que le queda demasiado grande, una carpeta bajo el brazo. El chico está de pie en el centro de la redacción esperando que alguien repare en su presencia, aunque es evidente que nadie repara en la presencia de nadie en una redacción que se precipita hacia el cierre, y el chico piensa que posiblemente tenga que quedarse allí durante horas, incluso días, como ese personaje en el cuento de Franz Kafka que irrumpe en una casa y no tiene razones para quedarse pero tampoco tiene razones para irse y finalmente se queda y un día muere y alguien lo barre con el resto de la suciedad de la casa, casi sin darse cuenta.

Alguien levanta la cabeza y lo ve, sin embargo: le pregunta quién es y a continuación le pregunta qué quiere. La segunda pregunta es difícil de responder porque el chico quiere muchas cosas, algunas incluso absolutamente imposibles de obtener allí y entonces, como publicar libros firmados por él, libros que se parezcan aunque sea un poco a los libros que le gustan a él y encuentren a sus lectores de las formas más o menos impredecibles que los libros dan con ellos. (El chico también quiere publicar en la contratapa del diario que lee y en el que escriben casi todos los escritores que le importan, pero eso no va a admitirlo nunca.) La primera pregunta tampoco es fácil, porque el chico, que tiene quince o dieciséis años por entonces no sabe todavía muy bien quién es, o piensa que es algo más que su nombre y su apellido (una sucesión de potencialidades, por decirlo así: un “puede ser” o, en el mejor de los casos, un “va a ser” que de momento son sólo conjeturas). Así que no dice nada, se queda completamente callado y espera que alguien lo barra con la suciedad. Pero no se hace muchas esperanzas porque en esa redacción parece que nadie barre hace tiempo.

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¿Qué tiene para ofrecer el chico? Un apellido célebre entre los periodistas de la ciudad, un montón de cuentos que ha escrito en el último año y el deseo de escribir más; sobre todo, la voluntad de continuar escribiendo. Sus cuentos están llenos de expresiones raras y no muy eficaces, y de metáforas y comparaciones dignas de lástima. Algunos ejemplos: “El hombre se lo quedó mirando como un hombre que se queda mirando algo”. “Aquel libro era como un libro cualquiera, pero era aquel libro y no otro”. Algún día va a ver esas expresiones en otros y va a sacudir la cabeza con escepticismo, pero por entonces es todo lo que tiene y debe pensar que es bueno, que es tan bueno que puede ser publicado en cualquier sitio, por ejemplo en la contratapa de un diario que, en realidad, publica otro tipo de cosas, relatos y viñetas vinculados con la ciudad en la que está el diario y con su juventud, que va a los mismos sitios donde va el chico, escribe en una revista en la que trabaja el chico, lee en los mismos bares donde lee el chico, eventualmente comparte las mismas novias, y sin embargo está separada del chico como por un vidrio blindado, como si el chico y sus amigos viviesen en mundos separados.

Por alguna razón y de alguna forma el chico sabe que esa escena de la que hablan los otros autores va a ser barrida por el viento en algunos años; él mismo viene de una (el activismo político de la década de 1970) que en 1992 o 1993 casi ha desaparecido y sólo va a hacer su reaparición diez años después y de forma casi milagrosa (aunque alguien afirme, y tenga razón, que no habrá sido magia): el chico ya está acostumbrado a que las cosas cambien y está dispuesto a cambiar con ellas; sobre todo, está dispuesto a no renunciar al derecho de ser otro, cada vez que lo desee y en todos los sitios que quiera. Va a ser otro una y otra vez a lo largo de su vida, pero eso el chico todavía no lo sabe; tampoco sabe que en los años siguientes se va a ir de su país, va a escribir algunos libros, va a ganar algunos premios, va a comer hormigas y langostas, va a conocer a algunos de los escritores que lee desde joven (desde antes de ser joven, para ser más precisos), va a perder casi por completo la memoria.

3

No va a olvidar una cosa que le pasó, sin embargo. Aun cuando se haya olvidado de todo lo demás, va a recordar esa tarde en que lleva sus primeros relatos a una redacción y es recibido por alguien que pone sus cuentos en una pila y lo despide sin prometerle nada. Cuando el chico se escabulla fuera (en el futuro, el chico creerá recordar un ascensor antiguo y muy hermoso como el rasgo saliente del edificio que ocupa parcialmente la redacción), va a agradecer no haber tenido que ser barrido, pero no va a saber que con esa visita habrá comenzado su vida de escritor y que lo habrá hecho por la proverbial generosidad de los extraños, que se convertirán con el tiempo en sus amigos y sus maestros; tampoco podrá imaginarse que veinticinco años después, cuando eche la vista atrás, el diario que él nunca habrá dejado de leer seguirá allí y él estará haciendo lo mismo que hacía por entonces, escribir. Si lo supiera en este momento, el chico besaría y abrazaría a todos los de la redacción y les agradecería la oportunidad que le dieron cuando él tenía a su vez tan poco para dar. Pero el chico todavía no lo sabe. Cuando sale a la calle, sin embargo, cree imaginar (y no se equivoca) que el cielo se ha despejado y por un momento todo lo parece (por fin) posible y al alcance de la mano.