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La generación inmolada y el clientelismo de la ineficiencia, por Eduardo Sánchez Rugeles

Desde hace algún tiempo, tengo una humilde sospecha: a esa señora yo no le creo nada. A su lado, la palabra empeñada por el títere de Carlo Collodi (aún con la nariz hinchada), tendría mayor credibilidad. Todavía existe el derecho a la opinión y la duda. Es probable que, en los próximos años, los pensamientos humanos sean susceptibles de censura y tipificados como delito por las leyes venezolanas pero, en estos días de duelo, aún podemos afirmar que para muchas personas algo huele a podrido en el centro de Caracas. En este sentido, con afición cartesiana comparto mi discreto comentario: dudo de la objetividad del árbitro, dudo de la transparencia del proceso electoral, dudo de las lealtades y compromisos de las personas que dirigen esa sospechosa oficina.

Ya hemos aceptado la derrota. Refutar resultados o apelar al discurso de la trampa está condenado al ridículo. Hoy, vale la pena recordar a todos aquellos necios que, tras el referéndum revocatorio de 2004, insistieron en denunciar irregularidades y terminaron sacrificados por sus propios agentes. A estas alturas, hay demasiado desgaste para forzar controversias inútiles. Pero a los obstinados de oficio, siempre nos quedará la duda, la sospecha legítima, la impresión de que algún día (lejano o cercano), se colocarán sobre la mesa los distintos vales, vouchers, cheques foráneos y demás evidencias que avalen la teoría de las conciencias tarifadas. Aunque pueda parecer un consuelo de idiotas, es grato saber que algún día muchos de estos elementos saldrán a la luz.

El debate sobre las preferencias del árbitro es, a todas luces, irrelevante. Ante la contundencia del resultado, el maquillaje de las cifras solo queda como anécdota. La tragedia contemporánea de Venezuela no pasa por la credibilidad de las máquinas. La verdad más difícil de asimilar es que, al margen de los porcentajes inflados, existe un número significativo de personas que legitimó con su voto la continuidad del desastre. Resulta muy complejo entender cómo, tras catorce de años de evidente fracaso gubernamental, un porcentaje mayoritario ha reconocido como alternativa política el despropósito revolucionario. Ninguna lógica occidental es capaz de explicar esta situación. Que, por ejemplo, la ciudad de Punto Fijo haya reivindicado la  gestión de los responsables de su reciente desgracia resulta, absolutamente, irracional e inverosímil. En apariencia, solo Mérida y Táchira fueron objeto de competencia. Yo no lo sé. Ante estos números extraños y el mapa pintado de rojo, prefiero ejercer mi libre derecho a la obstinación y la duda.

Tras la resaca, analistas políticos, visionarios de ocasión, periodistas absortos y otros observadores del combate procuran, a duras penas, explicarnos lo que pasó el domingo 07 de octubre pero los argumentos no aparecen por ninguna parte. Con frecuencia, se cita eso que Fausto Masó describe en su columna de El Nacional como “discurso dulzón” (perdimos pero ganamos, aprendimos una lección, tenemos esperanzas para el 2019, etc.). La referencia a este triunfo imaginario, sin embargo, es demasiado frágil. Sospecho que la sensación general e intimista es de profunda pesadumbre. El desconsuelo de una gran parte de la población inició una irreversible metástasis. Intuyo que muchas personas (aunque, por mecanismo de defensa, no se atrevan a pronunciarlo) sienten que el famoso camino que se labró no existe y que, si alguna vez existió, se desplomó con el aguacero de las cifras. Lo único que sabemos los dolientes es que debemos aceptar el peso muerto del número 2019. Cuando, tras el testimonio de la señora risueña, leí en el generador de caracteres de Telesur (única señal a la que pude acceder desde la madrugada madrileña) período presidencial 2013-2019 sentí el calor de una bala quemándome las tripas, el hígado, los riñones, el corazón y el estómago. ¡1998-2019! ¡Es increíble! (Las correspondencias entre el gomecismo y el chavismo intimidan). Toda una generación inmolada por la barbarie… Dicen que la fortuna es impredecible. Sé que nunca se deben subestimar las estrategias de la esperanza pero sí creo que, tras las expectativas forjadas en los últimos meses, desde el punto de vista emocional, costará muchísimo superar los coletazos de este contundente y soberano coñazo. En este contexto, valoro con profundo pesar la situación de los presos políticos, esos seres humanos que han sido y siguen siendo objeto de la más visceral humillación. Todo el mundo sabe que el Helicoide es una versión modernista de la Rotonda, si Leonard Cohen hubiera sido venezolano, quizás, habría incluido este verso en la más reconocida de sus canciones de protesta.

Un argumento convincente es el de la visibilización de la pobreza; otro es el del culto al caníbal. Hay sectores de la población, olvidados y ofendidos, que al margen de cualquier propuesta política solo creen en la palabra del Redentor. Para ellos, el voto es un acto de fe. Ese porcentaje está ahí y es alto. Los excesos y la indolencia de los gobiernos ochenteros, en gran medida, son responsables de esa situación. El voto del creyente no me molesta. La fe no admite diálogos ni refutaciones, la credulidad también es un derecho y los errores del pasado, cuando toman la palabra, no admiten ningún tipo de enmienda.  Lo que no tolero, bajo ningún concepto, es el clientelismo de los parias, el aval traicionero del mediocre, el espaldarazo del inútil que, defendiendo irredentos privilegios, se coloca una camisa amarilla, marcha, protesta, se queja de la inseguridad pero, a la hora de tocar la pantalla, toma partido a favor del hereje. Los resultados de la elección del domingo sugieren, de manera categórica, que existe mucho chavista de closet.

Con el fin de evitar los malos entendidos, expondré una definición práctica. En Venezuela, en nuestros días, entiendo por mediocre a todo aquel que, a pesar de no tener las competencias aptas para ejercer un cargo (sea cual sea la naturaleza del cargo) aparece, por afinidades políticas, como vicepresidente de una empresa expropiada, director general de un proyecto condenado al fracaso o supervisor de programas imperiales y revolucionarios. El caso PDVSA, quizás, es el más visible y significativo. Todo el mundo sabe (ellos también lo saben) que la PDVSA contemporánea está dirigida por un atajo de incompetentes. Una de las mayores fortalezas electorales del gobierno ha sido la de activar y profundizar el clientelismo de la mediocridad. Estos tipos (que pueden ser nuestros hermanos, primos, vecinos o amigos del colegio) saben perfectamente que en un contexto objetivo de competencia no tendrían nada que aportar ni que decir. Su ineficacia, a la hora de una prueba de aptitud, quedaría en la más absoluta evidencia. Muchas de estas personas, como parte del juego social, reivindican en su vida cotidiana alternativas como las de Hay un camino pero a la hora de participar, por mera conveniencia, eligen la única opción que garantice sus inmerecidos cargos y desproporcionados salarios. Lo que sucede en PDVSA sucede en todos los sectores de la vida pública. Cuesta creer que dentro de los millones que refrendaron el desastre, un porcentaje relevante corresponde a este perverso clientelismo. Todos tenemos algún conocido que, de un día para otro, pasó de cuidar carros en un restaurante chino a ser cónsul de Venezuela en cualquier lugar del mundo o asesor estratégico del ministerio de un poder, supuestamente, popular. Sospecho que, en una futura elección, la posibilidad de una estrategia exitosa pasa por decirle a estos sujetos serviles que, a pesar de su honrada ineptitud, el nuevo gobierno garantizará sus privilegios. Pero para hacer eso hace falta demasiada cara, demasiado cinismo.

Y, probablemente, el error trágico de Henrique Capriles ha sido la falta de cinismo. Su discurso ha estado ensamblado sobre la base de las más esenciales dignidades humanas. El problema real, el que todo el mundo conoce, es que estos tipos (los dirigentes del partido oficial) son versados malandros, cualquier otra caracterización no es más que un vulgar eufemismo (no soy periodista ni político por lo que no tengo la obligación de insinuar amagos de diplomacia o falsa objetividad). Para  estos mercenarios la buena voluntad es una caricatura, una razón inoperante. Por otro lado, coincido con la impresión general: reconozco que el liderazgo de Henrique Capriles es sólido y que su campaña, desde todos los puntos de vista, ha sido de las más responsables de los últimos años. Solo espero que, en esta oportunidad, la dinámica política/opositora no lo inmole. Tras la resaca del domingo, aparecieron comentarios de respaldo e inspirada lealtad. Sin embargo, creo que vale la pena hacer memoria y recordar algunos nombres, caras y gentes perdidas en el laberinto de nuestra historia contemporánea. En los últimos catorce años, este país ha padecido una sucesiva aparición de fugaces liderazgos. Desde la más remota ingenuidad, me pregunto: ¿Dónde quedó, por ejemplo, Juan Fernández? ¿Dónde quedaron los esfuerzos de la Gente del Petróleo? ¿Quién se acuerda, más allá del episodio del bigote falso, de Carlos Ortega? ¿Dónde está Carlos Fernández? ¿Cómo se desintegró la figura de Manuel Rosales? ¿A dónde se fueron los militares de la Plaza Altamira? ¿Tiene respaldo popular, hoy día, la figura de Enrique Mendoza? ¿Dónde quedó el chamo de la Universidad Metropolitana que se quitó la camisa en la Asamblea? ¿Qué fue de la vida de personajes como Mingo o Alfredo Peña? ¿Dónde quedaron todas las personas que, alguna vez, con sus errores o aciertos, con sus torpezas o fracasadas apuestas, dieron la cara y de alguna forma confrontaron los excesos de la barbarie? La oposición real (no solo la partidista) suele ser despiadada con todos aquellos que descarta. En este país, el ejercicio del liderazgo tiene una fecha de caducidad impresionante. El ojo de Capriles debe estar muy atento a las voluntades tarifadas que, desde dentro, pretenderán apartarlo. A los demás, solo nos queda confrontar el sopor y la mala fe del olvido.

Quizás, alguna vez, valdría la pena llamar a las cosas por su nombre. Entiendo, por un asunto de diplomacia social que, al reconocer la derrota, Henrique Capriles haya pronunciado un par de clichés y afirmaciones edulcoradas pero creo que se equivoca cuando dice que él está convencido de que Venezuela es el mejor país del mundo. Yo, en este sentido, me hago una única y discreta pregunta: ¿En el mejor país del mundo existirían más de 7.000 personas que le darían su voto a María Bolívar? No lo sé. Esa retórica nacionalista-patriotera no es sana. Todos los países del mundo tienen sus bondades y sus deficiencias. Ninguno es mejor que otro, los pueblos (en lo esencial) son los mismos. En el caso de Venezuela, como el desengañado Sócrates, solo puedo decir que no sé ni entiendo nada y que creo que, poco a poco, nos estamos acostumbrando al amargo sabor de la cicuta.

Finalmente, retomando el comentario del inicio, reitero mi impresión de que a esa señora de la oficina cercana a la Plaza Caracas, yo no le creo nada. Si alguno de los cuarenta ladrones del relato del viejo Alí Babá, me ofreciera un carro usado a un precio asequible, consideraría su propuesta. Su oferta me inspiraría más confianza que las risas cómplices de esta persona cuya eticidad, a mi juicio, es más que discutible. Solo es mi opinión y, a quién le disguste, este es mi blog. En Venezuela, la plataforma web WordPress todavía no ha sido expropiada.

Saludos,

E.

PD: Quisiera hacer un reconocimiento a mi amigo Antonio López quien,  junto a un grupo de valiosas personas pertenecientes al Comando Internacional de Primero Justicia, hizo un trabajo exhaustivo para canalizar de la mejor manera el proceso electoral en España. Sin el aporte de esta gente, el padrón del registro electoral no hubiera sido el mismo y la información (que el consulado nunca facilitó) no hubiera circulado de la misma manera. Sé que en la Venezuela contemporánea, para algunos sectores de oposición, existe la leyenda de que todos los que estamos fuera del país somos unos malditos bastardos. En mi caso, puede ser. Sé que, cuando llegue el momento, me tocará padecer el calor de la paila, pero estos chamos hicieron un trabajo inmenso, muy serio y responsable. Para todos ellos, mi admiración y mi respeto.