Blog de Sinar Alvarado

La frontera saudita; por Sinar Alvarado

Por Sinar Alvarado | 11 de diciembre, 2014

Paraguachón y Maicao, en la Guajira, dos pueblos de Colombia en la frontera con Venezuela, han conocido la abundancia y la crisis amarrados a la progresiva devaluación del bolívar. Hoy, en plena recesión, recuerdan los buenos tiempos y esperan el futuro entre la incertidumbre y el miedo.

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Entre Maicao y Maracaibo hay tres horas de viaje agreste: el desierto casi siempre, y a ratos algunos pueblos habitados por la etniawayúu. Hay chivos y vacas famélicas que cruzan la carretera sin avisar. La tierra es amarilla. Hay alcabalas de la policía, del Ejército y de la Guardia Nacional. Casi nunca llueve. Y hay, sobre todo, contrabandistas que viajan de noche entre Colombia y Venezuela cargados de distintas mercancías.

Durante diez años, una vez cada semana, mi madre también cruzó esta ruta:

— Empecé a viajar en el 83. Siempre iba sola, y nunca me pasó nada. Claro, en esa época era más seguro. Yo llegaba a Maicao, estacionaba, compraba lo que iba a comprar y me devolvía con la maleta llena.

Fénix Fernández, alta y morena, sesenta y dos años en el momento de esta de esta charla, estaba sentada en el patio de su casa, en Maracaibo. Aquella mañana, sobre una mecedora, dijo que en la maleta del carro llevaba lo que más vendía:

— Ropa para damas y perfumes finos. Aquí llegaba casi siempre de noche, extendía mi mercancía en la cama y ponía los precios al ojo.

De eso vivíamos.

***

La vida en buena parte de la frontera colombiana (2200 kilómetros desde el Caribe hasta el Amazonas) siempre ha estado ligada a la suerte de Venezuela. El boom petrolero de los setentas enriqueció este país de manera súbita, y a Maicao llegaron miles de compradores que venían con las manos llenas de bolívares sobrevaluados: diecisiete pesos valía entonces cada moneda.

— Vea, hasta la luz la trajimos de Venezuela. Eso fue en el gobierno de Lleras.

Atif Issa —setenta años encima, alto y delgado, el pelo cano y la voz aguda— lidera el poderoso gremio textil en Maicao: noventa socios, casi todos  de origen árabe, y 650 empleados a su cargo. Atif suele organizar el tiempo en períodos presidenciales: con Andrés Pastrana aumentaron los secuestros en La Guajira (“Aquí podemos hacer un club de secuestrados”); con César Gaviria empezó a organizarse el comercio informal y mermó el contrabando; con Álvaro Uribe bajaron los impuestos del diez al cuatro por ciento en toda la mercancía que llega a Maicao. Pero los buenos tiempos, dice, duraron hasta el gobierno de Belisario Betancur.

— Mandábamos bolívares a Maracaibo y nos devolvían dólares en cheques de gerencia. Muchos abrieron cuentas afuera, en el Royal Bank de Canadá. Aquí mismo, del lado venezolano, había oficinas de bancos gringos. Muchos tenían sus mensajeros de confianza: muchachos que viajaban al Zulia con maletas llenas de efectivo.

Maicao ni siquiera tenía bancos donde guardar las utilidades de su éxito repentino.

A las siete de la mañana los venezolanos estacionaban frente a los almacenes, listos para comprar grandes cantidades de ropa, electrodomésticos, zapatos, perfumes y whisky. Si un comerciante local no había vendido diez mil bolívares (dos mil trescientos dólares de la época) antes de mediodía, consideraba que las cosas andaban mal. A las dos de la tarde cerraban los negocios: a esa hora todos habían hecho suficiente dinero.

Entonces la mercancía entraba por la costa en barcos de contrabando abierto. Atif levanta la vista y recuerda con una sonrisa pícara:

— Teníamos que evadir a los guardacostas, y después burlar a la aduana. Los almacenes tenían depósitos y ahí se guardaba la mercancía apenas llegaba al pueblo. Si alcanzaba a llegar, no la quitaban. Había un pacto de no agresión. La ley solo podía quitar la carga si la incautaba en el camino, entre la costa y Maicao.

Pero hubo disputas por mercancía confiscada: en los noventas, dos veces incendiaron la sede de la DIAN (Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales de Colombia) en ese pueblo. Y sólo encontraron seguridad construyendo su nueva oficina en los terrenos de un batallón del ejército.

Una noche de viernes recorrimos las calles del pueblo a oscuras: se había ido la luz, como ocurre con frecuencia, pero la logística del negocio nocturno funcionaba como una máquina autónoma. Por todas partes había camiones 350 con placas venezolanas, la mayoría nuevos, listos para viajar a Maracaibo cargados de papel higiénico, de bolsas plásticas o de frutas venidas de Chile. Centenares de hombres salían de almacenes y galpones sin nombres para llenarlos carros a un ritmo azaroso. En pocas horas, cerca de la medianoche, largas caravanas (cincuenta, ochenta, cien camiones uno tras otro) saldrían rumbo al norte, hacia Venezuela, de donde venían, para completar así un circuito comercial que ocurre cada día. Mientras tanto, el comercio legal dormía. Los locales cerrados daban su turno al laborioso vaivén del contrabando.

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Hasta principios de los ochentas, en Maicao funcionaron de manera simultánea cuatro mil locales comerciales. En muchos de ellos, los que estaban mejor ubicados, se pagaban hasta doscientos mil dólares para concretar un alquiler.

El crecimiento de la economía en esta zona fue vertiginoso: en el año 63 Maicao era un caserío de cuatro calles polvorientas; en el 73 inauguraron el hotel más grande, con trece pisos y piscina en la azotea; y diez años después, en la cima de la bonanza, llegó el descalabro. El bolívar había conservado durante décadas su valor frente al dólar: 4,30. Pero el petróleo cayó empezando los ochentas, y las exportaciones de Venezuela pasaron de 19,3 millardos de dólares a 13,5 en unos pocos meses. El presidente Luis Herrera Campinsse vio obligado a devaluar, y el coletazo de aquella decisión, tomada en Caracas, se sintió en La Guajira de inmediato. El 18 de febrero de 1983 se conoce desde entonces como el Viernes Negro. Muchos comerciantes quebraron. El ochenta por ciento de los negocios en Maicao dependía de los generosos compradores venezolanos. Y esos, como el bolívar poderoso, nunca más volvieron.

Maicao empezó un declive acelerado que aún no se detiene. De aquellos cuatro mil locales hoy sólo operan poco más de mil. Donde hubo trece mil árabes prósperos, hoy quedan menos de dos mil empecinados. Los demás huyeron a la isla de Margarita, a Punto Fijo, Aruba o Panamá. Y del auge ruidoso sólo quedaron algunas decenas de edificios y unas pocas calles pavimentadas. Maicao —una polvareda con los desechos del comercio regados permanentemente en las calles— siguió siendo el de siempre: un campamento habitado por negociantes sin arraigo.

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Todavía en la mecedora, me contaba esa mañana que ya no le gustaba visitar Maicao. La deprimía el deteriorogeneral y el desánimo de la gente. Le molestaba la falta de luz, el calor, la vibración y el ruido de las plantas eléctricas alimentadas con gasolina:

— Ahí parece que hubo una guerra, y eso fue lo que quedó.

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Durante los gobiernos de Chávez y Maduro, en los últimos quince años, la tasa de cambio real en Venezuela pasó de quinientos a más de ciento setenta mil bolívares frente al dólar. En la frontera siguen esa fluctuación como los latidos de un corazón agónico en el monitor de cuidados intensivos.

Elías Felizola, un treintón calvoy dicharachero, cambia dinero en la plaza de Maicao desde el año 91, cuando el bolívar valíaonce pesos colombianos.

— Esa fue una época dorada, primo,pero el bolívar siguió bajando. En el año 2001 costaba 2,85 pesos, y con la devaluaciónbajó a 1,80. ¡Bajó un peso en un solo día! Aquí mucha gente perdió plata. Yo solito perdí ochocientos mil pesos en un ratico. Ya en 2003 estaba a 0,90. Por primera vez en la historia el peso valía más que el bolívar. Imagínese, ¿cuándo se había visto eso?

Junto a sus noventa colegas, en la Plaza Bolívar de Maicao, Elías trabaja en un pequeño escritorio lleno de billetes: pesos, bolívares, dólares y euros. Para sobrevivir en el negocio del cambio, debe mantenerse informado:

— Uno llama a Cúcuta o a Venezuela y pregunta a cómo está el dólar allá. Lo ideal sería saber cuándo viene otra devaluación, pero nunca se sabe. Siempre dicen que viene otra, y que el bolívar va a seguir bajando. Hoy hacen falta más de setenta bolívares pa’comprá mil pesos, que es menos de medio dólar. Mejor dicho, esa moneda no vale ná’.

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Desde la azotea del hotel Maicao Internacional, en los techos de los edificios cercanos se ven tanques de todas las formas y colores: acá sobra el whisky, pero falta el agua.

La mayor parte del comercio en Maicao ya no se surte del contrabando. La DIAN ha logrado poner cierto orden estableciendo cupos anuales en dólares para la mercancía que importan los cuatro gremios principales: textileros, vendedores de cauchos, comerciantes del calzado y vendedores de licor. Casi todo entra por Puerto Nuevo, ubicado dos horas y media hacia la costa: un muelle de palos y tablas, sin máquinas, donde los wayúus descargan sobre sus hombros todos los barcos que llegan.

Pero las fronteras son territorios ingobernables, y acá sobreviven varios negocios ilegales. Todas las mañanas, antes de las seis, llega una caravana de camiones cargados de comida que viene de Venezuela: bolsas de leche y de azúcar, potes de aceite y otros productos, subsidiados por el gobierno, que son extraídos y revendidos en Maicao, donde hoy abunda lo que en Venezuela escasea.

Y existe, además, el poderoso contrabando de gasolina: por las cuatrocientas trochas que serpentean en las cercanías de la frontera, en pleno desierto, pasan hacia Colombia carrotanques y camiones 350 cargados del combustible venezolano, que es ridículamente barato: ochocientas veces más económico que el colombiano. En La Guajira dicen que la gasolina es mejor negocio que la coca: “Y no te piden los gringos”. No te extraditan.

A sólo diez minutos de Maicao, por una carretera donde hay asaltos frecuentes, está la frontera oficial: lo que llaman “La raya”. Es un pedazo de vía bordeado por un caserío: Paraguachón, un pueblo sin alcantarillado, sin agua y sin servicio de aseo. Hace apenas cuatro años que instalaron el gas. En los márgenes de la vía hay ventas de comida y chucherías, puestos callejeros con parrillas humeantes, techos de lata, abastos, camiones cargados de mercancía estacionados en la orilla de la carretera, carros particulares, taxis y buses con placas de aquí y de allá. Hay cambiadores ambulantes que caminan con fajos de billetes en las manos; hay comerciantes; hay funcionarios uniformados; hay pimpineros que venden gasolina con mangueras terciadas al hombro. Hay buscavidas de todo pelaje.

A este lugar, en los ochentas, llegaban casi a diario, desde Venezuela, buses llenos de colombianos que volvían deportados. Eran miles de hombres y mujeres que buscaban oportunidades en el país vecino. Allí los bajaban, los reseñaban y los soltaban. Algunos se devolvían, decididos a intentarlo de nuevo en la llamada “Venezuela saudita”. Pero eso ya no ocurre: son muy pocos los colombianos que emigran con ese destino. Ahora, por el contrario, muchos vuelven a su país huyendo de la crisis que ha estallado bajo el gobierno de Nicolás Maduro.

El último límite entre ambas naciones estuvo marcado durante años con dos letras de granito del tamaño de un hombre mediano: una C y una V. La de Venezuela la quitaron en una remodelación reciente. La de Colombia permanece, sólida junto a la bandera que se agita con la brisa del desierto.

***

Venezuela atrajo al menos a tres millones de colombianos (y sus descendientes) durante varias décadas, sobre todo entre los sesentas y los noventas. También mi familia acudió al llamado, en el año 77, atraída por la solidez del bolívar: si tenías un buen trabajo, podías vivir bien, ahorrar y mandar dinero a tu familia en Colombia. Rendía tanto, que cuando llegaron los tiempos duros, divorciada, sola y con dos hijos, Fénix Fernández, mi madre, pudo mantener la casa comprando y vendiendo los productos que conseguía en la frontera. Y nunca dejamos de viajar a Colombia en vacaciones.

— Maicao nos sostuvo y nos salvó —me dijo ella esa mañana—. Era muy rentable. En la frontera se sentía el bienestar. Todo el mundo trabajaba y producía. Y mientras le gente está produciendo, está contenta.

En diez años de comercio, mi madre recorrió Maracaibo y los pueblos ganaderos de Perijá vendiendo perfumes, ropa y zapatos a las mujeres de los hacendados ricos. Esas señoras, sentadas en alguna quinta mientras jugaban cartas, decían: “¡Llegó la colombiana!”. Y compraban y compraban sin fijarse siquiera en los precios.

Ese fue el sueño que los colombianos emigrantes salieron a buscar. Muchos afortunados lo encontraron, pero la burbuja no podía durar para siempre.

—Y detrás de la realidad económica —dijo mi madre, sabia, treinta años más tarde— está siempre la realidad social. La mayoría de los colombianos que viven en Venezuela ya no pueden volver a su país: no tienen forma de comprar pesos. Les resulta muy caro.

Viajaron ilusionados persiguiendo el bolívar, y ahora con su caída terminaron atrapados.

*

Este texto es una versión de la crónica publicada en la revista Semana.

Sinar Alvarado 

Comentarios (1)

@manuhel
2 de marzo, 2015

Leo esta crónica desde Saudi.

He atravesado por tierra al menos un par de veces 3 fronteras saudi desde el 2012 que me vine a trabajar acá: la de Bahrain, la de Kuwait y la de Emiratos.

Aquí en la frontera entre estos 3 países no hay nada que se parezca a la frontera entre Venezuela y Colombia por Cúcuta o Venezuela y Brasil por Santa Elena.

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