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La estupidez es una fuerza enorme en la historia; por Rafael Cadenas

Rothko nro.36

No. 36 (Black Stripe), 1958, de Mark Rothko.

Carlos Noguera: En tu libro Realidad y literatura afirmas que la vivencia “reveladora de la realidad”, a la que se refiere Keats en carta a Woodhouse del 27 de octubre de 1818, “está al alcance de todos los seres humanos”. Sin embargo, en repetidas oportunidades, tanto en Realidad y literatura como en otros textos, te quejas de que el hombre actual se encuentre en un estado de adormecimiento, ajeno a la realidad primordial, incapaz de experimentar la “awareness” a que se refería Huxley en La isla. ¿Cómo explicas este abismo entre lo posible y lo dado? ¿Intuyes alguna vía para que la vivencia referida por Keats llegue a ser, en verdad, un patrimonio ejercido cotidianamente por el hombre?

Rafael Cadenas: Hay algo que propiciaría esa vivencia y otras semejantes: que el mundo actual –donde priva la descomposición, la destructividad, el egotismo, en suma, la estupidez– llegue a su máximo extremo, ponga aún más en peligro la vida y comience entonces un movimiento contrario. Ya hay signos en tal dirección, pero muy débiles frente al dominio de las fuerzas demoníacas, frente a los titanes que se han apoderado de la tierra. Aquí y allá surgen núcleos de personas que desean un cambio real; sin embargo, muy poco pueden hacer contra esa especie de dictadura que maneja a la sociedad moderna y que nada tiene que ver con la conciencia. Se trata más bien de algo muy irracional, aunque se disfrace con todos los arreos racionalistas, aunque hable en nombre de la ciencia y de la técnica. Sería interesante saber cuántos científicos y técnicos –seres racionales, superdotados, geniales– están dedicados a la tarea atroz de crear armas cada vez más mortíferas que a los pocos meses serán sustituidas por otras “mejores”, que a su vez serán sustituidas por otras que las superan, en un encadenamiento interminable, a sabiendas de que probablemente no habrán de usarse. ¿Qué son esos científicos y técnicos y quienes les ordenan fabricarlas y los habitantes del planeta que no se escandalizan? Hoy yo sólo veo una locura general. Varias veces he dicho que la estupidez es una fuerza enorme en la historia y, con todo, no es tomada en cuenta debidamente. Nos extraviamos en el laberinto de las explicaciones y olvidamos ese actor. A pesar de lo sombrío de ese cuadro, y ya ciñéndome a tu pregunta, creo posible individualmente la vivencia a que te refieres. La awareness, que es la vigilancia, darse cuenta, actitud de percepción de la realidad como es, está al alcance de todo ser humano. Sólo se requiere que lo desee y esté dispuesto a verse, pues esa awareness mira a lo exterior y a lo interior y ya sabemos que esto último es más difícil: intervienen todos los recursos de que dispone la mente para esquivar la realidad.

Tú has anotado: “…hace falta mover a los hombres en la dirección de lo gratuito, del goce, del ocio” ¿Es ésta una propuesta social? ¿Ves alguna relación entre el trabajo deificado y el culto al yo?

La deificación del trabajo es de origen protestante y los países que tienen otras raíces religiosas y culturales la han adoptado ciegamente. Por supuesto, las naciones protestantes son las más desarrolladas, pero adolecen de un subdesarrollo de otro orden que no entra en cuadros estadísticos. Es allí sobre todo donde ha surgido el hombre unidimensional de Marcuse. En Venezuela y en toda Latinoamérica se está cometiendo el error de copiar sin modificaciones el tipo de desarrollo de esos países, que ha traído mucho bien pero no menos destructividad al ser humano. Nuestros políticos, economistas y empresarios se postran ante sus maravillas, sin reparar en la otra cara. No percibo en lo que dicen el menor asomo de crítica. Para ellos, por ejemplo, la ecología no existe. Aunque se creen muy modernos, en el fondo tienen un gran atraso, un atraso de un siglo por lo menos. Las mentes más lúcidas de hoy se encaminan en otra dirección totalmente distinta. ¿Por qué no podemos diferenciarnos? ¿Hasta cuándo vamos a imitar a los países desarrollados en lo peor? ¿Qué imbecilidad nos hace repetir a estas alturas su fracaso? A mí no me alegra la industrialización de España y de Latinoamérica tal como se vislumbra, es decir, según el modelo occidental conocido, con su séquito de daños a la naturaleza, al hombre y a la cultura. Eso nos va a destrozar aún más.

El culto al yo no es prerrogativa de los países protestantes, sino algo universal. Se encuentra en todas las latitudes, pero es posible que la “religión del trabajo”, como llamaba Paúl Lafargue a la “extraña locura” que se había enseñoreado de las clases trabajadoras de Francia en el siglo XIX, lo haya fomentado más pues el ocio es indispensable para propiciar la contemplación, sin la cual el ser humano no puede darse cuenta de nada. El ocio implica receptividad, lentitud, pasividad; significa aflojar, dejar ser, mirar; hace posible el estado de contemplación en el que se puede tener algún viso de realidad. Aterra pensar que quienes dirigen el mundo no tienen idea de lo que es la psique ni la toman en cuenta, ignoran el peligro que representa el ego. Este es un material muy explosivo, especialmente cuando no se ha visto.

En torno al lenguaje llega a proponer una verdadera revolución educativa, basada en la vivencia del gusto por el lenguaje más que en la enseñanza de la gramática. ¿Podrías comentar algunas implicaciones concretas de esta propuesta? ¿Qué tal las Escuelas de Letras y los Talleres?

La pregunta me da ocasión de aclarar que no estoy contra la gramática, sino contra la creencia de que es mediante su estudio como podemos aprender nuestra lengua. Esta la absorbemos leyendo, sobre todo cuando el medio es lingüísticamente pobre, como ocurre en Venezuela. La crítica que hice a la lingüística tampoco pretende negar su importancia. Pienso que la base de la enseñanza del idioma debe ser la buena literatura; ella basta y sobra. Si los niños y los adolescentes leen, no hay que preocuparse por lo demás. Creo también que los recargan mucho de materias. Casi no pueden con el bulto lleno de libros que llevan. A un alumno de primer año le hacen comprar y leer hasta la Ley de Educación. ¡Qué fastidio, Dios mío! En cambio se olvidan de cosas esenciales. La educación debe ser más sencilla, precisamente porque el mundo actual es muy complejo. Hay que enseñar menos para que se aprenda más, decía Whitehead. Casi volvemos locos a los niños y muchachos con exigencias estúpidas. El horario es absurdo. Tienen que levantarse a las cinco, esperar, a veces sin haber desayunado, un transporte que les proporciona la ración matutina de monóxido, hacer fila en el colegio, cantar el himno nacional, que los venezolanos deben oír, además, lo quieran o no, tantas veces al día; algo impuesto por un Ministro cuyo regreso espera nuestra boba justicia (en Venezuela siempre se ha robado al compás del himno nacional). A la una o dos vuelven a su casa después de la segunda dosis de monóxido, almuerzan y tienen que ponerse a estudiar las tareas que les han fijado, o ir al Kárate, natación, etc. Luego los espera la televisión, esa otra escuela, con su aporte cultural: asesinatos, malas noticias –buenas casi no hay y a veces son horribles–, novelas magistralmente vulgares, todo ello rociado con el estruendo de la propaganda. Así transcurre un día en la vida de cualquier niño venezolano. No he mencionado la histeria de los padres, empeñados no sé con qué títulos, en “educarlo”. ¡Cómo si pudiéramos “educar” a alguien! Son ellos los que necesitan reeducarse y aprender de los niños. Creo que intervienen demasiado. No quieren hijos sino réplicas. Un niño sólo requiere cuidado afectuoso, que no excluye disciplina ni significa permitirle todo; lo demás viene por añadidura.

En cuanto al idioma, ya no sé qué pensar. Por lo visto, nada se puede hacer con la generación del vaso con agua, del de que mal usado, del a nivel de y de tantos, tantos disparates. Creo que nuestra lengua se está yendo al diablo. ¿Quién puede detener ese proceso? Lo ignoro y no sé de remedios. Tal vez sea un destino como el de la americanización del planeta, el desarrollo tecnológico con todos sus desmanes o el empleo de la energía atómica, nunca inocua, o el imperio del automóvil.

Es fama que “Beloved Country”, aquel lejano poema celebra una visita prolongada; sin embargo, se puede intuir que tú amas lo sedentario. Alfonso Reyes llegó a escribir: “Todo viaje es un alivio moral… una cierta huelga biológica: viajar, por eso, es ser feliz”. ¿Estás de acuerdo con Cavafis acerca de la inutilidad de todo cambio de paisaje?

Sí, donde estoy me quedo. No tengo la inquietud que nos mueve a viajar. Hay poca aventura en mí. Esa ha sido una de mis fallas. En este aspecto, mi vida es pobre, debo admitirlo. Tal vez, en el fondo, crea que para descubrir lo esencial no es necesario moverse mucho, vale decir: lo que no descubra aquí tampoco lo descubriré en otra parte, pero puedo estar equivocado.

De la “experiencia límite”, la vivencia poética, el “satori”, la “aletheia”, se ha dicho que son el espacio sin tiempo: el universo pareciera nacer en el infinitesimal filo del presente. ¿Se anula la duración en el instante de la revelación poética? ¿Cuál es tu experiencia?

Del satori yo no podría hablar. No estoy hecho para ascesis como las del zen. La awareness, el darse cuenta, está más a nuestro alcance. También el concepto de aletheia, la verdad como desocultación, como experiencia del ser, nos es más accesible y sí lo siento vinculado a la poesía.

Parece que la duración sólo se anula en la experiencia mística. En el proceso poético hay absorción, intuiciones, olvido de sí mismo, pero no suspensión del tiempo. La poesía es muy temporal. El cese del tiempo implica, ante todo, cese de la actividad mental. Este es el vacío de que hablan los místicos de todas partes. ¿Es posible el estado místico sin renunciar a la tierra? Esta es una pregunta que me hago desde hace años, pues no comparto el puritanismo de la llamada espiritualidad. Debe haber otra vía. En todo caso, tenemos que actuar desde nuestro nivel, en actitud vigilante, eso sí. Además, el aspirar a un estado ya es descaminarte: perdemos el presente.

Tú has profesado una poética antiesteticista: la “palabra humilde”, la ausencia de figuras literarias, la “sequedad insobornable” (por ej.: en Anotaciones, alcanzas a celebrar: “ha ganado la prosa, para bien de la poesía”. Al “lujoso traje”, a la “obligación del poema”, prefieres el habla cotidiana de la prosa. El lector intuye las razones: el acercamiento a la “mostración de las cosas”, la reverencia por la simple realidad que acontece. Sin embargo, Anotaciones se distancia de Realidad y literatura en la revaloración que hace del pensamiento: “¿por qué una flor ha de poseer la dignidad de lo real, del misterio, pero un sueño, una fantasía o un pensamiento no?” Cabría entonces reflexionar: ¿qué palabras muestran mejor esa realidad interior “digna”: la prosa, el término “seco”, “cotidiano” o el término desviado de su sentido original (quizás la tortuosa «figura literaria») que parecería acogerla mejor? ¿Tendríamos que hablar de dos poéticas: una para la contemplación de lo externo, otra para la corriente interna del pensamiento?

Lo que me preocupaba y guió mi reflexión en Anotaciones era sobre todo el hecho de que a la poesía la acompaña cierto artificio. Eso de ponerse el vestido literario cuando se va a escribir es lo que me resulta insufrible. Hay allí, una especie de amaneramiento. ¿Será esto algo inevitable? A mí me atrae la naturalidad, una naturalidad que no excluya las tensiones propias de la expresión, que evite caer en lo plano. Parece que estoy en una calle ciega, ¿verdad? Porque el arte es forma y da la impresión de que yo renunciara a ella, pero no, eso es imposible, siempre hay forma, no se puede prescindir de ella y es más amplia que el poema. Éste es algo cerrado, con pautas, muchas de ellas no formuladas, pero que los poetas conocen o intuyen.

Tal vez lo que me llevó a escribir las notas que motivan tu pregunta fue una cierta incomodidad ante la poesía moderna, a veces incluso un malestar. Sin embargo, no podría dar razones. Siento que mi relación con ella es conflictiva. Tal vez le pido algo que no puede dar, que no es de su competencia, lo que no impide que siga leyendo e intentando escribir poesía. En realidad, tratando de aprender. Siempre.

Nuestra lengua se está yendo al diablo, por Carlos Noguera. Folios, Monte Ávila Nro. 6-7, septiembre-diciembre 1985. Curaduría Josefina Núñez