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La consulta: Un romance de nuestros tiempos; por Rubén Monasterios

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Miranda se siente malhumorada, fastidiada; sin ver, hojea una de las revistas del montón puesto en una mesita; un sentimiento que podría identificarse como vergüenza ronda por sus neuronas sin hacerse plenamente consciente, y la hace sentir incómoda. Esto de cambiar de ginecólogo no le gusta para nada, pero ¡qué hacer, si el viejo se murió así, de pronto!

A ella no la anima la menor tendencia ginecofílica; sabe de mujeres que se excitan sexualmente con la sola idea de asistir a la consulta ginecológica e imaginarse tendidas en la camilla, exhibiendo su intimidad al facultativo. Cuando lo anticipado se vuelve realidad experimentan más o menos reprimidos orgasmos  a partir de las manipulaciones del médico en su vagina. Algunas, auténticamente parafílicas, sólo logran la satisfacción de su tensión sexual mediante ese procedimiento y llegan al extremo de convertirse en peregrinas de consultorios ginecológicos; van de un médico a otro, inventan malestares a propósito de disponer de un pretexto para solicitar sus servicios profesionales.

A Miranda les parecen desquiciadas; en su aparato psíquico más bien se activa su sentido del pudor con esto de la consulta ginecológica; por esa razón fue paciente durante años del viejo y benévolo médico lamentablemente fallecido. Acude a este sin conocerlo, orientada por una amiga, también médica, en quien confía en asuntos relacionados con la salud. Habría preferido una doctora, pero su amiga insistió en que viera a este, famoso por sus aciertos como tratante y reconocido en el gremio como investigador. Le disgusta someterse al examen; no obstante, al menos una vez al año es imprescindible; hay antecedentes de cáncer genital entre sus antepasados femeninos y el sentido común pesa más que el pudor.

Ahora son como las siete de la noche. Miranda es la última paciente. La recepcionista la hace pasar al consultorio y se despide. El médico, sentado a su escritorio, le hace el gesto de “cerrar con llave” sin despegar la vista de unos papeles; al parecer, son el cuestionario que un rato antes la chica le había hecho llenar a la  paciente.

Con la primera mirada, el médico queda impresionado por su belleza; y no es para menos tratándose de una mujer iniciando su mediana madurez. De unos 30 años, no tan alta, aunque sí esbelta y elevada por tacones de aguja de unos zapatos clásicos de Dior;  muy bien hecha, dotada de tetas desafiantes; de finos rasgos modernos y cabellera endrina frondosa. Toda una hembra muy atractiva. Viste con elegante simplicidad; la cubre una blusa y una falda ancha hasta las rodillas; su maquillaje es discreto. No hay nada que parezca deliberadamente provocativo en su aspecto.

Intercambian los saludos convencionales; ella explica el motivo de la consulta y su razón de estar ahí. No, no está enferma; no percibe ningún malestar. Se trata de su rutina. Miranda también se siente impresionada favorablemente por el médico, varón gallardo, con un toque de rudeza en su rostro de facciones remarcadas y una sonora voz de barítono.

El doctor le indica entrar al cubículo anexo. Le entrega una sábana verde, de las usuales en ambientes clínicos; le da las instrucciones de rigor. Miranda disimula su tensión asumiendo el papel de quien “sabe qué hacer” en la circunstancia.

La mujer entra al cubículo. Con un suspiro de resignación se despoja de la pantaleta y queda desnuda de la cintura hacia abajo. Se descalza y ocupa la camilla ginecológica; no arremanga su falda y se cubre hasta el pecho con la sábana. Su corazón ha acelerado sus pulsiones; son los nervios.

Entra el médico; le dice algo para tranquilizarla: “Relájese, usted sabe que es cosa de rutina”… Ella respira hondo, sonríe, cierra los ojos, trata de relajarse. El hombre se reconoce alterado; la mujer le movió el piso, como suele decirse; pero por qué esta  precisamente… Ha tenido tendidas en esa camilla bellezas impresionantes que sólo fueron para él casos clínicos; quizá −reflexiona mientras dispone los instrumentos− porque usualmente llega a ellas cuando ya están en la posición de examen, cubiertas con la sábana; rara vez ha debido ocuparse del procedimiento preliminar de recibir a la paciente, sosegarla si la advierte perturbada, darle las instrucciones y todo eso; son tareas propias de la enfermera, pero su asistente esta vez se fue temprano.

Con lo que podría admitirse como disposición paternal, o táctica terapéutica para aliviar la tensión, le pasa la mano por la frente y le acaricia el pelo; ella se deja, sonríe levemente; la ausculta, aplica el estetoscopio aquí y allá, le toma el pulso; deambula en torno a la camilla; ella tiene su mano derecha aferrada al borde de la camilla; él se aproxima  por ese lado y ¿por cosa del azar?, roza la mano con su virilidad; el contacto la pone más tensa, ha sido como una sutil descarga eléctrica; en un instante esa energía vivaz y saltarina desencadenada por el contacto recorre todo su organismo y le hace vibrar el útero y erizar los vellos; pero es un cosquilleo sabroso. Miranda no retira la mano, entreabriendo la puerta del juego. Otro contacto un poco más prolongado la hace percibir que el bulto en el pantalón del médico se ha vuelto más prominente y duro.

La ayuda a poner los pies en las extensiones laterales de la camilla dispuestas a tal efecto. Las separa y hace que la mujer quede con las piernas abiertas. El médico se ubica en la posición adecuada para el examen, esto es, entre sus piernas, sentado en un banquillo metálico giratorio; arremanga la sábana y con ella la falda hasta poco más o menos la altura de las caderas, dejándola expuesta. Si lo había excitado el jugueteo de los roces, ahora queda maravillado por lo expuesto a su vista y su erección se vuelve inmensa.

Ella está rasurada, conservando sólo un vellón de su Monte de Venus; su vulva es anatómicamente perfecta en formato pequeño: una hendidura con los labios mayores ligeramente abultados, y el breve botón rosado del clítoris emergiendo en la comisura superior de la vulva, ahora evidentemente congestionado; los labios mayores también están brotados como efecto de la acumulación de sangre en la zona. Cromáticamente, la región genital de la mujer exhibe una paleta de colores armoniosos: la blancura cremosa-rosácea de la piel de la parte interna de los muslos redondos y del bajo vientre, apenas manchada por el vellón intensamente negro que resta de su vello púbico, se resuelve en un toque ambarino en las ingles.

Al separar los labios mayores se deja ver la mucosa saludablemente rosada y húmeda. El médico nota que ella está secretando el viscoso fluido vaginal como un manantial de montaña, al punto de mojar el papel que cubre la superficie de la camilla; una señal inequívoca de su disposición fisiológica al coito. Le dice, tratando de ocultar la emoción que lo embarga: “Me va a perdonar, Miranda… −se toma la confianza de llamarla por su nombre−, pero debo decirle que usted tiene una de las regiones genitales más bellas que yo haya visto… ¡Y mire que tengo experiencia en estas cosas! He examinado mujeres de diferentes partes del mundo, de todas las razas y edades, incluso niñas y púberes, y es rara”… Ella emite una risita nerviosa y balbucea: “Supongo que debo darle las gracias por ese elogio”… Ríen nerviosamente. “Bueno, sí. Es un piropo”… −dice el médico con un acento de tonalidad jocosa, intentando aliviar una tensión en el ambiente, tan densa que podría cortarse con una navaja.

Y es que el galeno no se siente cómodo; en su conciencia moral repican las campanas… Él es un doctor, ¡coño!; se debe a un código deontológico profesional, o sea a ciertas reglas morales; lo que le está pasando no es propio de su conducta; es un médico serio, respetado, exitoso, acostumbrado a ver sexos femeninos desde una perspectiva netamente clínica; en el consultorio, para él, sólo son órganos, partes de una configuración anatómica; entonces, ¿qué le está ocurriendo ante esta mujer? ¿Qué hay en ella que le ha dado en la mera madre del instinto? Tan sólo una vez antes experimentó semejante tumulto emocional ante una paciente. Fue siendo muy joven, en los albores de su ejercicio profesional, y logró dominarlo.

Por su mente pasan las imágenes de aquella mulata ampulosa, olorosa a gardenias, abierta como una flor de carne en primavera, tal como ahora tiene a su disposición a esta hembra, obra maestra de la naturaleza. Se debate en el conflicto entre su ética profesional y el deseo acicateado por esa mujer, potenciado por su anuencia; de haber dado ella la menor expresión de incomodo… ¡pero ocurre todo lo contrario! Y en la confrontación gana el instinto; el freno se rompe; su energía deja de estar moralmente canalizada y se vuelve torrente arrasador; impromptu deja a un lado el examen clínico y se entrega al febril manoseo, sin que ella haga nada por evitarlo. Aprieta sus pies, proporcionados a los restantes componentes de la anatomía de la mujer, de arcos pronunciados y dedos largos;  los besa y lame en toda su extensión, chupa sus dedos uno por uno; hace correr sus manos por las piernas, desde los tobillos  por las pantorrillas, hasta las ingles y más arriba, hasta el pubis, el vientre y las caderas; pellizca, aprieta, pulsa; se detiene en sus rodillas y acaricia las corvas (bien sabe él que es un punto altamente erógeno); soba los muslos,  hasta el sexo; separa los labios y titila con la yema de sus dedos el clítoris; ella responde retorciéndose y suspirando y exhalando un desmayado “¡Ay!” El médico besa esa vulva preciosa y chupa, mama, mordisquea; latiguea con su lengua el interior de la vagina recorriendo la entrada con un movimiento circular enervante para ella, y la introduce en su cavidad hasta donde le resulta posible; besa y lame el perineo y se detiene en el ano, hurgándolo con la lengua a la vez que acaricia sus nalgas, apretándolas y tirando de ellas hacia afuera para lograr la distención rítmica del esfínter. Le origina un orgasmo delirante. El doctor se levanta; suelta su pantalón y lo deja caer hasta sus rodillas, al mismo tiempo hace correr su interior hacia abajo y deja en libertad su ensoberbecida virilidad; de la gaveta de una mesita auxiliar saca un condón y se lo calza; procede a la penetración profunda; ella abre más los muslos y proyecta su cadera hacia delante para facilitarla; a la vez que la ensarta el doctor desabrocha la blusa de la mujer y hace brotar los pechos del sostén; los acaricia, los besa y los mama mientras la coge; no tarda mucho en producirle un nuevo orgasmo y simultáneamente el se vacía en el preservativo en una acabada bestial que ocurre como una descarga única de semen.

El doctor se arregla de prisa, mientras ella yace, lánguida, en su posición; él la limpia con toallas  de papel y la cubre con la falda.

Miranda  hace el amago de levantarse, pero el médico la retiene en la camilla y le hace la siguiente inesperada petición: “Te voy a pedir un favor; te explico: Estoy  haciendo un estudio sobre la configuración del sexo femenino, para un congreso de ginecología; y para mí sería muy valioso tener unas fotografías, un video… del tuyo, que es perfecto, excepcional.  ¿Sabías que no hay una vulva igual a otra, y que podría servir para identificar a la mujer con más precisión y facilidad que mediante la huella digital?” −comenta atropelladamente en medio de una risita nerviosa, a propósito de justificar su solicitud−. “Tengo centenares de registros gráficos y voy a seleccionar, no sé, unos veinte de ellos para ese trabajo… Los que sean modelos de los diferentes tipos… No vas a ser identificada para nada, ni aparecerá tu cara: solamente el área genital… ¿Me permitirías sacar unas fotos? No tienes que hacer nada; te quedas así, como estás, y yo tomo las fotos”…

Por alguna razón inherente a la femineidad, a Miranda le resulta excitante la proposición, y la acepta. Se imagina a sí misma presente en una sala de conferencias inmensa y plena de gente, viendo las imágenes de su sexo proyectadas en una pantalla; ella está ahí, atenta a las reacciones de las personas; nadie sabe que ella es la modelo. Eso la excita. Él toma las fotografías y graba un video; todo ocurre muy rápidamente. A continuación la deja sola en el cubículo; sale y se sienta frente a su escritorio. Al cabo de un rato ella aparece; intercambian una mirada y una sonrisa de complicidad. Miranda pregunta dónde hay un baño. El doctor le indica el sitio; ella toma su cartera y se va al recinto; al cabo de otro rato vuelve debidamente compuesta; se sienta frente al hombre, escritorio de por medio; él la toma de las manos, con  ternura, y evitando mirarla a los ojos, un tanto abochornado por la vergüenza, dice: “Quiero que sepas que yo jamás había hecho nada semejante; aquí vienen mujeres por montones y nunca, ¡nunca!… Contigo me pasó algo especial, fuera de lo común… ¡Rompí las reglas!”… “Bueno −responde ella, con un dejo de picardía−, las reglas son para romperlas”.

El doctor insiste: “Es que me da pena que tú creas… Que me imagines un abusador con mis pacientes… ¡No!, las mujeres que entran por ahí −señala la puerta− dejan de ser mujeres y son pacientes, nada más que pacientes. Pero contigo fue diferente. ¡Tú eres única!”… Miranda aprieta sus manos: “Y yo quiero que tú sepas que yo tampoco  acostumbro hacer estas cosas. Fue contigo… ¡Tú también eres único!” “Perdí la cabeza, el control” −acota él−. “¡Yo también!” −complementa Miranda, y musita en un muy tenue tono de voz a la vez que baja los ojos y siente en sus mejillas el sutil calor del rubor−: “Tengo tanta culpa como tú; empezaste, sí, pero yo te dejé seguir. ¿Y qué importa, si fue estupendo?” La última frase infla el ego del médico y alivia las tribulaciones morales; sonríe abiertamente, acariciando sus manos y brazos.

A partir del acontecimiento, Miranda ha estado desasosegada; no siente la misma. El doctor no ha hecho ningún movimiento para contactarla. Esperaba lo hiciera; él tiene su teléfono, lo dejó en el cuestionario, ¿por qué no la ha llamado? Es cierto que no quedaron en nada, en volver a verse o algo así, pero ella abrigaba la esperanza de que él la buscara. Su indiferencia la tiene muy frustrada y lastimada en su autoestima; ella siente la compulsión intensa de repetir la tenida. Aunque está confusa: no logra identificar con exactitud su deseo; no sabe si su expectativa es salir una que otra vez con él, convertirse en su amante, o si las ganas son de volver a hacerlo en el consultorio. Lo cierto es que se estremece hasta la médula de los huesos cuando le pasa por la mente la idea de hacerlo otra vez en la camilla ginecológica, simulando un examen clínico, como si fuera un juego erótico. “¿Estaré convirtiéndome en una ginecofílica?”

Al cabo de dos semanas la necesidad se hace alienante; Miranda supera su orgullo femenino y llama al consultorio. Responde una voz de mujer que simplemente dice “Aló”, en lugar del correcto “Consultorio del doctor Fulano” como es de rigor. Se identifica como la señora de limpieza. No, el doctor no está; la recepcionista tampoco. Es que este consultorio ahora está desocupado. “¿¡Cómo!?” Sí, el doctor se fue, creo que para Panamá o México; no sé. “¡Mija, de aquí se está yendo todo el mundo! Tú sabes cómo están las cosas en este país. De esta clínica ya se han ido dos doctores”…