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La ciudad del vacío, por Eduardo Sánchez Rugeles

A Ivanna, Pita, Lela, Ro, Fa, Johann y los otros.

“La Copa América sacó lo peor de la venezolanidad”, me dijo recientemente un amigo desterrado. El comentario del apátrida no se refería al nivel competitivo del equipo, su ironía se enfocaba en la vulgaridad de la afición, en la pobreza del lenguaje laudatorio, en el hecho trágico de una sociedad que nunca aprendió a perder y que tampoco sabe ganar. Ecuatorianos, chilenos, paraguayos y peruanos fueron las víctimas de nuestro más valioso patrimonio: el agravio. En aquel tiempo, las trincheras de Facebook y Twitter (la sensible mirada del anonimato) enunciaron una serie de insultos desproporcionados, racistas, incendiarios y prepotentes contra la idiosincrasia de los rivales. Todo, en teoría, con el fin último de celebrar nuestra idea retórica de patria.

Recordé la sentencia del exiliado tras la aparición y destrucción virtual del trabajo de mi exalumna (ad honorem) Ivanna Chávez Idrogo. Hace unos días, en horas de la mañana, la periodista de El Universal, Ana María Hernández, me envió el documento para pedir mi opinión. No sabía, entonces, que se había desencadenado la vorágine. Solo vi un par de minutos. Pensé que se trataba de un cortico cualquiera, de un trabajo experimental sobre cualquier asunto. Distintos compromisos, y el autismo del router, no me permitieron verlo completo. Di una respuesta amable a Ana María y tomé la decisión de verlo más tarde.

En cuestión de minutos, apareció la burla. Cuando tuve la oportunidad de volver a revisar Internet encontré la esencia de esa cosa amorfa, balcánica y gastada que, con paradójico orgullo, todavía se llama Venezuela. La despiadada recepción del trabajo de Ivanna Chávez Idrogo y Javier Pita es un elogio a la intolerancia, un ejercicio de estupidez humana que ilustra a la perfección el conjunto de nuestros más grandes complejos y carencias. De alguna forma, el discurso político triunfó: aprendimos el odio. Actualmente, nuestra cobardía, censurada por la vigilancia militar, el Seniat, Cadivi y la delincuencia común (entre otros), solo puede apelar al recurso del insulto ESCRITO EN MAYÚSCULAS. En lugar de condenar con el mismo ímpetu la triste cultura del asesinato cotidiano, el testimonio inaceptable de un magistrado de la Corte de la Vergüenza o la inoperancia de las instituciones, empeñamos nuestra vocación destructiva, nuestro corazón nazi, en humillar a un grupo de carajitos que, simplemente, expresaron una opinión sobre un tema que los afecta.

Ivanna Chávez Idrogo, Pita, Lela, Johan, Ro, Fa y sus panas no son los responsables de la pobreza de nuestro vocabulario. Los argumentos que sustentan el fracaso escolar en Venezuela son anteriores a la aparición de “Caracas, ciudad de despedidas”. Disfrazamos nuestra ignorancia con la invención de mitos, de referentes que aglutinan el odio bajo la fórmula del chiste. Aparece, por ejemplo (caso patético), el nombre de Alicia Machado. El comentario desafortunado de esta mujer la convirtió en el reducto de una de nuestras mayores taras sociales: la ignorancia. Los guerreros, entonces, armados de mayúsculas sostenidas, ofensas mal escritas, anécdotas ingeniosas e insultos (tristemente) divertidos, destruyeron a la víctima. Porque, curiosamente, en este país de ciudadanos soberbios todos somos licenciados en Geografía, especialistas en Historia Moderna, Letrados, Críticos Culturales, Analistas Deportivos, Politólogos. Aquí, todos lo sabemos todo y, además, tenemos algo que decir sobre todo. En nuestra ceguera (en nuestro narcisismo) confundimos la opinión con la verdad y asumimos esa verdad individual como la única posible. El fracaso de la democracia en este país se funda en la incapacidad de los hombres y mujeres de Venezuela para respetar las perspectivas ajenas; para valorar la inevitable condición del defecto, los vicios, la torpeza y el error como cualidades humanas. El autoritarismo del agravio prela el desarrollo social; la pulsión irreversible de mentarle la madre a todo aquel que no sea como nosotros es uno de los más sólidos argumentos de nuestra falsa épica, de nuestra tragicomedia.

En estos días inciertos, el odio nacional (disciplina olímpica en la que ostentamos uno de los equipos más competitivos) se ceba contra unos chamos que, simplemente, hicieron un trabajo con más o menos defectos, con más o menos estupidez (legitimada por la juventud) y con más o menos talento. (Milagros Socorro hace una lectura interesante sobre las cualidades del documento).

Sé que los muchachos han recibido insultos directos y amenazas contra su integridad física. Sus familias han sido receptoras de un cúmulo inaceptable de groserías. Este testimonio pretende expresar mi solidaridad con Ivanna Chávez Idrogo, Javier Pita, la loca Lela, Johann, Fabiana Briceño y el equipo de chamos que participaron en la muestra. En especial, ofrezco estas palabras a mi amigo Rodrigo Michelangeli y a sus familiares.

Me iría demasiado, je, je. La frase, per se, tiene sonoridad. Un publicista, un redactor de singles, la adoptaría de manera gustosa para promocionar alguna marca. Me fui de Venezuela hace más de cuatro años. Las mejores personas que conozco, por las que siento mayor admiración y respeto, las conocí en este país. Igualmente, por estas calles (como diría el poeta Di Marzo), he tropezado con las peores pasiones y bajezas del espíritu humano. Aquí he conocido seres envilecidos y podridos, vencidos, resignados, soberbios narcisos que buscan su reflejo en las aguas del Guaire (Lautaro Sanz, dixit).

¿Somos un país?, suelo preguntarme en las noches melancólicas del insomnio. El actor Héctor Mayerston, en algún parlamento de Disparen a matar, responde desde la memoria: “Esta mierda no es un país, solo somos un estacionamiento lleno de gente”.

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Texto publicado en el blog de Eduardo Sánchez Rugeles y reproducido en Prodavinci con autorización del autor