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La casa de la historia se ha derrumbado; por Miguel Chillida

Ilustración de Amy Casey

Ilustración de Amy Casey

La emigración ha sido una constante para algunos pueblos desde la antigüedad, como es el caso de la ancestral errancia del pueblo judío. En el presente, muchos países han vivido en carne propia ese difícil desplazamiento y su consiguiente proceso de reacomodo psíquico, físico, mental y cultural. Países cuyos habitantes han tenido que salir en las peores circunstancias, como la guerra y el hambre, en casos de pueblos africanos sometidos a grandes dosis de violencia. Lo cual genera una emigración desorganizada hacia Europa, que consigo trae desacomodo y este a su vez racismo y marginación. Harían falta más políticas migratorias, para una mejor inclusión de esta gente signada por la violencia y la miseria, cosa que en cierto modo ayudaría de una manera más sana a combatir el problema del terrorismo, me comentaba una profesora francesa hace unos días. Son tantas las vueltas de la vida que incluso millones de europeos, durante la primera mitad del siglo XX, cuando el delirio alcanzó su clímax, se refugiaron en nuestras tierras latinoamericanas, que un día sus ancestros invadieron. Esto sólo por poner dos ejemplos, que sirven para demostrar que el emigrante siempre se desplaza hacia donde cree vivirá mejor, en busca de su espacio propio, de su “casa”. Y eso no debería verse así tan simplemente en nuestro desespiritualizado mundo moderno.

La fantasmática ilusión del progreso occidental, aunque bien el perfeccionamiento de las técnicas procuran una mejor calidad de vida (mayor expectativa de vida, la posibilidad de viajar, el resguardo en una morada digna y la garantía de una alimentación formidable, entre otras) es el “norte” de la mayoría de los que nos desplazamos hacia otras tierras. Pero esa ilusión es dialéctica, porque viene acompañada la más de las veces de la doctrina capitalista, que ya Karl Marx con buenas razones criticaba. La explotación del hombre por el hombre y la alienación (vivir en función del trabajo y los productos que este produce: materialismo) son dos conceptos totalmente vigentes en nuestro pequeño siglo XXI. “CAUTION: El cadáver de Marx aún respira”, dice Nicanor Parra en uno de sus antipoemas, y no deberíamos olvidarnos de eso, porque a su vez las riquezas que muchas de las naciones hacia las que los inmigrantes partimos están sustentadas en la explotación de nuestros pueblos y guerras e invasiones contra otros. Y eso podemos comprobarlo leyendo a Julio Cortázar, a Mario Vargas Llosa, a Adriano González León, entre otros titanes de nuestro “Boom Latinoamericano”, así como también haciendo un mínimo repaso por la historia universal.

Pero los humanos somos tristes criaturas, y cuando creemos encontrar una solución a nuestros problemas nos enfrascamos en otro cuerpo de ideas, que en la práctica deja mucho que desear. Así, la aventura ideológica del comunismo en la Unión Soviética, en Cuba, y en Venezuela el “socialismo del siglo XXI”, por ejemplo, han traído, por su radicalización, consecuencias desfavorables. A la clase dominante, artistócrata, burguesa, capitalista, impositora de los valores mencionados, se quiso oponer la pobreza y la miseria como la verdadera moral, en el mejor estilo impositivo y normativo. Y resulta que la mayoría de las personas no vivimos en función de un cuerpo de ideas, sino una pequeña vida cotidiana, que tal vez no sea tan sesuda, pero no por eso menos real. Es más, la cosa reside allí: en el momento en que la realidad se sobreintelectualiza, y las ideas empiezan a ocupar el espacio de la realidad que habitamos, nuestra “casa”. Todos, por supuesto —o al menos gran parte— con el chip del “progreso” metido en la cabeza, sin detenernos un momento a preguntarnos por las repercusiones globales de esa palabra. Por eso, desde la segunda mitad de siglo pasado, este ha sido motivo de ahogo para muchos poetas visionarios, como Baudelaire en su tiempo.

Hay que agregar que en América Latina ese afán, esa necesidad mal aprendida, se suma también a grandes dósis de violencia, y entonces el fin justifica los medios y la violencia se intensifica. Robos, secuestros, extorsiones, tráfico de drogas y lo que esto conlleva (sumado a una falsa moralidad ante el consumo de sustancias, también mal aprendida por nuestros poderosos) forman parte del “pan de cada día”, porque vivimos en la cultura del dinero fácil. De eso también tienen la culpa los medios de comunicación: sutilmente, programas como “¿Quién quiere ser millonario?” introducen esta noción del rápido ascenso social (mayor prestigio, mayor estatus) en nuestra mentalidad y nuestro imaginario. El inconsciente es poderoso, mueve nuestras vidas silenciosamente. Y son cosas que en el día a día pueden pasar desapercibidas, pero una mirada un poco más atenta, asociativa y reflexiva, puede ayudarnos a notar estos matices. Todo esto ya está dicho, sólo resumo ideas de lecturas hechas hasta ahora.

Estando en el exterior me ha sorprendido un fenómeno. Sentado en la mesa de un instituto en el que estudio, veía un grupo de hembras buenotas, rumberas, bien arregladas, irresponsables, sentadas en otra mesa, todas juntas, en manada. Con el tiempo empecé a escuchar y a compartir un poco. Y entonces pude conocer sus historias: muchas tienen los recursos económicos necesarios porque, en Colombia y México, sus padres eran narcos, pero un día se habían visto envueltos hasta la coronilla en una situación de vida o muerte, o simplemente habían querido cambiar de vida, y entonces con la gran cantidad acumulada habían solicitado una visa como inversionistas, o se habían ido un tiempo a la calle, a la miseria, con el dinero resguardado, para solicitar una visa como refugiados. Cosas que uno no conoce en su pequeño espacio (al menos yo), pero que forman parte de este mundo hostil. Una muestra de hasta qué punto impacta la falsa moralidad ante el consumo y venta de drogas, algo absurdo sabiendo que actualmente existe la posibilidad de organizar ese sector del mercado, cosa tan urgente como el matrimonio gay o cualquier otra reivindicación, y lo contrario es violar la posibilidad de que el mundo sea legalmente diverso.

Volviendo sobre las clases dominantes que han impuesto esta falsa moral, cabe hablar del reciente éxodo de venezolanos y sus tipos migratorios. ¿Quién sale del país? Bueno, quien quiere y puede. La mayoría, quizás los primeros, las clases pudientes, a quienes con su cofre del tesoro se les hace más fácil desplazarse. Y consigo llevan a rastras, chirriando como una cadena de hierro pesada y oxidada, sus prejuicios y el “estatus” que les hace creerse más que los demás, cosa que no debe extrañar en quienes por tantos años se debieron a la doctrina capitalista y sus secuaces. Al punto en que “los amos del Valle” dividieron la ciudad entre Este y Oeste, trazando con sus riquezas y sus prejuicios una delgada línea de fuego que hoy razonablemente arde. (Y reflejar esto es el mérito de la literatura chavista, entre cuyos nombres destacan Diego Sequera y Juan Andrés Pizzani, aunque sin embargo respalda a los nuevos “amos del Valle”). Muchos de ellos se desplazaron hacia Panamá, donde ahora quieren repetir el mismo error, porque aún no se han dado cuenta de qué es lo que les pesa. Sobre eso habla un artículo de José Manuel Silva recientemente publicado por la revista “Clímax”, y titulado “Venezolanos en el extranjero: rayados por arrogancia y echonería”. Uno puede huir de una geografía, pero nunca de uno mismo.

Tampoco hay que perder de vista que muchas otras personas se van buscando, sin esa serie de valores desagradables para los demás, los beneficios de “una vida mejor”. Trabajando en silencio, poniendo un bloque y después el otro, sin dejarse arrastrar por la nostalgia o la idealización de un país inexistente (y en otros casos haciéndolo, aún con la doctrina grabada en lo más profundo del inconsciente —casi que digo colectivo—). Y los muchos logros y reconocimientos que su paciente siembra recoge, como un fruto fresco y refrescante. Son matices, facetas de la ventajosa diversidad, que nos permiten reconocernos en nuestros distintos roles sociales. La oportunidad de vernos, así como en esa escena inicial de Boule de Suif en que Guy de Maupasant pone en un mismo carro a todos los tipos sociales que él veía, o creía ver, en la Francia de su tiempo, huyendo de la guerra. La posibilidad desgarradora de ver nuestros errores y enmendarlos o de nunca hacerlo, materializada y accesible gracias a Internet y su potencia globalizante.

Se ha hablado del exilio en Venezuela, aunque esto me parece desmesurado, y en muchos casos una magnificación (por la razón que sea) de las propias circunstancias y decisiones personales. Cuando, por ejemplo, se habla de una literatura del exilio en Venezuela no tengo idea de qué están hablando, porque me parece un tema mucho más complejo que el simple desplazamiento hacia otras tierras, en vista de la desfavorable circunstancia económica, con todos los “desgarramientos” que puedan haber allí, así como tampoco la mayoría de esos desplazamientos se deben a un exilio político, forzado. Álvaro Mutis le dice a Jacobo Sefamí en una entrevista: “Vivo en el exilio, pero es ya un exilio muy profundo. No es un exilio de la tierra colombiana (…) es la convicción de que estamos exiliados donde estemos; donde vivamos somos unos eternos exilados”. Un poco retomando esa idea de Fernando Pessoa sobre el “exilio de uno mismo”. Dentro de ese libro de conversaciones, Jacobo Sefamí conversó también con el cubano y judío, primero castrista y luego anticastrista, alcohólico furioso y también poeta en New York, José Kozer, y este allí elaboró una hermosa perspectiva sobre el desarraigo en la actualidad. La transcribo íntegra para cerrar por ahora:

“Mi casa es ese andar, ese camino. Otra casa no tengo. La casa de La Habana, que fue la más real, se perdió por un azar histórico, por una cuestión coyuntural que no tiene la mayor trascendencia desde mi punto de vista. Esto es así, siempre ha sido así, siempre será así. Lo único que puede hacer el ser humano es vivir lo presente: estar. Quizá en español el verbo ser, al que se le da más importancia, sea un error de percepción gramatical. El verbo más importante tal vez no sea el verbo ser, sino el verbo estar. No hay que ser, hay que estar. Toda la filosofía heideggeriana quizás sea un error de percepción, porque está demasiado fundamentada en el verbo ser. Estar es la sala, la sala donde estoy cómodo, donde reposo, donde reflexiono ante el hogar y dejo que la mente corra y la mente crea ríos de poesía. Ese es el placer, el placer del texto del que habla Barthes; el placer de dejar correr la mente dentro del presente, es la casa. La casa de La Habana se perdió, mi padre perdió su casa en el shtitel; el judío no tiene casa porque emigra, es el vivo ejemplo de la diáspora. Pero, mira, esto que le sucedía consuetudinariamente al judío, ahora le sucede al cubano, y al mexicano, y al argentino, y al indio, y al chino, y al coreano, etc. Ahora sí no hay casa. Históricamente, ¿dónde está la casa? La casa de la historia se ha derrumbado. Nadie tiene casa. Empezamos a ser los primeros seres reales de la historia; se supone que un indio de la India trabaja duro y en un momento dado abandone la vida y hasta la hora de la muerte, peregrine como un mendigo pidiendo limosnas por todos los caminos. Esta imagen de la cultura la puedes universalizar; nos sucede a todos. En cierto sentido para mí esto implica tal vez una nueva fundamentación histórica, una nueva visión del ser humano dentro de la historia”