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La barbarie civilizada; por Rafael Cadenas

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FataMorgana (1985), de Jean Tinguely, durante la exposición ‘Una nueva visión del trabajo de Jean Tinguely’ en el Museo Tinguely en Basilea, Suiza. Fotografía de Georgios Kefalas. EFE.

“La sociedad moderna se ha vuelto loca”, dice Lawrence en su novela El amante de Lady Chatterley. Hoy, cincuenta años después, no creo que le falten pruebas a quien desee defender su punto de vista, pero tal vez no basten: la aqueja una locura que no podemos ver por estar inmersos en ella. Una enfermedad compartida por una mayoría se vuelve normalidad y ocurre una inversión de sentido en las palabras mismas. Hasta es frecuente que la sociedad tache de enfermo al que señala su locura.

Yo siento que esta sociedad es un fracaso, y creo que lo es porque ha olvidado la vida, por haberle dado la espalda, y poner en su lugar valores que se tornan destructivos al no ocupar el puesto que les corresponde.

Un buen modo de conocer cualquier sociedad es preguntarnos cuáles son sus ídolos. La nuestra, la moderna, le rinde culto al desarrollo, a la técnica, a la productividad, al beneficio, a la eficiencia; y la vida, en un vuelco incomprensible para el corazón, pasa a ser medio de llevar a cabo planes que ni siquiera surgen de ella misma sino de la cabeza de políticos, de técnicos, de científicos. La vida como medio ¡qué escándalo! Pero nadie habla de esta subversión.

Voy a referirme al desarrollo, que resume a todos los demás ídolos. Un solo hecho sería suficiente para descalificarlo: desde su perspectiva, el hombre es visto como recurso natural, y esto me parece sacrílego.

Pero podemos seguir invocando razones, una parte considerable de la ciencia –el 90% dice Levy Strauss– (1) está dedicada a combatir los efectos que, en círculo infernal, produce el desarrollo. Esta afirmación se me antoja patente en medicina y ciencias afines a ella.

Las exigencias de la cantidad han llevado a una baja de la calidad en casi todos los órdenes.

Las ciudades se han convertido en inmensos garajes. Van dejando de ser lugares creados por el hombre para volverse hechuras de ese desarrollo para el cual lo humano no existe. Los científicos nos están advirtiendo desde hace años sobre los peligros que ellas representan, pero nuestra capacidad de reacción no está a la par de esa conciencia admonitoria. Lo que Ortega llamaba el lleno las hace incómodas; a menudo escenarios de espera; forcejeos, luchas. El automóvil, de auxiliar del hombre se ha vuelto, por su número excesivo, enemigo público, pero cuyo poder es tal que no puede ser llamado a juicio. Es la principal fuente de envenenamiento que existe, constituye una especie de peste de nuestra Edad Media, y la gran ciudad le quita mucho de su eficacia. Pero no deja de producirse, proliferar, invadir. La ciudad tampoco ofrece espacios para el juego, ni recodos para el vivir propio de la polis, ni siquiera lugares para caminar. En los reducidos agujeros de sus feos edificios se mustia una humanidad que todo lo soporta, que posee una capacidad infinita de vivir sin percatarse del daño que esta civilización le ha hecho, de lo poco que le concede y de lo mucho que ha perdido.

El desarrollo invalida muchos de sus mismos logros, lleva a una destructividad que el mundo no había conocido, y creo que ese es el destino de toda la actividad que se realiza desde una posición que patentiza nuestra más grave pérdida del sentido de lo sagrado.

¿Cómo es el hombre de hoy, el que predomina en nuestro mundo, el hacedor y la hechura de esta sociedad que a su vez pertenece a una civilización?

Es un hombre de ninguna o muy poca religiosidad, aunque pertenezca a iglesias. Carece del don del asombro. Sólo admira si acaso, lo que hacen manos humanas.

Es un ser indigente en lo ontológico, desconectado de la historia, aéreo, sin tierra, al que la técnica le suple carencias que no pueden suplirse, un sonámbulo embriagado con triunfos temibles.

Es también un hombre que cree en un futuro radiante en el cual todos los problemas serán resueltos, perdiendo así el presente, que le llega despotenciado y, paradójicamente, no posee o tiene muy menguada la capacidad de prever; es el hombre menos previsor. Vive en el presente, sin preocuparse de los efectos de lo que hace sobre el futuro, y al mismo tiempo las fantasías de futuro que pueblan su mente desvaloran el presente en que vive.

Es asimismo un hombre al que una historia que lo lleva, ha puesto de espaldas a la cultura humanística en vías de extinción. Me atrevo a decir que la civilización la está destruyendo, y creo que hoy el problema capital no es ya la lucha de la civilización contra la barbarie, de la que tanto se habló en este Continente, sino la lucha contra la barbarie dentro de la propia civilización.

Es un hombre enlazado con el mundo por los medios de comunicación como nunca había ocurrido y, al propio tiempo, limitado por el nacionalismo, portador de guerras. La técnica lo obliga a ser cosmopolita, y sin embargo no puede desaferrarse de su nación. Aunque viaje mucho, no lo sentimos ciudadano del mundo, pues le falta el sentido universal que asociamos con esta expresión.

Es un hombre sometido por esos medios a una desensibilización que le permite recibir con indiferencia todos los horrores de la historia actual que ellos depositan en su casa. Un hombre que no se rebela a la vista del crimen, a quien ningún escándalo estremece. Esos asombrosos medios, que podrían ser formativos, sirven muchas veces a la estupidez.

Es un hombre peligrosamente optimista, casi tan optimista como los políticos. Un hombre que no ve el peligro que él mismo representa, es decir, sin contacto con su potencial destructivo, ese potencial que todos llevamos, y ante el cual se encuentra inerme precisamente porque no lo sospecha, pues no hay educación que se lo señale. Su mundo es sólo el mundo de sus intenciones conscientes, un mundo dorado como el de esos avisos de televisión donde ya no se camina, se flota; donde la magia de la  técnica le muestra al televidente el paraíso al alcance de la mano. Un hombre de gran rigidez interior que contrasta con su interés en los cambios externos. Un hombre que no tiene tiempo porque teme tenerlo; no sabe estar inactivo: ignora que no hacer nada es importante. Un hombre cuyo costado estético se ha debilitado o ha desaparecido; con tendencia a la intolerancia ante las ideas, pero muy tolerante frente a los estragos del desarrollo. Indiferente ante la naturaleza –si pudiera, se pondría a rehacerla– le tienen sin cuidado las heridas que su civilización le inflige: la destrucción de una colina que necesitó millares de años para formarse, el arrasamiento de un bosque, la desaparición de un río. Esta es una época en que los ríos mueren, en que podemos ir a visitar un río y no encontrarlo.

Hijo de una civilización en que la economía ocupa el puesto que antes tenía Dios, en una hipertrofia que se ha extremado, no concibe ya que la conciencia pueda gobernar la sociedad.

“La economía ha disuelto prácticamente todas las estructuras tradicionales de la sociedad en el curso de los siglos XIX y XX; primero la familia, después el municipio, las costumbres populares y la nacionalidad” y al incorporar zonas que estaban al margen ha destruido “los fundamentos espirituales y morales de la sociedad en todos los confines de la tierra” (2). Si tuviera que resumir los agravios de esta sociedad y los rasgos del hombre que esta civilización ha producido, diría que Eros hace mucho emprendió la retirada y no hay signos que indiquen en el mundo un viraje capaz de detenerlo.

Antes no se hablaba de desarrollo sino de progreso. Sobre este punto quiero decirles unas palabras.

Según los estudiosos, la idea de progreso es moderna. Sidney Pollard dice que “la mayoría de los griegos se inclinaban por una teoría cíclica de la historia… Situaciones semejantes se repetían indefinidamente. Otros pensaban en términos de una caída de la gracia, o de movimientos sin ninguna finalidad” (3). La idea de evolución y progreso no encuentra apoyo en la antigüedad. “La experiencia no favorecía la creencia en un movimiento ascensional y la mitología más bien sugería un descenso de la dorada edad heroica” (4).

A. Mazzeo es rotundo: “Antes del siglo XVII la humanidad no conocía la noción de progreso continuo, sin límite, en ascenso lineal desde un estado inferior” (5). “Hasta los renacentistas, que representan un vuelco, sólo expresaban la esperanza de que rivalizarían con la antigüedad clásica en brillantez, saber y gloria” (6).

R. Dodds es más cauto. Matiza más sus afirmaciones y su estudio se refiere sólo a Grecia y a Roma. Dice que sólo en el siglo V y durante un período limitado la idea de progreso penetró en el sector educado de la población. Después de ese siglo las principales escuelas filosóficas le fueron hostiles o restrictivas. En todos los períodos, las manifestaciones sobre esta idea se refieren al progreso científico. La tensión entre creencia en un retroceso moral está presente en muchos autores antiguos, y agudamente en Platón, Posidonio, Lucrecio y Séneca (7).

La idea de progreso logra su apogeo en el siglo XIX. Nadie la expresa mejor en esa época que William Godwin un optimista a toda prueba:

“el hombre es perfectible, o en otras palabras, susceptible de perpetuo mejoramiento… estamos avanzando hacia una situación en la cual la verdad será demasiado conocida para uno equivocarse, y la justicia demasiado habitual para contrarrestarla voluntariamente” (8).

Esto fue escrito mucho antes de las dos últimas guerras mundiales, los campos de concentración, la bomba de hidrógeno, la “sólo mata gente”, el peligro ecológico. En la fantasía de que el hombre es indefinidamente mejorable, la idea de progreso llega a su punto más alto, alcanza alturas celestiales. La sombra queda disuelta en el espejismo.

El entusiasmo ilimitado de Godwin procedía de su fe en el poder del intelecto –no pensaba infortunadamente– en el intelletto d’amore. El único obstáculo ante el progreso era el inadecuado dominio de la razón. Mientras más sepamos, más morales seremos y más capaces de crear con certeza matemática las precondiciones de nuestra felicidad. Sólo se requiere la mejora de la facultad de razonar, la “reasoning faculty” para hacer al hombre virtuoso y feliz.

Seamos sinceros: Godwin tiene todavía continuadores tan fervientes como inexcusables. Si en aquél había candor, éstos bordean la estulticia. Aunque la idea de progreso sea moderna, ellos no pertenecen a nuestra época, no son nuestros contemporáneos. La nota que distingue a nuestro tiempo es un inquirir radical que ha hecho de esa idea uno de sus blancos, abriendo así, negativamente, una vía que pudiera conducir a una vida diferente, de ritmo más natural, en la que sea mayor la gravitación del presente. Siento que ya es hora de que los hombres para quienes la cultura es cosa vital, no barniz, digan su rechazo, su gran rifiuto, al progreso que padecemos, salvándolo y salvándonos de la autodestrucción.

Hoy la palabra mágica que usamos es desarrollo. La civilización tecnológica moderna señorea el mundo. Se ha extendido por todos los rincones del planeta. Avasalla como un destino todos los países y seríamos hipócritas si nos diéramos a condenarla enteramente al paso que utilizamos sus logros. Señalamos sus calamidades a fin de propiciar la reflexión.

La ciencia y la técnica son indispensables, y bien gobernadas, su reverso negativo, que parece difícil de evitar, mermaría considerablemente; pero no pueden encarar el problema humano que en mi sentir es esencialmente psíquico.

He tratado de señalar, a grandes rasgos, algunos aspectos de la civilización a la que pertenecemos, la civilización que América Latina ha adoptado acríticamente; aunque en un tiempo se creyó que nuestro Continente podría darle otra fisonomía más humana, y se escribieron páginas vehementes que nos asignaban a los hombres de estas tierras el oficio enorme de custodios del alma. ¿No ha ocurrido aquí más bien lo contrario? Muchos de los males de esta civilización se han acentuado, y debilitado muchos de sus bienes. Sus efectos están a la vista. Ha sido muy implacable con el medio ambiente, indefenso entre nosotros frente a la barbarie de una técnica desbocada, más voraz; al servicio de gobiernos presuntuosos, imitativos, apresurados, sin sentido de preservación, o de empresarios y comerciantes cuyas tropelías caen en el campo del delito, una técnica literalmente en manos de malhechores. Ha sido más desconsiderada también con el ser humano, que en los países industrializados, donde goza de un trato digno. Con su aceleración despiadada ha quebrantado el vivir de un Continente que no ha sabido modularla ajustándola a su propio andar, a los dictados de su psique. Es ésta la que ha tenido que ponerse al compás de ese desarrollo, y todavía no conocemos la magnitud de los estragos que le ha causado, pues sólo podemos ver algunos de ellos. El cambio constante, obsesivo, febril es psíquicamente inasimilable. El alma necesita un tempo exterior, necesita que el mundo no se mueva aceleradamente, con la velocidad que esta civilización le impone. Cuántas veces no vamos a un lugar y no está o ya es otro; el de nuestro querer, ya sólo existía en el recuerdo. Nuestra memoria ha sido arrasada. También las tradiciones, la música, la artesanía de nuestros pueblos se extinguen. Pronto serán material de museo. El desarrollo industrial no conoce sentimientos.

Cultura implica conservación, cuido amoroso, guarda del legado que la humanidad va pasándose; no es así este desarrollo. ¿Serán conciliables ambos términos? Habría que exigirle tal vuelco al mundo que planteárselo hoy es ingresar en la utopía.

Esta civilización –y el hombre que ella produce– ha tenido críticos implacables: casi todos los escritores de este siglo. Ellos han hecho una crítica a fondo, la crítica de la vida, como decía Mathew Arnold; crítica que está presente en la obra de los autores que mejor expresan nuestra época, en Mann, en Lawrence, en Huxley, en Camus, en Miller, en todos los escritores que han creado el espíritu de este siglo, y quisiera preguntar, ya que están aquí varios conocedores de la literatura latinoamericana, si en ella hay una actitud de crítica radical semejante a la de estos autores. Mi exposición quería desembocar en esta pregunta pues tengo la impresión, no sé si equivocada, de que nuestra literatura tiende a quedarse en los confines del problema social, problema válido pero sumamente limitado, o se complace en un virtuosismo técnico, sin sangre, en juegos con el lenguaje, como si tras ellos estuvieran esperándonos inauditas revelaciones, en un experimentalismo que a veces parecería tener como única finalidad demostrarnos que el autor es inteligente, lo que me parece muy juvenil; o se adorna con un latinoamericanismo un tanto deliberado que muchas veces se convierte en un obstáculo para ver al hombre sin más, y cuidado si también en velo que nos impide vernos aun a nosotros mismos como latinoamericanos. Tal vez estas limitaciones no la dejan llegar hasta las raíces de la vida, adentrarse en la crisis del mundo moderno que ya es también nuestro mundo.

Parecería que estoy contestando mi pregunta; pero créanme no es así. Trato de llevar a ustedes unas cuantas impresiones mías susceptibles de enmienda. Tómenlas como una invitación.

1. L’Express. Conversaciones sobre la nueva cultura. Editorial Kairos, Barcelona, 1973. p.265.
2. Eugen Bohler. El futuro problema del hombre moderno. Alianza Editorial. Madrid, 1967. Pp. 153-164
3. Sidney Pollard. The Idea of Progress. Penguin Books, 1971. P. 16.
4. P.18.
5. Citado por Sidney Pollard. p. 20.
6. Citado por Sidney Pollard. p. 21.
7. R. Dodds. The Ancient Concept of Progress. Oxford, 1974.
8. Citado por Sidney Pollard.
Plaza Altagracia, 1981. Curaduría: Josefina Núñez