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Karma, por Lucas García

En algún momento de los noventa, de cuya fecha exacta de verdad no quiero acordarme, me desperté luego de una noche de juerga.

Sí, todos tenemos un pasado de zagaletones.

Me desperté como a las once, un día de semana. Caminé por la casa con la cabeza masticada por un tiranosaurio. Cada sonido amplificado y con eco. Esa sensación de pasearse por la cubierta de un barco sometido a los embates del mar.

Preparé un café bien cargado, bebí litros de agua. Debía ser época de vacaciones, porque no recuerdo ninguna premura para irme a estudiar o cumplir con otra cosa que no fuera horizontalizarme y rendirle culto al dios del Lexotanil.

Encendí el televisor.

Pasaban un programa de opinión. Eran los tiempos de Cristina. El formato de talk-show estaba en su prehistoria latinoamericana. A uno ya le daba medio náusea aquello, pero no podía preverse hasta donde iba a llegar. Además, esa mañana la náusea era endógena. Yo era el primer productor de náusea del país.

“¿Sabe usted donde están sus hijos en la noche?” era el tema. Sociólogos, psicólogos juveniles, padres preocupados compartían con una miscelánea de muchachos que pasaban apenas de los 18. Dónde rumbeaba nuestra juventud y qué cochinadas impensables hacían en esas rumbas parecían ser las interrogantes principales. Los muchachos defendían su derecho a la expresión individual materializada en borracheras y guateque en antros de moda.

Un pana se lamentó de que sus padres no le dejaban cumplir con su destino manifiesto. Improvisó unos pasos que Madonna ya había hecho famosos en “Vogue”. Recibió el aplauso de sus contemporáneos y la mirada horrorizada de las generaciones anteriores.

— ¿Ves? ¿Ves? dijo desesperado el pana al terminar ¡Yo soy un artista! ¡Yo nací para bailar!

Lo catalogué inmediatamente de imbécil. En ese momento pusieron tomas grabadas en distintos locales nocturnos. La cámara hizo zoom en una pista de baile. Rockatanga, creo. Un escalofrío me recorrió el espinazo. Ese tipo inmóvil entre los cuerpos agitados por la música, mirando hipnotizado los estroboscópicos, era yo.

Yo, que jamás pisé Rockatanga.

Aquello era una señal, ¿pero de qué? ¿Se me estaba yendo el yoyo con la rumba? ¿Alcanzaba nuestra generación la masa crítica de la fatuidad? Al malestar de la resaca se le sumó el pánico del friqueo. Y las preguntas siguieron en el aire, el programa concluía. El pana del baile cerraba la emisión haciendo lo suyo del “Vogue”, con los créditos arrollando su cuerpo espástico.

— ¡No vuelvo a beber más nunca! dije francamente trastornado. Por supuesto jamás cumplí esa promesa.

Fastforward

Hace un par de semanas entré en una de esas tiendas de impresión con un trabajo urgente. Se me había estropeado la impresora en la ofi y tenía que sacar unas láminas para una presentación. Llené los formularios y le entregué el pen-drive a una chama.

— Esto es de vida o muerte, ¿eh? le dije a la chica.

Me indicó que volviera en media hora. Me tomé un café, pero algo en las tripas me susurraba que por ahí venía una vaina.

Cuando volví a la media hora, las copias estaban listas y estaban malas.

— Se lo doy al muchacho y lo arreglamos, mi amor… me dijo la chica. Mi estómago seguía apretado. “¡No caigas con el mi amor de esa chama, Lucas!”, me alertaba. No le hice caso. Fui a tomarme otro café.

Media hora después todo estaba peor. El segundo juego estaba entre incompleto y errado. Mi estómago se había dejado de susurros.

— ¡Ponme con el tipo que está haciendo esto! le dije a la chica. Miré el reloj. Iba tardísimo para la presentación. El futuro era una torta enorme.

Entonces la chica me condujo con “el muchacho”. Tardé un  momento en reconocerlo. Estaba más gordo y se había dejado el pelo largo, pero era el pana del “Vogue”. Una década y pico más tarde había reaparecido para echarme aquella tronco de vaina.

El error fue no dejarlo bailar, fue lo único que pensé.