Oficio de lector

Ida y vuelta a la patria, por Luis Yslas

Por Luis Yslas | 19 de septiembre, 2013

Pàsaporte640

El viaje que alteró mi nacionalidad estuvo a punto de dejarme varado como un Snowden cualquiera en el limbo de las fronteras migratorias. Se trata de la vez que salí del aeropuerto de Maiquetía como peruano y una semana después regresé al país como venezolano.

Desde 1979 viví en Venezuela con visa de residente, al igual que mis padres y mi hermana, los cuatro peruanos de nacimiento y recién llegados a un país boyante: todo horizonte, todo barato. Un paraíso para los desterrados de las dictaduras y bancarrotas latinoamericanas.

Poco antes del Viernes Negro, en un gesto que aún no me atrevo a catalogar de visionario o temerario, mis padres solicitaron la naturalización familiar en la otrora Onidex —actual Saime—, organismo que nos condenó a un largo olvido burocrático que primero nos sumió en la extrañeza y luego en la resignación. Al Estado no le interesaba nacionalizarnos.

O eso creíamos.

23 años después, un par de días antes de mi viaje de vacaciones a Buenos Aires, hacía yo mi cola en la Onidex para un trámite de rutina: retirar mi pasaporte peruano que había dejado allí para renovar mi visa de residente, requisito obligatorio para circular en el país, o para salir de él. Estaba nervioso, como es natural en esos ámbitos kafkianos donde sólo cabe esperar la demora y el maltrato. Luego de una hora de cola, llegué por fin a la ventanilla, donde un funcionario bigotón me entregó mi pasaporte y me espetó:

—Esto no te sirve, ya eres venezolano.

—¿Qué?

—Te salió la naturalización, chico.

—Pero si yo viajo pasado mañana a Argentina…

—Olvídalo. Tienes que ir primero a la Gaceta Oficial. Luego sacar tu cédula. Y los pasaportes para naturalizados no se están tramitando. Hay que esperar, mínimo, dos años.

—¡Dos años! ¡Pero si yo viajo en dos días!

—Siguiente…

Cuando quise reclamar con más ímpetu, aun sabiendo que no había mucha esperanza ni visa de residencia en esta tierra, una señora que estaba detrás de mí en la cola me palmeó los hombros y exclamó bolivarianísima: “¡Felicitaciones, mijo, ya eres de los nuestros!” Ni la miré. Me di media vuelta y salí de allí más confundido y venezolano que nunca.

Al llegar a la casa temblaba de indignación. Entendí por qué ese año había salido una naturalización engavetada desde el siglo pasado: en pocos meses habría elecciones presidenciales.

Igual decidí intentar mi salida del país —mi país—, aunque el viaje semejaba más una fuga que unas vacaciones. Fui a la Gaceta Oficial, donde me dieron un papel sellado en el que aparecía mi nombre en una lista de nuevos ciudadanos venezolanos. Con eso y el pasaporte de ex peruano supe que no habría muchas probabilidades de salida. Era venezolano, pero no tenía documentos que me permitieran viajar con esa identidad. No era peruano, pero tenía un pasaporte que me permitía simular que aún lo era. Todo mal.

Al cruzar la zona de embarque en Maiquetía, puse mi mejor cara de póker. El personal de inmigración apenas revisó mis papeles. Pasé. Pero aun en mi asiento, temía que algún funcionario subiera al avión y me detuviera por apátrida. Ya era un paranoico. Naturalizado. Finalmente el avión despegó y me dediqué a pensar en la semana de librerías, carne y vino que me aguardaba en Argentina.

Días después, mientras masticaba un trozo de bife e hincaba el tenedor en una bandeja de papas fritas, me volvió la incertidumbre ontológica en un café de la Avenida Corrientes. Yo era un desarraigado feliz en una ciudad que me servía de pausa antes de retornar a ese otro país en el que había vivido 27 años como extranjero.

¿Y si volvía al Perú a pedir un reajuste patrio? Descarté la idea: allá mi extranjería no sólo era oficial; era existencial. Venezuela era la tierra donde había estudiado, en la que tenía un trabajo estable, a mi familia cercana, a mis amigos. Pedí más papas y vino. Me estaba poniendo nostalgicón y dramático.

¿Y si buscaba trabajo en Buenos Aires? Total, si debía arreglar mis papeles de ciudadanía desde cero, qué más daba hacerlo en cualquier país.

Pedí la cuenta. La decisión estaba tomada: regresaría a Venezuela. Era lo más lógico. Mi sensación de extravío, incomodidad y molestia al saberme naturalizado era signo inequívoco de mi nacionalidad. Yo pertenecía a esa idiosincrasia de la zozobra. Perdonen la tristeza: era venezolano. Pagué y me fui a un show de tangos.

Una vez de vuelta al Simón Bolívar de Maiquetía, camino a la alcabala de inmigración, sólo deseaba repetir la suerte que tuve al salir. Una joven de uñas acrílicas me gritó que era mi turno y al acercarme me pidió el pasaporte. Apenas lo hojeó, levantó la mirada y me dijo lo que ya sabía desde hacía una semana:

—Su residencia en el país está vencida. Así no puede ingresar.

Le respondí que sí podía, que yo era venezolano. Silencio. Uñas. Me buscó en los registros de su computadora. Ya no existía como extranjero. Tampoco como venezolano. Le extendí la hoja de la Gaceta Oficial. Era la única prueba de mi identidad. Ella dudaba. Yo sudaba. Más silencio. Volvía a teclear en su computadora. Me veía de reojo. De pronto me preguntó en qué parte de Venezuela vivía, dónde había estudiado, en qué lugar trabajaba. Yo respondía con exactitud, pero nada, no lograba convencerla de que éramos compatriotas. De los nervios casi le canto el himno nacional, y aunque el síndrome Manuel Guerra aún no existía, preferí guardar silencio. En esas volteé y vi las vitrinas del Duty Free. Me imaginé en una de esas tiendas en los días por venir, gastando mis últimos bolívares en Torontos, deambulando como un Tom Hanks reducido en una versión subdesarrollada de The Terminal.

Volví a las uñas. La joven dejó de teclear y esgrimió una pregunta que más bien era la constatación de su asombro:

—¿Así que usted salió del país como peruano residente en Venezuela y ahora regresa como ciudadano venezolano?

—Sí, esa es mi situación–, le respondí, francamente cansado.

Ella sonrió y antes de dejarme entrar al país me regaló una confesión y un consejo:

—Primera vez que me toca un caso así. Pase y arregle sus papeles, hágame el favor.

Y eso he hecho desde entonces, como la mayoría de mis paisanos: arreglar a diario mi papel en esta tierra.

***

Publicado en SieteDías de El Nacional el 1 de septiembre de 2013.

Luis Yslas (Lima, 1972). Licenciado en Letras por la UCAB (1995). Director de la editorial venezolana Madera Fina. Ha colaborado para publicaciones venezolanas como El Nacional, Prodavinci, entre otras. Es autor del libro de aforismos A la brevedad posible (Libros del Fuego, 2015). Lector a tiempo completo. Twitter: @luisyslas. E-mail: luis.yslas@gmail.com.

Comentarios (5)

Bolivar Lojan
19 de septiembre, 2013

Hola Luis

Eso que te pasó es común, las historias viajan rastreras por entre los migrantes y cada uno de nosotros vamos mejorando las formas de salir de esos atolladeros.

Nací en Loja en la frontera con tu país y llegué a Venezuela, “la nueva Patria” en 1968. Cuando iba de vacaciones a Ecuador pasaba por las miles de angustias, porque los gobiernos militares ecuatorianos de entonces pedían una retahíla de documentos: permiso de la zona militar, del gobernador (que a su vez era militar), de mi comandante y más hierbas. Cargaba yo el pecado de ser remiso castigado (no haber servido a mi gloriosos ejército, pero sí multado, ya que envié papeles desde Venezuela en su oportunidad). Me bajaban de la mula tantas veces como fuera necesario, por lo que dejé de ir a visitar a mi gente por muchos años. Por fin me nacionalicé venezolano y pude ir a Ecuador, con pasaporte venezolano, libre de problemas. Pero Oh sorpresa, por una falla en el registro de la base de datos, mi última salida, de Ecuador no constaba y no podía entrar a mi país de origen porque ya no era ecuatoriano y había violado sus leyes, según la Constitución ecuatoriana anterior, perdía la condición de tal, al tomar otra nacionalidad. Deportarlo fue la orden, no importó mi madre enferma, haber nacido en mi Lojita linda, nada de nada. Un militar se apiadó y me dejó en un retén militar mientras llegaba mi comandante (así decían en aquel entonces y ahora también). Se apiadaron de mí y dejaron entrar con una visa de turista de treinta días; por cierto pagué multa por excederme.

Finalmente llegó a la Presidencia ecuatoriana un desconocido que conocía nuestras desventuras de migrantes a veces forajidos. Promovió una nueva Consitución que devolvió nuestra nacionalidad. Tengo doble nacionalidad desde hace tres años. Podría ser Presidente de Ecuador, aunque no de Venezuela, algo que nunca me he planteado porsia, los derechos no son iguales en todas partes, por eso hay que pelearlos.

Como el pastor del libro “El alquimista” regresé cargado de títulos y tristezas (incluyendo profesor titular UDO) a mi pueblo, , que casi se vuelve fantasma, como Ortiz de Casas Muertas, porque la gente salió por miles hacia las Europas y otras tierras, dejando abandonados sus tesoros aquí y sus casas por allá. Todos tenemos historias. Gracias por la oportunidad para contarlas.

Tu historia me conmueve.

Giancarlos
19 de septiembre, 2013

Nunca imagine, que me iba a reír tanto (llevo media hora riéndome, creo, que mis compañeros del trabajo, me están empezando a ver como un loco, de tanta risa batiente) con este relato, para nada pretencioso. Muy bueno. Sr. Luis muy preciso, con cada coma y cada punto. Un relato muy limpio y comedido! Gracias por compartir su historia ¡hizo que equilibrará – durante media hora – mi cabeza y corazón.

Paulo
20 de septiembre, 2013

La CRBV acepta la doble nacionalidad. En algún momento, en que los pasaportes venezolanos se tardaban en ser emitidos y he tenido que viajar, he entrado y salido por Maiquetia con un pasaporte extranjero sin ningún problema. Solo hay que indicarle a las autoridades que se es venezolano por nacimiento o naturalizacion con su debido soporte (cédula o gaceta).

Luis Yslas
21 de septiembre, 2013

Bolívar: te acompaño en el sentimiento, en el desarraigo. Las fronteras siempre nos ponen a prueba.

Giancarlos: me alivia saber que aquellos apremios migratorios tuvieron un efecto catárquico.

Paulo: la CRBV, por lo visto, es dúctil en materia de nacionalidades ajenas. Aunque ahora el papel venezolano que a muchos nos impide viajar sea el papel moneda. Gracias por aclaratoria.

Sarimar Jimenez
21 de septiembre, 2013

Durante los años en que la Constitución de Venezuela no contemplaba la doble nacionalidad, recuerdo haber vivido similar angustia cada vez que entraba y salia de Venezuela. Nací en Puerto Rico, de madre venezolana, me vine a vivir a Venezuela a los 10 años. No faltaba un agente de aduanas que me diera un discurso porque no era legal. Al final, aqui estamos, aqui seguimos, tan o mas venezolanos que muchos nacidos en este territorio

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