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Hablaremos la patolengua; por Rubén Monasterios

Hablaremos la patolengua; por Rubén Monasterios 6401

El asunto empezó con la innovación idiomática de usar la distinción de géneros a diestra y siniestra: bomberos y bomberas… con el propósito de crear la apariencia de inclusión del sector femenino de las colectividades nacionales, supuestamente relegado hasta ser redimido en el luminoso presente nacional; pero, en realidad, con ello sólo han logrado volver redundante el discurso y −¡Bendito sea Dios!− darle un acento exclusivo; es decir, del todo opuesto a la intención. En efecto, en correcto castellano el género masculino es la forma inclusiva: una frase como “los alumnos de esta clase” se refiere a varones y hembras, en tanto “las alumnas de esta clase” es la forma marcada o exclusiva. Infortunadamente para la buena parla del idioma, la influencia del poder llevó a seguir la viciosa la práctica aun a personas críticas a la barbarie imperante.

A la innovación, siguió la marginación de palabras, llegando hasta la prohibición legal de vocablos comunes del idioma (decir “conserje” ahora es un delito), a suplantarlos por palabras eufemísticas ampulosas (trabajador residencial por la citada, y esta joya: afrodescendiente) y hasta circuló una cómica proposición de penalizar el uso de la palabra mono para designar a una persona.

No le presté demasiada atención a esa singularidad de manipular el lenguaje, hasta ocurrírseme darle una relectura rápida a la novela 1984 de George Orwell (1949). Descubro claves que me inquietan apenas me paseo por sus páginas.

Orwell refleja en 1984 la sociedad soviética bajo la dictadura de Stalin, involucionada hasta configurar el sistema totalitario perfecto. Una autocracia sometida al Gran Hermano, omnipresente personaje de quien no sabemos si es real, o un ente inventado por el todopoderoso Partido único. El supremo líder inspira reverencia y miedo en una colectividad condicionada mediante la propaganda intensiva de valores colectivistas, y sujeta a vigilancia constante. El adoctrinamiento de la población en el pensamiento único comienza con el nacimiento de la persona y refuerza ese aprendizaje el castigo despiadado. Se penaliza el ideadelito, que es pensar individualmente. Otro crimen gravísimo es cualquier divergencia del comportamiento normado por el poder; equivale a traición al líder, al Partido y a la patria, que vienen a ser lo mismo, al ser conceptos amalgamados en el Gran Hermano.

La piedra angular del control absoluto es la manipulación de la lengua. Al reconocer la conexión entre el habla y el pensamiento, el Partido lo hace en función de dominar la mente de las personas e impedir todo razonamiento contrario a la ideología única; determinadas palabras han sido eliminadas, o sustituidas por otras, o se ha establecido nuevo significado para ellas. “Libertad” en el neolenguaje significa “obedecer al Partido”, tanto como en el contexto del chavismo un soplón ha pasado a ser un “patriota cooperante”, con lo que una conducta repugnante se convierte en un acto heroico. En la obra de Orwell, quien vive en libertad (vale decir, sumiso al poder) es un es un ciudadano doblemasbueno, sustituto de “excelente”.

El término doblemasbueno ejemplifica la simplificación del mecanismo del habla; ¿para qué usar otra palabra más complicada cuando es más fácil decir lo mismo con vocablos simples? Tal condicionamiento impuesto por el Partido tiene como propósito que la gente termine hablando en la patolengua, una jerga elemental consistente en graznar como un pato, emitiendo las palabras desde la laringe, sin intervención de los centros cerebrales del lenguaje.

Es poco menos que exacta la correspondencia de esta escalofriante ¿ficción? con la realidad de la Venezuela de nuestros días. Podría tratarse de un capricho del Big Brother doméstico. No obstante, hilando fino, el fenómeno también admite la interpretación de ser un plan en el marco del dominio de la sociedad nacional. El perverso proyecto de idiotizar a las masas, animado por el principio de que cuanto más embrutecido esté un pueblo, más fácil es de manipular.

Lo aprecio así a la luz de la gramática generativa de Noam Chomsky. Su lingüística es una teoría de la adquisición individual del lenguaje y una explicación de las estructuras neuronales y principios más profundos del mismo. Y viene a lugar reseñar las coincidencias entre su obra y la de Orwell. En su novela Orwell anuncia las teorizaciones del científico, naturalmente mediante un discurso diferente, el suyo para nada académico, sino narrativo y de intención sarcástica. Y en sus ensayos, el científico desarrolla aspectos del pensamiento del escritor. Chomsky aborda el análisis del pensamiento único y en el llamado Problema de Orwell, planteado por el lingüista, se refiere a la capacidad de los sistemas totalitarios para inculcar creencias que son firmemente sostenidas y muy difundidas, aunque carecen por completo de fundamento y a menudo contrarían francamente los hechos obvios del mundo circundante. Uno de los recursos, o tácticas de poder, es, precisamente, la manipulación del lenguaje y, dada la relación entre este y el cerebro, su consecuente efecto idiotizador en la mente de las personas que forman un colectivo.

El lector escéptico argumentará que hace falta inteligencia para tejer una trama tan refinada; es cierto, pero también lo es que las fuentes conceptuales de las dictaduras históricas más siniestras se encuentran en ideólogos que, no por indiferentes a los derechos humanos y opuestos a los valores democráticos, dejan de ser lúcidos. Lenin mismo fue un pensador respetable; ni qué decir de Marx y Engels. El brillante poeta, dramaturgo y militar héroe de guerra, Gabriel D’Annunzio, respaldó activa y teóricamente el fascismo de Mussolini, entre otros notables de la inteligencia italiana. Su doctrina hermana, el nazismo, recurrió abusivamente a postulados de Nietzche, contó con la adhesión de Heidegger y entre sus precursores figuran Gobbineu y Chamberlain, teóricos del racismo, en su momento intelectuales relevantes; hoy sus especulaciones están relegadas al cajón de las pseudociencias, sin que por esa razón dejen de ser influyentes en vastos sectores de la comunidad mundial. Norberto Ceresole, nutrido de esas doctrinas, y asesor temprano del chavismo, fue un científico social.

Los ideólogos del Estado Totalitario y forjadores de la ilusión de la redención de los desposeídos por ese modelo, no han sido los demagogos que lo han implantado, sino intelectuales constructores de teorías convincentes. Ceresole, artífice de estrategias destinadas a realizarlo, encontró en Hugo Chávez al político hábil dispuesto a aplicarlas. De hecho, todo cuanto ocurre en Venezuela tiene algún basamento en las ideas del sociopolitólogo argentino. Otros científicos sociales que en uno u otro momento actuaron como asesores del “proceso” fueron Allan Wood y Dieterich; el primero un reconocido filósofo marxista; catedrático de varias universidades europeas; aunque ─sea dicho al desgaire─ sus sólidos fundamentos teóricos no lo hicieron un certero predictor en asuntos políticos; en efecto, anticipó que la revolución chavista sería de punto de partida de la Revolución Mundial… y ya ven.

Y clarifico mi lenguaje: ¡rehúso decir “bolivariana”!; lo creo ofensivo para el Libertador.

Heinz Dieterich Steffan es sociólogo profesor titular de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de México, cercano a Chomsky y estudioso de la realidad política latinoamericana. Se le señala como una de las figuras más sobresalientes de la corriente sociológica Nueva Escuela de Bremen. En su momento de influencia sobre Chávez, creyó encontrar en su movimiento político la posibilidad de configurar en la realidad sustantiva sus ideas respecto al Socialismo del Siglo XXI (título de uno de sus escritos, 2007), y en su líder al verídico ejecutor del proyecto. No obstante, el arbitrario, voluntarioso e inconsistente sujeto se le salió de la ruta. A medida que se incrementó su delirio de grandeza pasó por alto sensatos consejos e hizo lo que vino en gana, hasta concluir en el desastre actual.

Ocurrió con el mentado proceso lo que un profesor marxista de la Escuela de Filosofía de la UCV, al principio simpatizante del chavismo, a breve plazo distanciado, dijo de su actitud disidente: “Yo estoy exactamente en el sitio donde he estado toda mi vida. Los que cogieron por cualquier parte fueron ellos”. Cuando el buen juicio y el saber científico del uno empezó a chocar con el hinchado ego y la elementalidad conceptual del otro, el último se sacudió al primero; pero Dietrich no se desinteresó del proceso: continúo observándolo. En declaraciones recientes afirma que Maduro dirige uno de los gobiernos más ineptos de la historia de América Latina; también comenta que Chávez asumió su idea del socialismo del s. XXI, pero no la supo ejecutar.

Lo que sigue siendo un enigma es cómo llegó el gobierno venezolano a concebir y poner en práctica sistemáticamente un proyecto inteligente y refinado de manipulación del lenguaje como recurso de ejercer poder sobre las masas, por cuanto las citadas no son cualidades que lo caracterizan. Se me ocurre que, a propósito de descifrarlo, la clave se halla en Dieterich; en efecto, sugiero seguir la siguiente pista:

Noam Chomsky, lingüista, tenedor de la información sobre uso del lenguaje en función del ejercicio del poder, autodenominado “socialista libertario” y simpatizante del anarcosindicalismo, crítico acérrimo del capitalismo ➙ Dieterich, sociólogo marxista, asociado a Chomsky, cuya información comparte; estudioso de la política latinoamericana, asesor de Chávez: líder de una supuesta revolución socialista ➙ manipulación del pueblo mediante el uso perverso de tecnología lingüística.

Desde luego, no es más que una hipótesis con sustento observacional. Aunque, por ahora, es lo único que nos aproxima a una explicación del cómo llegó el gobierno venezolano a concebir la idea de hacernos hablar la patolengua.