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Franco Micucci: La arquitectura del desperdicio; por Cheo Carvajal #CCS450

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Franco Micucci retratado por Mauricio López

Franco Micucci habla a gran velocidad. La primera vez que lo escuché, hace unos doce años atrás, me impresionó su capacidad de compactar ideas sobre Caracas, que recurrentemente expone en espacios académicos, institucionales o donde la militancia de lo urbano lo reclama.

Él es arquitecto egresado de la Universidad Simón Bolívar, donde es profesor desde 1993 y actualmente jefe del Departamento de Arquitectura. Realizó una maestría en Diseño Urbano en la Universidad de Harvard (1992), y es profesor en esta materia en la Universidad Metropolitana desde hace 20 años, pero también en otras universidades, dentro y fuera de Venezuela. Trabaja en una firma en colectivo con muchos arquitectos jóvenes, Micucci Arquitectos y Asociados. La sede de la Alcaldía de Baruta y el mercado de la Urbina son dos obras que los vinculan a la escala del municipio.

La entrevista la realizamos en su estudio, y arrancamos informalmente a conversar sobre la escala del ámbito municipal, poniendo el ejemplo de la plaza de Los Palos Grandes, “es un caso emblemático, un espacio público que pidió la comunidad y que el municipio tuvo que atender; identificaron el único sitio posible donde hacerlo, que era un pequeño centro comercial, que demolieron para generar ese vacío”.

—El municipio fue como el gran agente de cambio de los años 90 en Venezuela, con los primeros ejercicios de descentralización, sobre todo en Maracaibo, Valencia, Barquisimeto y por supuesto Caracas. Ahí se entendió la noción de lo público como algo muy directo, desde el casquito del vigilante de tránsito de Irene, que era una manera retratar al Estado en la ciudad por primera vez, porque evidentemente la figura del gobierno central y regional eran muy lejanas al ciudadano común.

—Muchos piensan que la escala municipal no es la más cercana para transformar las ciudades, desde la participación de la gente. Y muchas decisiones en las alcaldías no toman de veras en cuenta los deseos de las comunidades.

—Pero no debería ser, porque las instancias están creadas y se contempla la participación de consejos comunales y asociaciones de vecinos, desde proyectos de mega escala urbana hasta los más elementales. Los presupuestos participativos deben ser decididos por las comunidades para que se les asignen recursos en función de los problemas que se identifican en los planes, los estudios, o en los procesos electorales. La gente tiene que ser consultada, evidentemente todo pasa por un filtro, porque ninguna gestión urbana puede complacer solo lo que la comunidad pida, el deber es traducirlo y transformarlo en algo que realmente sirva para múltiples objetivos. Ahí pasas del problema a la oportunidad, que creo es la gran clave del juego.

—Una comunidad puede pedir que enrejen sus calles.

—Y tú lo tienes que traducir: “usted necesita más seguridad”, por lo tanto la reja es una de las opciones, pero hay otros mecanismos que garantizarían mayor seguridad y ahí es donde entra la visión del Estado. Muchos municipios creen en la obra como una valla publicitaria, pero la mejor obra es la gestión, aunque a veces es difícil porque no se ve, no gana votos. Las obras son una oferta engañosa pero más eficientes en ese sentido, porque actúan como propaganda política. Obviamente son necesarias, una gestión sin obras no es garantía de que haya transformación sustancial, o que se puedan resolver los problemas que identificamos.

—Dijiste “las rejas son una opción”, ¿lo son?

—Depende, hay espacios cerrados a modo de jardines del siglo XIX, parques que se abrían y cerraban. Una reja no es simplemente un dispositivo que se instala, hay que entender qué rol cumple, qué diseño tiene. Es una oportunidad para hacer una obra de arte, un elemento con un valor más allá del utilitario, cosa que no siempre ocurre. A veces la reja existe porque hay espacios que quedan indefinidos. En la ciudad tradicional donde el borde entre el espacio público y el privado es la pared del edificio, no hay opción para la reja. En esta visión moderna del espacio en que se retira el edificio, aparece el jardín al frente y comiezan a aparecer, desde las urbanizaciones más remotas hasta las más centralizadas.

El ordenamiento tiene que manejar estos espacios a nivel de diseño, para que siendo privados estén abiertos al público. Se puede sustituir la reja por desniveles que produzcan condiciones de terraza, bordes más gentiles, más comercios en las plantas bajas de los edificios que activen esos retiros de frente para no necesitar la reja. En el fondo, terminan poniendo rejas para cuidar unos espacios que no utiliza nadie y terminan quedando estériles. Si todo el bulevar de El Cafetal tuviera comercios en planta baja, esas plantas bajas serían increíbles, por lo que significarían para una avenida de esa envergadura, sería realmente un bulevar.

—¿Crees que es factible que espacios como el bulevar de El Cafetal hagan en algún momento esa conversión?

—Va a ocurrir en la medida en que vaya desapareciendo el automóvil como la figura que garantiza la movilidad en la ciudad. No solamente ocurrirá en Venezuela, hay estudios de la Mercedes Benz que dicen que Uber (servicio de taxis) va acabar con la compra de vehículos, en las ciudades todo el mundo va a utilizar el servicio de taxis y va a desaparecer el vehículo privado. Al desaparecer el vehículo privado, esos estacionamientos dejan de tener sentido, como ya dejan de tener sentido sectores como La Candelaria que fueron planificados en los años 60 para tener estas torres inmensas con cuatro pisos de estacionamiento teniendo una estación de metro a dos cuadras. Van a empezar a ocurrir nuevos usos, espacios infantiles, actividades comerciales, depósitos. El Cafetal no va a ser un espacio urbano como el bulevar de Sabana Grande, estamos hablando de una densidad comercial difusa, con espacios abiertos, de terrazas y jardines. Lo que pasa es que está ocurriendo mal en Las Mercedes, está ocurriendo mal en Chuao y no queremos que ocurra igual en El Cafetal.

—¿Cuál es el papel de los arquitectos en ese cambio de uso? Algunos asumen en automático esa visión de ciudad que exige rentabilizar al máximo el metro cuadrado de la parcela, sin crear esa interfaz entre lo público y lo privado.

—Eso se define como caos versus planificación. Hay que tener cuidado porque hay un punto medio. Hay cambios que ocurren espontáneamente en las ciudades, no porque la ciudad sea perversa sino porque hay necesidades que seguro los planificadores no detectan a priori y ese poquito de caos también es necesario como indicador de cambio. Me refiero a la mezcla de uso. Si en sectores como Las Mercedes se planificase mejor el tipo de ordenanza que se aplica, y la arquitectura demuestra que es posible mezclar vivienda con comercio, donde se pueda caminar, como pasa en Colinas de Bello Monte o en Los Palos Grandes, lograrías modelar pequeños sectores de ciudad, demostrando que esos cambios de uso pueden ocurrir ordenadamente, sin que se vean afectados los vecinos ni los que trabajan en un sitio.

A veces los planificadores creemos que decidimos cómo va ser la ciudad, pero la ciudad tiene una inercia, una lógica propia que deriva de su propia condición humana. Como planificador lo que tienes es que darle forma a ese cambio, tratar de inducirlo en la dirección correcta.

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Franco Micucci retratado por Mauricio López

—¿Hay en Caracas nuevos proyectos de arquitectura que apunten en esa dirección?

—Creo que hay pequeños ejercicios. Un ejemplo es el Centro Comercial San Ignacio, que tiene como contraparte al Sambil. Uno es más rentable que el otro, pero el San Ignacio genera un sistema de acera de borde, con cafés y restaurantes, un espacio público central mucho más abierto, más integrado.

—¿Y proyectos más recientes?

—El Millenium también va en esa dirección. Lo que quiero decir es que hasta elementos importados en nuestra propia concepción urbana, como el centro comercial, se van tropicalizando, venezolanizando, no solo en cuanto al tema climático, sino a la propia lógica de las culturas y eso es positivo. En términos de arquitectura pública está lo que se hizo en Chacao en los últimos 15 años, que contribuyó no solamente a equipar con pequeños parques, bulevares y aceras, sino también a cambiar la lógica de la ciudad. La calle Élice o el bulevar Uslar Pietri, logran que el centro comercial se convierta en ciudad. Si yo tengo un flujo de gente que va al Sambil, que es una cápsula hermética, privada, yo puedo hacer que la dinámica del centro comercial afecte positivamente y mejore el espacio público de ese lugar y por lo tanto la arquitectura se vea mejorada automáticamente: mi comercio tiene más valor, los apartamentos son más vendibles, se remodelan edificios.

Quizás eso no pasó tanto en la avenida Francisco de Miranda, a pesar que también se vio transformada, porque seguramente el proyecto fue tímido, a lo mejor necesitaba un par de carriles de transporte público exclusivo, para que la sección transversal fuese más fácil de cruzar, teniendo paradas de autobús en el medio, como el Transmilenio en Bogotá. Quizá así los edificios de la avenida Miranda se hubieran visto impactados positivamente, como en la Élice y la Uslar Pietri.

Lo que es importante en un centro comercial, como el San Ignacio o el Millenium, es su capacidad de transformar un entorno y no solo la dinámica del dueño de una parcela para su beneficio. El Sambil peleó muchos años para tener la entrada por la autopista. Le prohibieron ese acceso porque era ilegal, y entonces asume la entrada por arriba. El Sambil es el primer sorprendido de ese flujo de gente que terminó siendo su mercado real, la gente que llega en metro. Luego, al tener ese flujo el centro comercial impactó todo el entorno, para bien en algunos casos y para otros quizás no tanto.

—El mall de repente se da cuenta de que la dinámica urbana es otra, ¿qué pasa con la autopista a la luz de esa reflexión?

—Ahí entra la visión utópica, no tan distante porque ya ha ocurrido en muchos sitios. En Madrid se hundió una autopista para generar un paso alrededor del desvío, pero eso está pasando en Medellin, que está “a dos cuadras”, en una ciudad menos rica que Caracas. Ya hicieron casi 300 metros de parque lineal alrededor del río, hundiendo la autopista. Hay también la capacidad de domesticar las autopistas, permitiendo mayores cruces, que su condición infraestructural se transforme hacia una visión más local, sobre todo si se consolidan circunvalaciones que hagan innecesario atravesar la espina vertebral de una ciudad como Caracas. Así pudiéramos llegar a una avenida, que puede ser más rápida que la propia autopista, que es uno de esos grandes espacios a ser revisados a través del concurso del pensamiento sobre la movilidad en la ciudad. Habría que generar un proyecto metropolitano para el río Guaire que es la gran herida de la ciudad que nos divide entre norte y sur.

—Esta visión las has trabajado desde tu experiencia de diseñador urbano. ¿Consideras, como docente, que esta visión ha impregnado a los nuevos profesionales de la arquitectura?

—A pesar de la crisis que viven las universidades en Venezuela hoy día, creo que las generaciones actuales están mucho más formadas y sensibilizadas sobre el objeto de la ciudad. La formación del arquitecto se ha ido diversificando, ampliando. Ya en la ciudad no participan solamente los diseñadores de edificios, participan ambientalistas, sociólogos, urbanistas, abogados. El tema de los barrios hace 25 años eran “dos o tres loquitos”, como Teolinda Bolívar o Federico Villanueva, que tocaban ese tema en la universidad, pero para muchos otros era totalmente vedado. Incluso esos barrios no existían en la cartografía. Lo clave es que ya la preocupación por la ciudad va desde la escala más chiquita, del que tiene que hacer un pequeño edificio de viviendas o la remodelación de la planta baja de un edificio, hasta el que se pregunta por los grandes planteamientos urbanos o las dinámicas sociales de los sectores más desfavorecidos.

—No es ya el tema del edificio.

—No, es pensar en la ciudad. El sector, la organización, el modo de vida, el espacio público, que es uno de los conceptos más abstractos, el diseño del vacío, del espacio compartido, de lo no visible: el pavimento que caminamos, la vegetación que nos da sombra, los elementos utilitarios que iluminan en la noche o el equipamiento que lo hace útil son preocupaciones cada vez más importantes. Parte del éxito de las gestiones públicas municipales más recientes tiene que ver con que ha habido profesionales más dispuestos a trabajar en estas materias. Aunque en nuestra ciudad se dejó de pensar en global, a pesar de los esfuerzos del Distrito Metropolitano. No ha habido integración efectiva entre los cinco municipios, por razones políticas o por el manejo de las autonomías municipales.

Las universidades y los colegios profesionales tienen que abordar las mecánicas de asignación de proyectos públicos: mayores licitaciones, concursos para todas las obras públicas. En eso Venezuela está muy atrás comparado con Colombia, Chile o Brasil. En Colombia licitas hasta el fragmento de acera más importante. Es responsabilidad del arquitecto conceptualizar y llevar la obra a cabo, que quede bien ejecutada, con transparencia y honestidad, porque el arquitecto al final es quien construye. Eso para mí es como un dogma.

—En Caracas hay mucho por hacer y si pensamos en los concursos para esas distintas escalas, de lo pequeñito hasta lo macro, tendríamos por delante un amplio panorama de trabajo.

—Los concursos serán la verdadera evidencia de la transformación de nuestro sistema político, el ejercicio de la democracia real. Un concurso no es nada más un tema de diseño, se refiere a la posibilidad que una comunidad participe en la conceptualización del proyecto, que el municipio la acompañe, que decidan los recursos, y que los profesionales de la arquitectura y la ingeniería lo desarrollen. Luego viene la gestión de los propios espacios públicos, como pasa en las unidades de vida articular en Medellín, con espacios alrededor de los tanques de agua en los barrios, con infocentros, espacios de danza y música gestionadas por la municipalidad con la comunidad participando en ellos. Tienen internet gratuito, hay policías, seguridad, una dirección de infraestructura que mantiene el agua limpia. Lo político se construye fundamentalmente en lo urbano y haciendo política en lo chiquito podemos tener mayor éxito en la política a lo grande.

—Una digresión ¿cómo definirías, en ese contexto que estás dando, el espacio público?

—El espacio público es la condición más sofisticada de la ciudad, por lo que definía de la esencia del vacío: es el espacio que tiene forma pero no es visible, es el aire que compartimos, pero a la vez el de las relaciones sociales donde todos nos comportamos como viandantes, como niños que jugamos en la calle. El espacio público define a la ciudad, es el sistema circulatorio por excelencia del cuerpo de la ciudad y es la parte que tiene que estar más sana de cualquier organismo, porque al final en ella ocurre todo. Tiene que ser fractal, ir desde el cuerpo central, que genera el corazón de la ciudad, hasta la última vertebra y arteria que lo sirve. Lo importante es concebirlo como sistema: el espacio público no puede ser parcelas, fragmentos. Tiene que funcionar como un sistema que permita recorrer la ciudad entera, sean muchos kilómetros o apenas 300 metros.

El gran proyecto pendiente es el espacio público, porque Caracas fue planificada por los vialistas en la estructura y por los urbanistas que zonificaron los terrenos para darle densidad de construcción, pero el espacio público quedó como materia pendiente. Se hicieron arquitecturas gigantes de espacio público, como el  parque del Este o el parque Los Caobos, pero eran cuerpos como bolsas, destinos no articulados al resto de la ciudad. Hay que tener cuidado de no confundir espacio verde con espacio público, en el fondo Caracas tiene más verde que ninguna otra ciudad, pero es la ciudad más mezquina en espacio público.

—La calle del barrio, a pesar de no haber sido diseñada, es un espacio público intenso e interesante.

—Claro, porque la calle no es el espacio del vehículo sino de la vida de la gente, el espacio público por excelencia, y va desde la avenida, la escalinata, el callejón hasta el pasaje peatonal. Lo que importa de la calle es que sea espacio de todos.

—A veces desde la planificación se yerra en ese diseño porque lo que define el espacio público, como dices, es la dinámica social. Vemos plazas que están muertas, o que tienen caminerías por donde la gente no camina.

—Ahí cabría un aspecto de humildad de parte de parte de los técnicos, en reconocer que no es lo que uno quiere sino lo que la ciudad pide. La ciudad necesita esas inteligencias colectivas. Democratizar la ciudad hace que esa calle que refieres, con su escalinata, no sea “del barrio” sino de la ciudad. Hay que derrumbar la idea de que el barrio es un recinto solo para los que lo habitan. Hay que integrar, que subamos al barrio para entender sus cualidades, distintas a otros espacios y con valores sustanciales. El hecho de que en el barrio no haya tantos automóviles, que sea sobre todo peatonal, es un gran valor para la ciudad del futuro. Muchas personas van a decidir vivir en un barrio porque no quieren tener carro, porque quieren una ciudad más limpia, menos ruidosa, más segura para los niños.

Si el proyecto de la Miranda hubiera ocurrido simultáneamente con un proyecto de transporte público como el Bus Caracas, hubiera sido más completo. No se trata de querer que la gente camine, que saque su carro de la acera. Si no resolvemos el problema del transporte público seguramente la gente tampoco va a caminar.

—Bajarse del carro amerita opciones de transporte para que la gente, pero también has hablado de los municipios como escala para hacer ciudad. A veces pienso que si las gestiones municipales hicieran cumplir la norma de que las aceras, aunque mínimas, son para la gente, esta ciudad cambiaría radicalmente de un día para otro.

—Los municipios tienen que alejarse de la visión represiva. Tiene que haber instrumentos de regulación y mejores conductas en el uso de los espacios públicos, para que el automóvil se estacione solo en los sitios designados y que haya menos presencia de vehículos, pero eso se hace ofreciendo más y mejor transporte público. La gente no va a dejar de utilizar el vehículo privado si eso no ocurre. Todavía en Caracas llegas más rápido en carro a muchos sitios, todavía consigues estacionamiento fácil y muy barato.

En Caracas muchos estudios municipales todavía hacen demasiado énfasis en la oferta de estacionamientos. A mayor oferta de estacionamientos, más tráfico de vehículos y mayor cogestión. Hay que minimizar razonablemente la oferta de estacionamiento, pero tampoco vamos a hacer una locura como la Misión Vivienda, que ni siquiera pone estacionamiento para las motos. Los usuarios de esos apartamentos seguramente no tienen carro, pero al menos hay que planificar un sitio donde estacionar la moto. En las ciudades todas las ofertas de movilidad son necesarias, desde la peatonal hasta la aérea si es posible, pero tienen que estar racionalizadas, definir donde son apropiadas y donde no.

—Mencionaste canales exclusivos de transporte de superficie en la avenida Francisco de Miranda. También han aparecido el Metrocable y el Cabletrén. ¿Cómo te imaginas el transporte público en Caracas en los próximos 20 años?

—Caracas es una ciudad, por su propia naturaleza geográfica, muy densa en algunas partes, carentes de espacio, a diferencia de Maracaibo o Barquisimeto, que todavía pueden darse el lujo de apostar al vehículo porque tienen avenidas amplias. Caracas no lo puede seguir haciendo, hay que devolver más espacio al peatón, desde Prados del Este hasta Petare. Desde el último cerro o desde la urbanización más remota, la gente tiene que poder montarse en un autobús que lo lleve a un terminal intermodal donde escoja ir en Metro, en autobús, en Transmetrópoli, en bicicleta, para llegar a su destino. Eso no es una utopía, y las condiciones geográficas de la ciudad nos impone hacer uso racional del espacio.

—¿En el caso de los barrios?

—Cien por ciento peatonales. En el barrio hay que garantizar formas de accesibilidad más inteligente. El Metrocable fue un ejercicio cuestionado porque la planificación de las estaciones no fue la correcta. Hay gente a la que le conviene llegar abajo a pie que subir a la estación para volver a bajar. Hay que estudiar lógicamente el sistema, y además debe venir acompañado de mejoras en la superficie. En Medellín, en la ruta del metrocable también hay una conformación superficial que permite caminar, andar en bicicleta e incluso el paso de vehículos donde sea necesario. Hay metrocables que pueden subir gente y bajar basura, son soluciones de múltiple y diverso tratamiento a nivel tecnológico como a nivel de planificación que se pueden implementar.

El Metrocable y el Cabletrén son sistemas de transporte con la misma lógica parcial de las autopistas de los 50, ejercicios de ingeniería vial sobrepuestas a las tramas urbanas que no entendieron la necesidad de integración del espacio público. Llevan gente del punto A al punto B, cuando lo importante de ir del punto A al B es lo que logras hacer en ese trayecto, lo niveles de integración que se hacen con las comunidades, generando valor urbano.

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Franco Micucci retratado por Mauricio López

—Volvamos a la parte baja de Caracas.

—Volviendo al caso de la avenida Miranda. La famosa “milla de oro” del metro eran los terrenos más devaluados de Caracas. Se le monta un sistema de transporte público que les da un valor enorme, que luego ganan los dueños de las parcelas. Luego el municipio adecuó las aceras para que la gente pudiera caminar. Si el Estado pone un sistema de transporte público, automáticamente le da valor urbano a ese terreno, que se traduc en una plusvalía que luego debería cubrir las mejoras urbanas, de cloacas, de aceras, de servicio para que luego venga el inmueble privado. Nosotros lo estamos haciendo al revés, incluso en ciertos sectores como Las Mercedes donde ese cuento de la plusvalía existe pero esas mejoras urbanas tampoco han ocurrido sustancialmente. El proyecto de la Rio de Janeiro está pendiente, las aceras a levantar están peor y los edificios no aportan mucha mejora a la ciudad.

—Acabas de tocar Las Mercedes, tema recurrente en otras entrevistas. ¿La arquitectura que se está desarrollando ahí no es demasiado homogénea?

—Yo la defino como “arquitectura del desperdicio”. En ese sector de Las Mercedes la mitad de los estacionamientos que están construyendo tienen un costo elevadísimo porque son en vertical. Afectarán el espacio público porque brindan los primeros pisos de los edificios a los carros, que son los espacios más exitosos en términos comerciales. Pudieran generar mayor vida urbana pero los están castigando con unos grandes contenedores de vehículos que mañana dejarán de tener sentido, porque van a tener dos estaciones de Metro. Eso será en menos de diez años como Sabana Grande, ¿qué sentido tiene dotar un sitio como Sabana Grande de estacionamientos, porque en tu concepto la gente que va a utilizar esos edificios solo va a llegar en carro? Recuerda lo que pasó con el Sambil.

Yo entiendo la lógica de los promotores, incluso los prejuicios de los usuarios que si no tiene cuatro puestos de estacionamiento no compran oficinas en ese sitio. Pero es mentira que todos los edificios de oficina tienen que tener estacionamiento en esta y en ninguna otra ciudad del mundo. Si haces una estadística de los usuarios más de la mitad llega en transporte público. El supuesto cliente posiblemente llegue en carro, pero no todos. Además, hay formas inteligentes de distribuir esos estacionamientos, Las Mercedes pudiera tener cuatro o cinco grandes en los perímetros y forzar a una situación más peatonal en el centro de ese recinto urbano, asumiendo que los bordes pueden ser espacios que reciben nuevos centros comerciales como Paseo Las Mercedes.

—¿En el fondo es una visión clasista, esa idea de concebir la ciudad para el carro? Hay quienes entienden lo público, incluyendo el trasporte, como destinado a un sector de la población sin acceso al carro.

—Más que clasista es tonta e ineficiente. En el fondo si dejas de ver al vehículo privado y los estacionamientos como un bien exclusivo, podrías redistribuir todos los estacionamientos de Caracas. En el día estarían llenos por la gente que trabaja y en la noche estarían llenos por los residentes, ese sería un uso más eficiente. El concepto de esa propiedad, donde nada es compartido, puede ser clasista. Antes en Las Mercedes podías caminar, ahora para qué vas a caminar si llegas en carro al sitio y seguramente no tienes ni que salir del edificio. En realidad esa es una clave: la posibilidad que ganes no solamente con tu propio inmueble, sino que ganen todos tus vecinos, porque vas a pasar por delante caminando y esas tiendas y esos restaurantes adquieren mayor valor. Mientras sea una política de la parcela, en vez de una del conjunto, no lograrás construir ciudad. Ese es el gran despropósito de una ordenanza como Las Mercedes, que simula ciudad, pero una colección de edificios no hacen ciudad.

—Desarrollar una ciudad implica nuevas centralidades. Las Mercedes es una centralidad, pero la manera como se está desarrollando apunta a su pérdida. ¿Dónde te imaginas nuevas centralidades de Caracas?

—Las Mercedes va a dejar de ser una centralidad porque al desaparecer el componente residencial no habrá centralidad, será muy activa en el día pero en la noche estará muerta. Una centralidad real es algún sector de Chacao, La Candelaria o parte del centro de Caracas, que son mixtos: tienen comercios, instituciones, oficinas, pero también viviendas. Caracas está llena de centralidades y es una ciudad forzada a ser policéntrica. Altamira se convirtió en un centro sin proponérselo, y eso es más mérito del Metro que de la planificación urbana. Petare es una centralidad. Cuando hablo de Petare no me refiero al casco sino a una visión más amplia: la centralidad de Petare arranca en El Marqués, porque los terminales de transporte público han ido migrando y es una dinámica que se extiende, más alargada que circular.

—¿Ves centralidad en algún barrio o sector popular?

—El Valle y Coche son centralidades potenciales, más allá incluso de lo que se decida sobre ellos. La centralidad no se decreta, emerge poco a poco. Baruta es una centralidad, porque el pueblo se cruza con La Trinidad, con la Universidad Simón Bolívar, una zona que es industrial, comercial, hay mucha vivienda y tiene un centro histórico. El municipio Libertador no es una centralidad, ahí hay más de siete, La Candelaria o sectores de San Martín tienen su propia lógica. Esa es la belleza de Caracas, una ciudad que puedes recorrer y encontrar condiciones urbanas muy parecidas, pero con gran caracterización formal, por su propia geografía, por su propia arquitectura y por sus propios espacios públicos. Eso es lo que obliga a que las redes de espacio público sean más fuertes. En la medida que Caracas no se reconozca como una, nunca vamos a funcionar bien, ni como sociedad, ni como ente político.

—¿Dónde crees que podemos subir la densidad desde la vivienda social, con este criterio de centralidad?

—Primero, hay que reconocer la densidad como un valor positivo. Seguramente la prensa ha hecho mucho daño en ese sentido. El gran encanto de Manhattan es la densidad, solo que tiene que estar bien administrada. Para manejar esas densidades necesitas muy buen transporte público. Segundo, la Misión Vivienda fue un criterio para el aprovechamiento de los terrenos disponibles, pero no fue una visión pensada sobre cómo insertar esa densidad en áreas centrales, reconociendo la planta baja como un valor, los comercios, las áreas productivas, los espacios de encuentro e integración. Tercero, la integración depende de los equipamientos urbanos, yo puedo tener dos grupos sociales incluso antagónicos en sus niveles de procedencia, pero si el espacio público y la escuela son la misma, esos grupos se reúnen. Eso ha pasado en una escuelita de Bello Campo, donde van los niños del barrio y de la urbanización y no hay fricción, como el Metro.

La Misión Vivienda no es mala, lo que hay es una mala política de inserción porque no se incluyó la variable del espacio público y el equipamiento urbano como elementos de inserción social. Por otro lado, los proyectos son indiferenciados, da igual que estén en el centro de Caracas que en la avenida Libertador o en Catia. Ahí entra la buena arquitectura, por eso defiendo la idea de los concursos como política de Estado. La vivienda social no es solo la que construye el Estado, también es una vivienda en alquiler. Si tuviéramos una política sana desde el punto de vista jurídico, en sitios como Chacao tendríamos vivienda social para jóvenes que se quieren independizar. Eso ha desaparecido porque alquilar es casi una amenaza.

—Hay quienes expresan que no necesariamente debemos ser propietarios de la vivienda.

—Puedo entender que alguien renuncie a tener vivienda propia, porque se puede dar el lujo de alquilar toda su vida, porque quiere vivir itinerando o porque la oferta de alquiler es tan buena que decide vivir toda la vida alquilado. En Caracas la lógica de la vivienda propia es tan fuerte porque nunca tenemos seguridad y la vivienda equivale a seguridad.

Por otra parte, una casa puede dividirse en cuatro, en cinco o seis pequeños apartamentos, pero eso también está prácticamente prohibido por las ordenanzas actuales. Si se permitiese un crecimiento orgánico, ordenado, eso permitiría incrementar densidad poblacional sin incrementar la densidad de construcción. En Campo Alegre y El Rosal hubo sustitución de casas por edificios, pero la ciudad no ganó nada: no se ganó en comercio, ni en espacio público. Se ganó en estacionamientos: hay edificios en El Rosal que tienen el mismo espacio para dos automóviles que para dos personas por apartamento, 72 metros para dos personas y 72 metros para dos carros, más el espacio de circulación, eso es irracional. Yo preferiría los 144 metros de apartamento y un transporte público a dos cuadras.

—Se habla mucho de La Carlota, potencial parque público, pero también están los campos de golf del Caracas Country Club y los del Valle Arriba. ¿Ves a futuro los campos de golf como parques?

—Yo sí creo. Hay gente que habla de modalidades de uso compartido público-privado, que son factibles. Hay versiones más radicales, que dicen que si permites a los propietarios de las parcelas vecinas a esos campos construir condominios de lujo, ganarían muchísimo más dinero que tener el privilegio de ese campo de golf, y serían capaces de convertirlos en espacios públicos. Hay fórmulas que permiten que los espacios sigan siendo privados con pequeñas concesiones, hasta llegar a un espacio completamente público. A lo mejor sería más inteligente ceder el punto de contacto con Chacaíto, para tener un parque pequeño, equivalente a plaza Altamira, y además resolver un problema vial en ese punto de la ciudad.

Querer que ese espacio sea público no es pecado, siempre que el propietario de ese terreno sea indemnizado. Lo que sí creo es que hay que mantenerlo como espacio abierto, no solo porque son espacios verdes que tienen gran valor ambiental, sino porque no hay necesidad de construir sobre los pocos vacíos que nos quedan. Más bien densificar las áreas que ya edificadas o los bordes que permiten ese espacio público. Tampoco ganaríamos nada convirtiéndolos en espacio público si los bordes siguen siendo embajadas o casas de familias. Sería un parque para ellos. A lo mejor la zona baja puede tener un carácter, la media otro y la zona alta otro carácter, hay formas de compartir el espacio. Si tuviera ciclovías, trochas que permitieran llegar al Ávila sin necesidad de entrar sino disfrutándolos desde afuera, al menos sería una forma de compartir la belleza de ese lugar. Vivimos en una ciudad con miedo al otro y nos estamos encerrando entre murallas.

—Sabemos que esos muros no han incidido positivamente en la seguridad.

—Eso lo sabemos tú y yo, pero hay mucha gente que sigue creyendo que esa es la gran solución. En el fondo es al revés: en la medida que abres más y eres más gentil, la ciudad es más gentil contigo también.

—Hay un muro que ni siquiera permite ver el campo pegado a la Francisco Miranda, que antes podíamos ver a través de una cerca.

—Un poco en serio, un poco en broma: si lográramos hacer una operación de abatimiento de los muros, lograríamos tener las mejores aceras de la ciudad. Al final todos esos muros van a desaparecer, como ya han desaparecido muchos. Quedarán algunos reductos que recordarán lo trágico que fue, pero es un proceso gradual, no violento, impuesto. Es un proceso de negociación, como en todas las ciudades, donde tiene que haber una relación ganar-ganar. En eso los municipios son los actores fundamentales porque, volviendo a los campos de golf, para esas 300 personas que practican ese deporte, seguramente hay mil soluciones más eficientes en otras partes de la ciudad. Para ellos eso puede tener un valor sustancial que redunda en su propia calidad de vida, siempre es bueno tener un parque enfrente por su valor ambiental. No accidentalmente en una ciudad como Nueva York, las áreas aledañas al Parque Central son las más exclusivas, ahí no vive nadie que gane sueldo mínimo.

—Solo implica tener la disposición a mezclar.

—Pero también hay que resolver esa patología de Caracas: si analizas nuestros parques, parque del Este, Los Caobos, su relación con el perímetro es muy mala. Son bolsas verdes sin relación transversal. Es más difícil para alguien de Los Palos Grandes llegar al parque del Este que alguien que venga de La Lagunita a trotar al parque. No tiene sentido venir de La Lagunita a trotar en el parque del Este, se necesita una oferta de parques en Valle Arriba, en el Country, en el Este y el Oeste de la ciudad, en las colinas del Sur. Un sistema de parques que permita que todo el mundo tenga un parque cercano a su espacio de vida.