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Fragmento de ‘Objetos no declarados’, el nuevo libro de Héctor Torres #Literatura

Compartimos con los lectores de ProDaVinci, en nuestro blog #Literatura, el texto titulado “Cotidianidad”, un fragmento de ‘Objetos no declarados’, el nuevo libro de Héctor Torres en el catálogo de la Editorial Punto Cero, que ha cedido amablemente este texto que pueden leer a continuación.objetos no declarados

Mi ventana tiene vista hacia una avenida que desconoce la calma. Quizá en cierto momento del domingo. O en ese inadvertido segmento de la madrugada en el que los hombres se recogen para la inspección celestial. De resto, en ese mundo que se mueve dentro de ese marco azul, rara vez hay sosiego.

Desde allí, una noche, casi al amanecer, vi a tres psicópatas golpear con tubos a un chorito mientras le  eclamaban por una batería, convencidos de que ellos eran decentes y el otro un criminal. En otra noche silenciosa pude seguir, en un gran plano secuencia, el robo de una moto a punta de pistola, desde el instante en que se le fueron acercando y, apuntándolo, le dieron alcance desde otra moto, hasta que, luego de alejarse sin dejar de apuntarlo en ningún momento, la aturdida víctima corría, ciega de miedo, cada vez que escuchaba una acercarse por la calle.

He visto autobuses y carros incendiándose frente a una bomba. Y, en esa misma bomba, una pelea que degeneró en trifulca cuando un hombre usó un tubo con el que «apagó» a su contendiente. Y a ese contendiente a punto de ser atropellado por un camión en retroceso que intentaba huir del zafarrancho. Y, en esa misma bomba, a un zamuro robar la cartera a un hombre cuyo cuerpo desplomado yacía aún en torno a su sangre tibia. Recuerdo que amanecía un 25 de diciembre.

No para él, por supuesto.

He visto policías pasar cada tanto martillando a los buhoneros de la zona y turbios negocios a los que nunca les conseguí explicación. Vi a un comerciante en moto neutralizar a sus atracadores a tiro limpio. Y a un loco perseguir a unos ladrones, calle arriba, disparando mientras corría. Vi, en tiempo real, toda la secuencia en la cual dispararon a un policía motorizado que se acercaba a un carro sospechoso, siendo que el disparo fulminante se lo propinó una mujer. La víctima era un moreno voluminoso que no tenía menos de cuarenta años y que dejaría viuda y quién sabe cuántos huérfanos.

He visto choques estrepitosos y hasta una persecución policial que terminó en cacería, justo frente a mi ventana. Como en una foto, aún puedo ver a los efectivos de la Disip asomando el largo cañón de sus plateados y poderosos Magnum 357 (cuando era la Disip, cuando usaban revólveres) por la ventana del carro, disparando sin apuntar. Era de tarde y aún recuerdo a una vieja vecina llorar porque en algún hogar una madre se quedaría esperando a un hijo.

Esa tarde el cielo indolente nos regaló un óleo con rosa y azul. He visto atracos y personas arrolladas. Y motos rodando por la acera, a contravía, y por el pedacito de avenida que queda entre el autobús que se detiene y la acera. Y motos rodando por la acera. Y motos rodando por la acera. De policías, de ladrones, de trabajadores, de vagos… motos rodando por la acera.

O resolviendo sus problemas de liquidez estrellándose contra parachoques.

He presenciado con irritada fascinación cómo una chopper atravesó la avenida de punta a punta a alta velocidad, dibujando un arco de estruendo en el negro silencio de la madrugada. Y a motorizados no pararse más nunca del asfalto a donde fueron a parar, luego de un inesperado, breve y brusco vuelo.

A uno lo bauticé como El Gato y le puse una esposa que se cansó de esperarlo.

He visto a una chica llorar desconsoladamente la muerte de su perro, una hermosa nena abrazando a una hermosa bestia del color del trigo. Y a un perrito recuperándose en silencio, exhibiendo su casta y su sabiduría ancestral. Y actos hermosos, como el del señor que arriesgó su vida para tranquilizar a un perrito callejero, desorientado en medio de los carros que no se detenían. Pero también un grupo de motorizados impedir a un hombre llevar al hospital a su mujer a punto de parir, porque había chocado con uno de ellos.

Es decir, la suprema heroicidad y la suprema idiotez en el mismo pedacito de calle. He visto parejas enzarzadas en discusiones interminables hasta bien entrada la noche. O agrediéndose. Y guerra de botellas entre bandas. Y a mujeres maltratadas por el marido atacar a policías que intentaban ejercer algo de «justicia» espontánea contra el agresor. Y a otras golpear a hombres que prefirieron huir antes que ceder a sus impulsos animales. Y a dos haitianos discutir una madrugada con una rabia más cercana al dolor que al odio, y a uno de ellos alejarse sin mirar atrás mientras el otro se quedaba toda la madrugada en la misma esquina, despierto y sollozando.

Asustado, como si estuviera atrapado en una pesadilla.

He visto los raros instantes de paz que tiene la tarde y a los esperpénticos e increíbles seres que paren las madrugadas, como morlocks salidos de grietas y alcantarillas. Y escenas que producen una mezcla de miedo y deseo, como aquella joven con falda y tacones vagando de madrugada bajo un aguacero.

He visto marchas, injusticias policiales y malandreos a inocentes que hacen hervir la sangre. Y peleas callejeras sanguinarias. Y una venganza ejecutada desde un carro del que se bajaron dos negras, fuertes como pitbulls, para rajarle la cara a una chica delgada que venía del trabajo, «para que nunca se te olvide que Chucho tiene mujer».

Y una espesa nube de mariposas amarillas tupir el azul pálido de la tarde.

Me he atormentado con la idea de ver a mi padre parado junto al árbol que está frente a mi ventana, porque ya estaba muerto y no se pudo  despedir. Y a las chicas del neighborhood crecer, cada vez más hermosas o más marchitas. Y nenas lindísimas que nunca son las mismas y nunca cesan de gotear, como un riachuelo de maravillas. Y padres amorosísimos llevando todas las mañanas a sus niños bien peinados a la escuelita de al lado. Y doñas mimando a sus perritos falderos como si fueran los niños que no tuvieron. Y a mi hijo pequeño haciendo sus primeros «mandados», llenándome de tonto orgullo e injustificado terror. Y a un osito de mi hija caer al vacío para no regresar jamás. Y a mi hijo mayor haciéndome olvidar un discurso forjado en ansiedad y rabia, porque, después de todo «está vivo, coño».

Y besos febriles y desfachatados y lascivia anónima y parejas jugueteando como cachorros, persiguiéndose, escondiéndose y fingiendo enfado, como si estuvieran (y, de alguna manera, están) en el parque de sus ensueños y no en una sucia avenida caraqueña. Y a mi mujer, entre la gente, acercarse por la calle, como una más pero radiante, como solo ella.

Y el mundo oscilar del amor al miedo y del miedo al amor, en un vaivén perpetuo.

Y atardeceres rosas, celestes, grises, púrpuras, amarillos, que dan ganas de llorar, de tan indescriptibles. Atardeceres que limpian todas las penas humanas, para compensar que, después de todo, el pobre hombre, ese que se niega a abandonar este mundo a pesar de todos sus lamentos, vino a él sin saber por qué ni para qué.

Un marco azul, que es una ventana y que es también una ciudad y un mundo.