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Firmas y disparos, por Naky Soto

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El propio Hugo Chávez decidió en 2009, al término de un partido de sóftbol, decretar el 2 de febrero como un día de júbilo nacional con consecuencias legales para quienes no lo acataran. El motivo era celebrar sus 10 años de ascenso al poder, a pesar de compartir la fecha con los también electos Jaime Lusinchi (1984), Carlos Andrés Pérez (1989) y Rafael Caldera (1994).

El culto personalista al líder ha experimentado matices obsesivos tras su fallecimiento, convencidos de que sin él es improbable sostener la cohesión de sus fuerzas, justo cuando las consecuencias de sus decisiones se multiplican con mayor ferocidad que la misma inflación. Llegamos entonces a la celebración del 4 de febrero, antesala al último 5 dedicado a recordar su partida, pues en marzo se cumplirá un año. En ese mismo mes, el 26, se estrenará la celebración de su salida de la cárcel de Yare, pues indican los conocedores que es el primer registro fotográfico en el que Nicolás Maduro aparece a su lado.

Soldados leales honran a insurgentes. Desde el Cuartel de la Montaña, el sitio de operaciones donde se rindió Chávez, celebran el fracaso, lo que trataron y no lograron a pesar de las muertes ocasionadas. Celebran la intención y se premian. Las únicas medallas que pueden [im]ponerse se justifican en un absurdo rocambolesco: la prelación de la intención sobre el logro, signando una manera de narrarse, de reinterpretar sus errores ─cuando no les alcanza la creatividad para endilgárselos a otros─, de gobernar para ser televisados.

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Nicolás dedicó su discurso a alegar la pertinencia de la celebración, brindar una contextualización del momento histórico del golpe fallido y exaltar el valor de la Fuerza Armada Nacional. Todas estas variables, bajo la influencia transversal de Chávez, cuya ubicuidad política alcanzó para comparar la firma del Acta de Independencia en 1810 con su golpe fallido en 1992. La civilidad igualada a la barbarie del uso de las armas para atentar contra la democracia.

Los mismos enredos que atravesó hace pocos días tratando de honrar a Fabricio Ojeda, a quien tildó de líder democrático a pesar de haber sido inmortalizado con un fusil, los vivió anoche, cuando ya no había más mecate que halar a su padre putativo y alababa con desmesura la valentía de los militares golpistas de 1992.

La Venezuela paralela. Con un solo sujeto, repitió sus argumentos alternando los verbos y los predicados. El 4F se justifica porque fue la presentación en sociedad de su líder. Nicolás narró su versión de una Venezuela de los noventa que niega con rotundidad los logros de mis padres, su movilidad social construida con trabajo y esfuerzo. Lo más curioso fue el debate que externalizó tratando de ubicarse en el grupo socioeconómico de la empatía: habló por la clase media y luego por los pobres, habló de su imposibilidad de ir a una universidad, aunque sus hermanas sí lo hicieron y se graduaron; de la inaccesibilidad a una vivienda propia, un carrito, un empleo formal y digno, un seguro social que funcionase. Cuando sumó la pestaña de la privatización, enloqueció, declarando como privatizado hasta el aire que respirábamos.

¡Pero surgió el hombre!“, gritó, “Llegó nuestro padre, el segundo Bolívar, el que nos liberó aquel 4 de febrero“. No puede haber libertad en el fracaso. Lo militar transformado en hegemónico es exactamente la negación de la libertad. Tan hondo es en este caso, que pretenden obviar que Chávez para acceder al poder debió construirse un perfil en el terreno civil, aunque nunca lo entendiera, aunque lo dinamitara.

Y habló de masacres, de muertes, de cómo Chávez llegó para cambiar eso y más. Absurdo. Los rostros de sus acompañantes revelaban su incomprensión del guión que improvisaba Nicolás. Honraba el uso de armas, hacía apología de la violencia, admitiendo el quiebre institucional que explicó como necesario. Trasladó a los golpistas fallidos la emoción de un pueblo que esperaba su liberación, aunque vivieran en democracia, se celebraran elecciones y la gente decidiera, eso no era suficiente para un hombre con la superioridad histórica de Chávez. Y así como la institucionalidad es accesoria, Nicolás es argumentalmente maniqueo, como un niño para quien los malos sólo pueden ser más malos y los buenos, los suyos, son buenos hasta cuando matan.

La solicitud de un minuto de silencio para honrar a los soldados caídos, sin incluir a las víctimas civiles, fue un exceso innecesario.

El problema de la puesta en escena. Nicolás teme. Su emoción más auténtica es la ira que le produce el miedo de su notable debilidad. La carencia de liderazgo, la cortedad de su verbo, la torpeza de su interacción con sus audiencias, que por monocorde y repetitivo no saben cuándo ni qué aplaudir. El apellido Chávez es el mantra del aplauso, pero no siempre funciona, porque lo usa en demasía. En medio del desespero por la baja emoción que estaba logrando en cadena nacional, una idea lo asaltó: ¡Todos tenemos un brazalete tricolor! Y emocionado afirmó que el 4 de febrero hizo resurgir el tricolor nacional, justo cuando nuestra soberanía estaba amenazada por el FMI y la oligarquía, cuando estábamos a punto de convertirnos en una estrella más de la bandera norteamericana, los golpistas fallidos eligieron la bandera ─de 7 estrellas─ como símbolo distintivo de su insurrección y entonces la rescataron, la resignificaron, la convirtieron en el ícono de los verdaderos demócratas. Nadie aplaudió.

Los titulares de mañana. Tienen que ser míos. Algo así debió pensar. Un día en que muchos venezolanos vivieron la apertura de procesos judiciales por protestar bajo el delito de asociación para delinquir, Nicolás afirmó que: “En Venezuela se acabó la represión”. Luego pasó a comparar la hidalguía con la que Chávez vivió sus dos años de presidio versus los lloriqueos de los presos recientes. ¡Cobardes!, les espetó. No hubo reacción en la audiencia.

A la amenaza de los divisionistas del Gran Polo Patriótico le dedicó el trozo más sincero de su intervención, no por ello el mejor logrado. “¿Ustedes saben qué es un ego? Es una cosa por aquí [tocándose el pecho]; usted agarra y le mete vanidad, egoísmo y egolatría y le sale un ego“, aseguró. Sensato. Salvo que no dijo nombres, aunque afirmó que si lo siguen presionando los dirá y no habrá marcha atrás. Esta advertencia la hiló con la solicitud de disciplina y unidad de la Fuerza Armada, exigiendo su subordinación total al Comandante en Jefe (¿él?) y al Comandante Eterno. No es difícil subordinarse a un muerto. Tampoco hubo aplausos.

Atribulado por lo fallido de su discurso, decidió apostar por la línea que mejores réditos le ha reportado hasta ahora: amenazar a empresarios y comerciantes. Les dio un plazo: el próximo lunes. Aquel que para el lunes 10 de febrero no haya acatado a cabalidad la Ley de Precios Justos —aún sin reglamento— será procesado por la justicia y pagará 14 años de cárcel. Hará lo que tenga que hacer. Será implacable, juró. Expropiaciones, confiscaciones, las medidas más radicales. No me subestimen, dijo, con el dedo índice extendido. Por fin lo aplaudieron.

Emocionado con los aplausos, pasó al tema más espinoso: la delincuencia. “Estamos empeñados en avanzar en el plan de pacificación“, lo dijo rodeado de hombres armados en la celebración de un golpe de Estado fallido, dentro de un cuartel. No van a poder con el Estado, cuidado, cuidado. Pero no le hablaba a los malandros. La advertencia la justifica con una declaración realmente preocupante: “Tenemos indicios certeros de que está entrando crack a Venezuela para pagar con drogas la violencia desestabilizadora“, alertando por igual a los cuerpos de seguridad del Estado y al pueblo. Y probó todas las combinaciones posibles con la palabra paz: familias, comunidades, carreteras, escuelas, universidades, autopistas, hospitales, todos de paz. “Somos gente de miedo, guerreros, pero gente de palabra también, de ley, de hacer cumplir la ley“, esto también fue contra la derecha. A los delincuentes les recomendó acogerse al plan de pacificación, entregar las armas, probar con una vida distinta, armónica con la Constitución y su proyecto, con el legado, o lo que fuere.

Cerró ordenándole a Henrique Capriles que vaya a trabajar, aunque está convencido que el pueblo de Miranda declarará el cargo vacante y se lo dará a un hombre, pensó rápido en la baja popularidad de Jaua y agregó: o una mujer; porque Capriles acaba de regresar de Miami donde estaba conspirando y bailando breakdance. Y se despidió porque ya comenzaba el juego de la Serie del Caribe que no quería perderse.

Una vez más, el alivio ante los vítores de cierre le ayudó a ganar fuerza en la voz, a exhalar un suspiro ante el segmento al que más aduló: la juventud militar. Como un novio arrepentido al que se le descubrió una infidelidad. Duro idilio el de Nicolás con el poder. Severos rivales unos militares a los que les aseguró demasiadas veces que tomar las armas para imponer su visión es correcto. Un flirteo pesado, donde la firma popular no es suya y los disparos tampoco.