- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Final: Un sueño con escalas; por Rodrigo Blanco Calderón

Me retiré del estadio Universitario, luego de la derrota de 7 carreras por 1, seriamente preocupado. No sólo porque la serie regresaba a Maracay con los Tigres a sólo una victoria de su séptimo título en la era Bailey, sino porque algo en la dinámica de Los Tiburones de La Guaira y los fanáticos me consternó. En otras palabras, me preocupó no sólo la situación objetiva (lo difícil que iba a ser ganarle dos días consecutivos y como visitante a Los Tigres de Aragua), sino, sobre todo, la situación subjetiva. El modo en que mi equipo había encajado esa derrota y que no permitía abrigar muchas esperanzas para el sexto juego de la final de la LVBP.

La reacción de la fanaticada de La Guaira, poco después del doble barre bases de Héctor Giménez, fue insólita. Puede que todo sea una confusión semántica y que nos hayamos tomado demasiado al pie de la letra algunas de las metáforas que nos identifican. Aquello de “La Guerrilla” y de ser “Tiburones” quizás influyó y nos llevó a iniciar una ola humana (un mar de la felicidad) que nos puso a festejar como unos idiotas mientras perdíamos el “bonito”. Pues a fin de cuentas, “somos la fanaticada más alegre del béisbol profesional”.

Hacia el noveno inning, un hombre y una mujer comenzaron a pasearse por el pasillo interno que conecta las dos tribunas. Portaban una pancarta que anunciaba el campeonato para el equipo del litoral y la sonrisa de sus rostros pudiera haber indicado a un desprevenido que en efecto ya lo habían conquistado.

Después del out 27, Los Tiburones de La Guaira se despidieron de sus fieles. Se trataba del último partido en casa hasta el comienzo de la próxima temporada. Alex Cabrera, por su parte, anunciaba que “los japs” le ordenaban marcharse inmediatamente, de modo que no acompañaría al equipo en los últimos encuentros. La voz del gran Atilano aupaba a los fanáticos y si uno se guiaba por los coros enardecidos juraría que el resultado era una ilusión, que no habíamos perdido 7 carreras por 1, que Aragua no había quedado a un juego de otro campeonato, que no estábamos por llegar a 26 años sin ser campeones. O, a la inversa, que es aún peor, todo esto sí había sucedido pero no nos importaba tanto, seguíamos siendo a pesar de una nueva derrota, o precisamente a causa de una nueva derrota, el mismo populacho alegre, los payasitos samberos que vinimos al béisbol no a ganar (ese privilegio de ufanos y vulgares) sino a pasarla bien.

La actitud con que Los Tiburones de La Guaira saltaron al José Pérez Colmenares de Maracay para disputar el sexto juego de la final fue, lo digo con todo el dolor del alma, vergonzosa. No voy a caer en la tontería de decir que hicieron a propósito lo posible por perder. Lo que digo es se pusieron el uniforme con la certeza absoluta de que no iban a ganar. Total, el día anterior fueron despedidos como unos héroes (que lo son) y en el fondo ya era bastante con alcanzar la instancia final.

Las pruebas de esto no son sólo los “suines” desfallecidos, los roletazos paupérrimos, el porte desgarbado al pararse en el plato. Más contundente que toda esta gestualidad pusilánime, fue “el carómetro”. Los Tiburones, comenzando por el manager Marcos Davalillo, tenían la cara que ponen los candidatos cuando se ha contabilizado el 60 % de las actas electorales y los exits polls ya pintan un panorama lúgubre. Tenían la derrota en el rostro desde el propio primer inning. En política se entiende pues a partir de cierta temprana diferencia, los resultados son irreversibles. Pero en béisbol, esta actitud no sólo es absurda sino indignante. El béisbol es, en este punto, la negación de la política. Si no que lo digan los Tigres de Aragua que fueron capaces de voltear un marcador de 10 carreras por 3 en el noveno ante Magallanes en la final de la temporada 2006-2007.

La reacción de Los Tiburones en el noveno inning, sin embargo, permitió recordar parte de las razones por las que la tropa de Davalillo nos hizo rabiar de emoción este año como ninguno otro desde hace un cuarto de siglo. Lograron lo que ya nos parecía ajeno: clasificar a la postemporada de primeros y llegar a la final y ganarle dos juegos al mejor equipo venezolano en lo que va de siglo (y cuidado, si no de la historia de nuestra pelota).

El título, para un equipo que se ha embelesado por demasiado tiempo con las mieles románticas del derrotismo, pareció excesivo para jugadores y fanáticos. Todos pusimos nuestro granito de arena para evitarnos tamaña felicidad. Los Tiburones de La Guaira parecen preferir el anhelo y no la consecución total de los deseos. Esperemos que esto no sea así siempre y que el subcampeonato signifique sólo una escala, una toma de impulso, antes de alcanzar el sueño.

***

Lea también: Final: La única autocracia moralmente aceptable es la de los deportes, por Alonso Moleiro y Quinto juego: Petit, el Grande; por Rodrigo Blanco Calderón