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Ernesto Bastos: la sonrisa ante el dolor; por Nolan Rada Galindo

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Ernesto Bastos fotografiado por Roberto Mata.

A Fabiola Ferrero,
Boris Muñoz,

y Roberto Mata

Sus brazos se mueven como si fueran palmas que cuelgan de un tronco y son agitadas por el viento. En lugar de huesos, sus piernas parecen compuestas por gomas que en algún momento sólo podían arrastrar sus pies, en vez de levantarlos para caminar. La vejez de su rostro contrasta con algunas muecas propias de la niñez y no de la adultez.

Cuando sonríe las piezas comienzan a encajar: en ese cuerpo que creció más allá de los pocos meses de vida pronosticados por los médicos, habita un niño que nació en el dolor, que día a día lucha contra ese mismo cuerpo devorador de sus células musculares. La distrofia muscular de Duchenne, también conocida como distrofia muscular progresiva, causa a través del tiempo disminución en las capacidades físicas. Aleja al paciente de la posibilidad de valerse por sí mismo o lo acerca a la muerte debido a que se vuelve propenso a sufrir un paro cardíaco o pulmonar. Tampoco lo ayuda su hipotonía, que priva a sus músculos de tono y resistencia, volviéndolos tejido flácido. Por eso, la generación de masa muscular se vuelve una de las prioridades: parece tratarse de que el cuerpo siempre tenga algo que comer.

Al escuchar lo que su limitada modulación permite, debido a su discapacidad intelectual, su voz revela una fortaleza que no se halla en sus extremidades, aunque pueda sumar hasta siete horas diarias de actividad física. La seriedad con la que mira a lo desconocido, como si realmente fuera un adulto, contrasta con ese niño inquieto y curioso, marcado por el bisturí en más de una decena de cirugías.

Lo envuelve una energía especial que emana de su alegre personalidad. Al punto de que es capaz de contagiarla a su entorno. Desde ahí se explica el por qué inspira tanto cariño y admiración entre sus padres, los entrenadores de taekwondo y natación, su entrenadora personal en el gimnasio, el cuerpo de fisiatras en el centro de rehabilitación, amigos de disciplina, representantes de otros muchachos y personas que sólo llevan poco tiempo observándolo durante una competencia.

Entonces se entiende: mediante el deporte no sólo ha aprendido a vivir; el deporte le permite vivir.

Familia

A Helena de Oliveira no le preocupa que el fotógrafo Roberto Mata hurgue en la intimidad familiar para documentar parte de su vida en fotografías: ella le abrió las puertas al aceptar la petición de visitarla en su hogar; sólo pide que el lente no registre el polvo de los espacios. No es un antojo ni una actitud políticamente correcta para matizar cualquier descuido en la limpieza. Aunque su serenidad puede sugerir distracción o desinterés, realmente le preocupan los detalles.

En distintos rincones de la casa se puede encontrar alguna foto familiar. En la sala, la madre toma de la vitrina un portarretrato negro que cuida la imagen de un niño vestido con una camisa azul marino a cuadros y un jean levemente desteñido:

—Este fue su primer yeso.

En la foto, el brazo derecho de un niño rubio de cuatro o cinco años está cubierto de blanco. Es Ernesto. Está sonriendo. Frente a esa vitrina, una pared compila gran parte de la memoria familiar. Fotografías de la boda entre ella y su esposo, también llamado Ernesto Bastos. Imágenes de los hijos. Reconocimientos deportivos para su hijo Ernesto. Medallas y trofeos. La historia familiar no se cuenta sólo a través de las circunstancias médicas, también puede narrarse mediante el esfuerzo de una pareja que nació en Portugal y se enamoró  en Venezuela.

Los esposos se establecieron en este hogar cuando los suegros paternos volvieron a Portugal. En Venezuela compartieron parte de la adolescencia que vivieron en el edificio Don Paco del Paseo Los Ilustres, en Caracas. Ambos conservan el acento portugués. No tuvieron acceso a educación. Helena se hizo costurera mientras llegaba a la adultez, en un país que le ofrecía oportunidades que no encontró en Europa:

“No es que pasamos hambre en Portugal. Pero sí teníamos ganas de comer muchas cosas. No había con qué. La alimentación fue muy mala. Cuando uno llegó aquí, fue un cambio grande”

Helena de Oliveira retratada por Roberto Mata

Helena de Oliveira, madre de Ernesto Bastos, vivió parte de su adolescencia en Caracas. Luego se mudó a San Antonio de Los Altos, en el estado Miranda, tras casasrse con su esposo, también nombrado Ernesto. La pareja de portugueses aún conserva su acento natal. Fotografía de Roberto Mata.

De Souto, un pequeño pueblo portugués, Helena pasó a vivir en una ciudad de autopistas y distribuidores, con el Nuevo Circo, el Hotel Humboldt, el Paseo Los Próceres, el Complejo Urbanístico Parque Central, el Hospital Universitario de Caracas como íconos arquitectónicos y culturales, entre otros. Todos ellos quedaron atrás cuando, con 21 años, se casó y se fue a vivir con Ernesto a la casa que aún habitan en San Antonio de Los Altos, en el estado Miranda, a casi veintiún kilómetros de Caracas.

Es ahí donde, a menos de diez pasos de la sala repleta de memorias, está el cuarto de su hijo Ernesto. La habitación tiene dos camas. Él duerme en la primera a la izquierda, cerca de la puerta. En la otra, cuando no es ocupada por algún visitante o su pequeña sobrina Amanda, es donde Ernesto se acuesta a ver películas o se sienta a jugar PlayStation. Gran Turismo y Need for Speed están entre sus preferidos. Son juegos de carros de alta velocidad, como decenas de los vehículos de juguete que tiene en un estante que va de extremo a extremo de la habitación, como si se tratase de una galería. Por momentos, el chico de 24 años parece absorbido por su infancia, y en vez de observar a un adulto, parece un niño de más de un metro ochenta de estatura reconociéndose entre juegos, películas preferidas y juguetes.

Ernesto Bastos retratado por Roberto Mata

Ernesto Bastos es tío de Amanda. Ella juega con él o lo acompaña en parte de su rutina de entrenamiento, cuando pasa un tiempo en la casa de sus abuelos en San Antonio de Los Altos. Fotografía de Roberto Mata.

En la mesa de noche de la habitación hay una réplica en miniatura de la Virgen María y entre carros se hallan distintas fotografías de Ernesto y al menos seis tablas rectangulares con mensajes como: “Con mucho cariño para Ernesto. Espero que siempre tengas esa personalidad”, “Ernesto Bastos, el guerrero”. Entre las cortinas verdes se puede descubrir un gran ventanal que da hacia la casa de al lado.

Empotrado entre montañas, parece un vecindario tranquilo y con un clima que tiende a ser fresco. Sólo los carros que transitan a alta velocidad por la Carretera Panamericana o con equipos de sonido a todo volumen interrumpen el silencio de la urbanización Rosaleda Norte, a veintitrés kilómetros de la capital de Venezuela. Cuando hay música, a Helena le cuesta dormir y es posible que a su hijo también. Un gran ventanal en la sala da hacia la calle y otras casas de la urbanización. Desde ahí se pueden ver carros estacionados y algunos que están siendo reparados por el padre de Ernesto, quien lleva prácticamente toda la vida siendo mecánico. Fue a través de ese ventanal que Helena vio hace años cómo una niña de unos 12 años escupía a su hijo mientras jugaban con otros vecinos bajo una inmensa mata de mango. Otro episodio similar ocurrió en el Hospital Dr. Domingo Luciani en El Llanito, en el municipio Sucre del estado Miranda. Mientras esperaban en uno de los pasillos del centro médico por una consulta en Neurología, un grupo de tres o cuatro niños se burlaba de Ernesto sin que sus padres censuraran la acción. Tanto dieron que reaccionó, para sorpresa de todos, apartando su pasividad y gritando algo parecido a: “¡¿Es que no saben que soy un niño especial?!”.

Sus padres saben y asumen con naturalidad que desde la mala praxis médica que se tradujo en complicaciones durante las últimas semanas del embarazo y probablemente hasta que fallezcan, la alegría de su hijo es la suya, la salud de su hijo es la suya, la vida de su hijo condiciona las suyas.

Lucha

Ernesto Bastos retratado por Roberto Mata

La distrofia muscular progresiva no ha privado a Ernesto Bastos de la posibilidad de asistir a distintas competencias, de las que por lo general sale con alguna medalla o algún otro tipo de reconocimiento. Helena suele ubicar los premios y diplomas que recibe su hijo en una de las paredes de la sala de su casa. Fotografía de Roberto Mata.

Los médicos volteaban, revisaban y golpeaban levemente algo con sus manos el martes 23 de marzo de 1993, luego de las dos de la tarde. En un centro médico que existió en Santa Mónica, una urbanización clase media caraqueña, buscaban algo. Una queja. Un grito. Una lágrima. Llanto. Vida. Pero nada encontraban en el recién nacido al que volteaban, revisaban y golpeaban, mientras Helena observaba a su hijo “morado porque se había pasado el parto, ¡pero ese morado oscuro!”.

A la imagen se sumó la angustia de no haber podido cargarlo ese primer día; fue al siguiente cuando lograron ver al bebé, hasta que unos minutos después se lo llevaron porque “le toca comer”. No hubo más contacto hasta el próximo día, con la excusa del alta médica. Helena recuerda unas palabras del pediatra sin nombre porque ella lo ha olvidado:

“Tuvo un poquito de complicaciones cuando nació, pero le hicimos exámenes; se los volvimos a repetir hoy, y ya ha mejorado”

El padre de Ernesto Bastos, de nombre homónimo, trabaja como mecánico / Fotografía de Roberto Mata

El padre de Ernesto Bastos trabaja como mecánico en el estacionamiento de su casa en San Antonio de Los Altos. Casi toda su vida la ha dedicado a reparar vehículos. Fotografía de Roberto Mata.

El tiempo ha dado a mamá la capacidad para recordar lo vivido con precisión. Sólo algunos matices en su voz sirven para sospechar pena, a la vez indignación. Cuando recuerda la frase del pediatra, su voz se altera y enseguida agrega:

“Mentira. Fueron unos exámenes falsos porque todos los valores estaban al doble. Del martes al jueves, todos los valores estaban al doble. ¿A quién le cabe en la cabeza que un bebé, o una persona, recupere los valores en poquitas horas? Eso fue todo tapado. No me dijo que había tragado líquido”

Cuando ambos padres observaron el cuerpo de su hijo lleno de ampollas con pus, confirmaron que nada de lo ocurrido era normal. Las anomalías no cuadraban dado que el embarazo, deseado, se había producido de forma normal hasta los ocho meses y medio. Los tiempos del bebé indicaban que estaba en condiciones para que Helena diera a luz. Pero ella no había dilatado. “A lo mejor esta misma noche viene para acá”, le comentó el doctor.

Pasaron los días, los controles, los ecos, y la aseveración del médico: “El bebé está bien. Vamos a esperar”. Esperaron quince días, hasta que la Helena dejó de sentir a su hijo dentro de sí, y durante la noche del lunes comenzó a botar líquido.

Helena de Oliveira retratada por Roberto Mata

Helena de Oliveira dio a luz a Ernesto el 23 de marzo de 1993, luego de presentarse complicaciones en el tramo final de un embarazo que hasta las últimas semanas no había presentado anormalidades. Fotografía de Roberto Mata

Bajaron de San Antonio de Los Altos a Caracas a las seis de la mañana. La prisa y la angustia no encontraron tranquilidad al momento de llegar a la clínica: el médico residente atiende una emergencia de la que se desocupa a las once de la mañana. Luego de revisarla, el doctor soltó: “Hay que hacer la cesárea ya porque el caso está feo”.

Los nervios se apoderaron de Helena. No se explicaba cómo luego de controlar el parto, de pronto todo estuviera en el aire y pareciera improvisado, como la guardia médica del centro, en el que a las doce del mediodía, gran parte del servicio estaba almorzando. El descuido impidió que la cesárea pudiera realizarse antes de las dos de la tarde. “Fue mucho tiempo el que estuvo luchando para vivir”, dice Helena. Ernesto la observa sentado en un sillón de una de las salas de casa, mientras revive el episodio.

A Helena siempre le costó dilatar. Con sus dos primeros hijos también tuvo ese inconveniente. “Si él me hubiera hecho la cesárea a los ocho meses y medio, esto no hubiera pasado”.

Así como siente que aquel doctor no supo manejar su caso, reconoce que fue gracias a otra doctora que su hijo vive. Aunque tampoco recuerda su nombre, sí sabe que era una doctora joven que vivía en Maracay, en el estado Aragua, y venía a trabajar a San Antonio de Los Altos, ubicado aproximadamente a 88 kilómetros de su casa. Una sugerencia de la mujer propició todo:

—Señora, le recomiendo que abrigue bien a ese bebé porque es prematuro
—No, él no es prematuro.
—Claro que es prematuro.

Otro diagnóstico más para la incertidumbre, a un mes del nacimiento de Ernesto. Mamá enseguida pensó que la muchacha, a quien no había identificado como doctora porque no tenía bata, estaba “loca”. Sin embargo, la frase quedó resonando en su cabeza. “Él es prematuro, él es prematuro”. Ya habían pasado varias consultas médicas. Distintos exámenes. Nada concluyente. La inquietud llevó a Helena a averiguar quién era ella. La búsqueda arrojó el comentario: “Ella es pediatra y es muy buena”. Planteó el episodio a su esposo, y ambos decidieron que probarían con ella.  

En uno de los primeros contactos, la doctora se sinceró:

“Ese bebé está como una mata seca. Y usted sabe que cuando una mata está seca no puede revivir. Es difícil. Le voy a ser clara: yo lo veo muy seco”.

Para el momento, el bebé lucía arrugado, pesaba 2 kilos 900 gramos y había perdido medio kilo en relación con el peso esperado para el momento de nacer. Todavía no estaba claro el impacto de aquellos 15 días de más dentro de mamá.

La doctora asumió el caso, prometió sacarlo “de este estado grave en el que está” y le ordenó a la mamá que no le sacaran más sangre en exámenes. “Si él está grave y le sacan sangre, lo están terminando de matar”, precisó la doctora. El primer paso sería atender las ampollas. “Así como uno lo ve por fuera, está por dentro”, agregó.

A este marco se sumó una deformidad en la lengua que le impedía tragar, más un reflujo severo que complicaba cualquier clase de alimentación. Los vómitos eran constantes y fue necesario operarlo. Tenía 15 meses de nacido. La cirugía duró cinco horas. Al día siguiente, tuvo una neumonía, probablemente producto del tiempo de exposición en el frío quirófano.

Fue tanto el esfuerzo que Ernesto hizo al vomitar de forma constante, que desarrolló otra condición: testículo en ascensor. “Él pegaba unos gritos… Eso le producía mucho dolor”, recuerda Helena. Fue necesaria otra cirugía para corregir la anomalía. En el mismo proceso, se corrigió una hernia inguinal.

Para ese entonces, ya le habían hecho cuatro intervenciones quirúrgicas, luego de la intervención médica para corregir el reflujo y otra para separar su lengua. La tercera cirugía consistió en atender otra hernia inguinal, operar el otro testículo, y una biopsia muscular en la pierna derecha. En esa, con poco más de dos años de edad, sufrió un paro respiratorio en quirófano del Hospital Dr. Domingo Luciani. Helena supo eso al anochecer, cuando ya su hijo estaba en una habitación y el médico se acercó al chequeo. El doctor explicó por qué durante el día, cuando los padres estaban cerca de la puerta del pabellón quirúrgico, otro galeno salió corriendo a preguntar por los padres de un niño rubio y por un medicamento. El esposo de Helena había salido a buscar el fármaco. Instantes después, una señora le dijo a la mamá de Ernesto que ella lo tenía en un cuarto del hospital. El médico subió corriendo por las escaleras, lo consiguió, volvió a quirófano y no se supo más hasta la noche.

A esas intervenciones se suma la de amígdalas y adenoides, tabique desviado, sinusitis, cornetes, una intervención para separar sus muy cerrados párpados, y fracturas en distintos partes del cuerpo.

El primer hueso roto estuvo en su brazo, y está documentado en la foto que está en la sala, ésa en la que sale sonriendo con una camisa a cuadros. Siguieron los dedos de las manos, los dedos de los pies, la clavícula. Siguieron apareciendo canales para el dolor. Hasta que de a poco se fue incorporando al deporte.

Cuando Ernesto escucha su historial médico, parece indiferente. Sin embargo, puede llegar a conmoverse, a inquietarse y a preguntarse por qué otra cirugía más. “¿Otra vez?”, ha preguntado. De las memorias, revividas por su mamá en una sala de estar de su casa, mientras él la observa y la apura para almorzar e ir al taekwondo, puede surgir alguna lágrima de los ojos de Ernesto. Él escucha a la vez que juega con la imagen de la Virgen María que estaba en su cuarto. Esa figura es la misma que lo acompañó instantes antes de entrar a quirófano, en uno de los tantos viajes, y que entregó a su mamá pidiéndole que se quedara tranquila.

Si él está tranquilo, “¿cómo uno no va a estarlo?”

Esfuerzo

Ernesto Bastos retratado por Roberto Mata

Ernesto Bastos, en el pasillo principal de una Sala de de Rehabilitación Integral de la Misión Barrio Adentro 2, en San Antonio de Los Altos. Fotografía de Roberto Mata.

Parece evidente que a través del tiempo, visitas a hospitales, diagnósticos médicos, fracturas y lamentos, las vidas de Helena y su esposo se fueron atando al estado de salud del menor de tres hermanos. Los padres se complementan en la tarea. Teniendo en cuenta que los otros dos hermanos son adultos con vidas desarrolladas, la delgada mamá de cabello rubio dedica el día a su hijo y el robusto papá dedica horas a trabajar para ambos en el taller, a pocos kilómetros del Complejo Deportivo y Cultural Los Salias. Allí, Ernesto entrena como si fuera un atleta de alta competencia, en las mañanas, en las tardes y, en más de una oportunidad, también en las noches. Entre cinco y siete horas de ejercicio puede alcanzar a sumar en un día.

Es tan normal ver a Helena cerca de su hijo durante sus entrenamientos y terapias como notar la grasa en las manos paternas. Es posible que la prisa no facilite su lavado, cuando de un momento a otro puede hacerse la hora para ir a buscar a Ernesto en el gimnasio Flamingo, en la piscina del Complejo Deportivo o en la Sala de Rehabilitación Integral de la Misión Barrio Adentro 2, en la Urbanización Los Helechos, en San Antonio de Los Altos, cerca de mediodía. Es allí donde, instantes antes de que empiece la sesión de fisioterapia, un moreno de aproximadamente un metro noventa de estatura y con acento cubano, saluda en el pasillo principal del servicio médico al que asiste al menos dos veces por semana:

—Mi vida, ‘tas perdío —le dice el fornido fisiatra, mientras sonríe y abre sus brazos.

—Perdío estás tú —responde Ernesto, segundos antes de abrazarse con él.

La última frase se explica debida a la constante rotación de personal que realizan en el lugar. Son personas sin nombres públicos porque “la Misión no lo permite”.

Es posible que, debido a los cambios del personal, otro fisiatra blanco y obeso, de pelo negro y de aproximadamente un metro setenta y cinco de estatura, ya no esté ahí. Sin embargo, si se le pregunta a Ernesto por él, es probable que sepa reconocerlo, aunque quizá no sea consciente del cariño y la admiración que este sujeto le profesa. Cualquier pregunta sobre el paciente es una oportunidad para ver sonreír al fisiatra cubano. “Ernesto tiene un gran corazón”, dice mientras lo observa hurgar en el fichero del personal que está en el pasillo, de donde reconoce a varios que ya no encuentra en el lugar.

Antes de llegar a este lugar, Ernesto estuvo durante cinco años en otro Centro de Rehabilitación en el sector El Tambor, ubicado en Los Teques, estado Miranda. La fisioterapia tiene como objetivo que Ernesto sea “lo más independiente posible”, explica uno de los fisiatras. El primer paso suele ser la Terapia Magnética, que se realiza en una de los últimos espacios del Servicio al que se llega a través de un pasillo de casi dos metros de ancho y quince de largo. Está acostado sobre una cama con un cilindro que se puede ubicar en distintas partes del cuerpo. Uno de los beneficios de esta terapia es que funciona como analgésico y antiinflamatorio, además de contribuir a la consolidación de huesos fracturados.

Ernesto Bastos retratado por Roberto Mata

Ernesto Bastos, en el equipo donde se le realiza la Terapia Magnética. Éste suele ser uno de los primeros pasos de sus sesiones de rehabilitación. Entre las cirugías que le han realizado, se cuenta una para separar sus párpados. Fotografía de Roberto Mata.

Desde afuera, sólo lo tapa una cortina verde que está recogida. Espera tranquilo durante aproximadamente cinco minutos durante los que su cuerpo está expuesto a campos magnéticos que pueden mejorar su circulación sanguínea, la regeneración de tejidos musculares, entre otras cuestiones.

La siguiente etapa es en una habitación próxima. En ella le colocan electricidad a través de unos electrodos dispuestos en distintas partes de su cuerpo. Está sentado. Cuelgan sus pies y parece que se extravía en sus pensamientos, o quizá en las montañas que se pueden ver por la ventana, a menos de que el fotógrafo lo encuadre en la cámara. Posa. La naturalidad se pierde por instantes. La retoma y vuelve a extraviarse mientras su cuerpo recibe un voltaje leve de electricidad que le sirve como analgésico y favorece la circulación.

Superada esta etapa, aparece la diversión en el proceso, según se puede reconocer en su rostro y el cambio de conducta. Ya no tiene que estar inmóvil. Ahora está en una especie de gimnasio en el que trabaja espalda, hombros y brazos, con ejercicios basados en poleas o en aparatos rotatorios, para mejorar la movilidad y la fuerza. Ningún ejercicio le resulta especialmente exigente.

Ernesto Bastos retratado por Roberto Mata

La mamá de Ernesto suele acompañarlo en cada actividad que él realiza. Las dinámicas de ejercicios están dirigidas a fortalecer su cuerpo y a mejorar su capacidad cognitiva. El objetivo es que pueda valerse por sí mismo. Fotografía de Roberto Mata.

Algo similar ocurre en el suelo del Salón de Usos Múltiples del Complejo Deportivo y Cultural de Los Salias, a menos de cinco kilómetros de su casa. Se han dispuesto cuatro estaciones para personas con alguna discapacidad. Las recorren en sentido opuesto a las agujas del reloj. Al entrar, se observa un pequeño trampolín. La ruta sigue con ocho aros de color naranja, azul, verde, rosa, dispuestos en zigzag, una colchoneta, sustituida en ocasiones por tapas amarillas como las que usan en el fútbol, y una viga de madera que a simple vista parece de cinco metros de largo por quince centímetros de alto. En las áreas próximas, nadadores entran y salen de la piscina, y algunos estudiantes de música comienzan a acercarse a las aulas.

El gran Salón está dividido por dos extensas lonas de color verde en una cara y gris en la otra, sujeta de unas barandas en la parte superior. La división se explica al reparar que en los tubos que sostienen unos pasillos, un grupo de chicas practica Pole Dance. Ellas son capaces de hacer distintas figuras con su cuerpo; son capaces de expresarse sin palabras, a la vez que las siete personas que están a menos de tres metros de distancia van a un ritmo pausado y sin establecer largas conversaciones; algunos, incluso, ni pueden modular correctamente, aunque ven con miradas muy vivas. Los últimos saltan, ruedan sobre una colchoneta, caminan de un lado a otro o sobre la barra de madera en la que los pies sólo caben si se coloca uno por delante de otro. Ernesto debe ser uno de los más avanzados, por la soltura con la que realiza la mayoría de los ejercicios, a menos de que se trate de caminar por la madera, cuando suele poner algún pie sobre el suelo para buscar soporte.

Ernesto Bastos retratado por Roberto Mata

Su evolución a través del ejercicio ha permitido que Ernesto realice la mayoría de sus terapias con soltura, y que incluso se permita ayudar a otros compañeros con discapacidad en el Salón de Usos Múltiples del Complejo Deportivo y Cultural Los Salias. Fotografía de Roberto Mata.

Quizá fastidiado de la dinámica, hay momentos en los que toma el control y se dedica a ayudar a otros en sus rutinas. Tiende manos. Anima. Motiva. Mueve cosas. Hace un par de ejercicios porque Isabel Vargas, la encargada de supervisar y asistir durante la sesión, le llama cariñosamente la atención. Observa a sus compañeros. Ríe. Siempre ríe. Parece un hermano mayor cuidando de los menores de la casa.

Al finalizar la sesión, procura tomar la colchoneta e ir hacia el otro lado a guardarla. El acto refleja la voluntad de ayudar a recoger los objetos usados, a la vez que se permite la picardía de observar a las chicas que hacen Pole Dance. La clase se cierra con un abrazo y la risa de todos. Saldrán de vacaciones por unos días.

Vista la facilidad con la que cumple toda la fisioterapia y la gimnasia, queda la sensación de que su vida podría prescindir de estas rutinas. Pero, a juzgar por cuánto las disfruta, es posible que el objetivo de la terapia y la gimnasia no sea sólo físico sino también emocional: necesita estar en estos espacios porque el afecto del entorno lo hace feliz.

Fotografía de Roberto Mata

Isabel Vargas ayuda a distintas personas con alguna clase de discapacidad en el Salón de Usos Múltiples del Centro Cultural y Deportivo de Los Salias. Es amiga de la Familia Bastos. Fotografía de Roberto Mata.

En el gimnasio Flamingo, separado del Complejo por una calle, la rutina es completamente distinta.

Acá se podría decir que Ernesto sufre. Dependiendo del día, puede estar una o casi dos horas bajo la asesoría de la entrenadora Alejandra García. Madre de tres hijos, comenzó a hacer ejercicio con 39 años y ya lleva 7 años en la tarea. Antes, era ama de casa con problemas cardíacos, escoliosis, y una hernia. El vuelco que Alejandra García dio a su vida se explica debido a un cáncer que padeció su madre y cuando ella se vio incapaz de realizar casi cualquier tipo de actividad física.

De la frustración emergió una mujer que ahora se desplaza por Flamingo con total libertad y seguridad. Asesora a cualquier persona en lo vinculado con su preparación física y alimenticia; incluido un grupo de veinticuatro seres con algún tipo de discapacidad, a quienes ayuda cada martes y jueves de dos a tres y media de la tarde en el salón principal del gimnasio, con una superficie de madera y un gran espejo al frente que refleja sus expresiones y gestos de esfuerzo y satisfacción.

Autismo, columna bífida, síndrome de down, parálisis, distrofia muscular. Esas son algunas de las discapacidades de los alumnos de Alejandra. Ella se basa en la fisiología del ejercicio, “qué está pasando en nuestro cuerpo mientras estamos entrenando”, según explica, para mejorar la condición física y motora de los muchachos. Comenta que para Ernesto es vital hacer ejercicio, y que su función con él “es hacer que desarrolle masa muscular, para mejorar su calidad de vida”. Se conocieron hace dos años y desde entonces comenzó a estudiar cómo podía ayudarlo porque “necesita masa muscular para mejorar su calidad de vida”, insiste. Estas clases son básicamente de ejercicios funcionales, a través de los cuales se trabajan distintas zonas del cuerpo, a la vez que se procura estimular la capacidad cognitiva. Si lo deportivo no ofrece resultados inmediatos por naturaleza, el proceso en este grupo de jóvenes es aún más crudo. Su lucha no radica en levantar tanto peso o en repetir tantas series. Lo suyo es minúsculo, pero no por eso menos significativo, como el hecho de poder masticar mejor.

Fotografía de Roberto Mata

La entrenadora Alejandra García, madre de tres hijos y quien empezó a hacer ejercicio a los 39 años de edad, dirige las rutinas de ejercicio de Ernesto en el gimnasio Flamingo. Fotografía de Roberto Mata.

Un trozo de carne, que para otros puede significar determinada ración de proteínas o simplemente un gusto para el apetito, representaba un gran esfuerzo para Ernesto. Hasta no hace mucho, no podía masticarlas; cuando comenzó a hacerlo, Helena y Alejandra comprobaron que las horas en el gimnasio estaban dando resultados. A ellas no suele faltar. Por eso, un retraso el jueves 28 de julio de 2016 generó inquietud, e incluso motivó que el entrenamiento se retrasara unos minutos.

A diferencia de las rutinas realizadas en las mañanas, estas jornadas suelen estar basadas en circuitos de estaciones donde se ejecuta un ejercicio específico en cada punto. Los padres de otros muchachos esperan al borde del área de madera, cerca del ventanal que da luz y aire al gimnasio. A través de las conversaciones entre los representantes, ya con Helena y Ernesto en el lugar, se descubre que ese día Ernesto estuvo haciendo la cola para comprar alimentos por su número de cédula. Tras dos horas y media esperando, compró dos paquetes de pasta. Los tiempos se ajustaron con el almuerzo, aunque lograron llegar a la clase sin que hubiera avanzado demasiado.

Entre los movimientos que realiza, vestido con un mono deportivo azul naval con el logo del F.C. Barcelona y una franela naranja, hay abdominales, flexiones sobre un balancín, maniobras para trabajar el equilibrio, la fuerza y la coordinación, así como para fortalecer el tren superior del cuerpo. El último, que consiste en desplazar brazos, hombros y tronco hacia adelante sujetando una ruedilla mientras las rodillas están en el piso, es exigente hasta para personas en plenitud de condiciones. Desde afuera, el movimiento parece hasta lúdico. Pero al sostener la ruedilla y desplazarla hacia adelante del cuerpo, brazos y abdominales, inferiores, medios y laterales, se tensan, mientras distintos músculos de la espalda se van estirando. Agota. Ernesto repite al menos tres veces el ejercicio. Su ceño se frunce, las mejillas se enrojecen y la fuerte exhalación posterior al ejercicio delata cuánto costó, mientras Alejandra observa, corrige y motiva.

En minutos, a la fatiga acumulada por este entrenamiento se le sumará la generada en la piscina de natación. Una hora más de actividad física, al frente del gimnasio, en el Complejo Deportivo de Los Salias.

Antes de ello, en Flamingo no se escucha más que algunos pasos, leves exhalaciones y los comentarios de Alejandra en relación con el desempeño de los muchachos. Lo más estruendoso proviene de la cancha de usos múltiples del complejo, donde unos niños juegan futbolito. Esta vez no hay música en el lugar al que se entra por la puerta que tiene en la parte superior el mensaje: “Sólo hazlo”.

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Ernesto intercala rutinas de entrenamiento entre el gimnasio Flamingo y la piscina del Centro Cultural y Deportivo de Los Salias. Fotografía de Roberto Mata.

Si el éxito de los eslóganes publicitarios se mide por su capacidad para trascender tiempo y momentos, quizá a Nike le sorprenda que “Sólo hazlo” (Just do it, en inglés) esté en un sitio como Flamingo, donde sus paredes están decoradas con cuadros de viejas figuras como Marilyn Monroe, atletas o modelos que ya nadie recuerda, pero que en la fotografía hecha afiche siguen conservando un cuerpo perfecto. Ese parece ser el anhelo que tantos intentan materializar entre máquinas.

En las jornadas matutinas, él suele ubicarse en el multifuerzas o en algún otro aparato: trabaja brazos, hombros o piernas en el primer nivel de Flamingo. En una de las columnas que sostiene el espacio está un televisor con una especie de banner rojo y negro. Es publicidad. Victoria’s Secrets fija en la pantalla. El hallazgo resulta tan absurdo como divertido. Ernesto también ha bebido ilusión de ese universo, el femenino. Son varios los cuentos vinculados con mujeres a las que ha nombrado como novias. Laura y Rossy, chicas a las que ha conocido durante su dinámica diaria de ejercicios, agitan el ambiente y las emociones de Ernesto. Aunque no están presentes, basta que se pronuncien sus nombres para ver cómo su rostro se ruboriza y él se vuelve todo vergüenza y pena. Entre comentarios, recuerdos y evasivas venidas de la timidez, sigue realizando ejercicios para fortalecer los pectorales. Su cara alterna sonrisas con gestos de esfuerzos. Un mechón rubio cubierto de sudor se pega a su frente, mientras una viga de concreto pintada de blanco dice en letras negras: “Si fuera fácil, no tendría valor”.

A las risas se suman los comentarios de Alejandra, Helena, Fátima Abreu y la compañía de Manuel Abreu. Fátima, mamá de Manuel, prefiere no comprometerse a hablar ante el grabador, pero la forma como mira a Ernesto y a su hijo sugieren que la amistad surgida entre Manuel y el hijo de Helena parece llenarla de orgullo. Manuel también tiene discapacidad cognitiva y motora. Si no es fácil establecer relaciones entre quienes pueden expresarse sin inconvenientes cognitivos, no es complejo imaginar que para ellos no debió ser sencillo comenzar a entenderse. Y sin embargo, ahí están, bajo una viga que dice “muscles machines”, realizando rutinas similares, esfuerzos similares, logrando satisfacciones similares.

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Ernesto y Manuel se abrazan luego de completar parte de la rutina de entrenamiento que ambos realizan en el gimnasio Flamingo. La madre de Manuel, Fátima, los define como compadres. Fotografía de Roberto Mata.

Si no están en el primer piso de Flamingo, podría hallárseles en el sótano del lugar. Otra decena de máquinas están dispuestas para acondicionar el cuerpo. Ernesto se va hacia el fondo. Sobre un gran baúl está su bolso de distintos tonos de marrón, similar al usado en camuflaje militar. Sus manos, recubiertas por guantes de distintos tonos de verdes oliva, sostienen las barras de una máquina para hacer el conocido ejercicio de los remos (halar hacia atrás con los brazos, mientras las piernas empujan hacia adelante), cuando no unas mancuernas. Luego de finalizar las cuatro series de diez repeticiones de remos, las mancuernas de 5 kilos suben y bajan para fortalecer sus bíceps durante seis series de diez repeticiones, mientras Helena, de brazos cruzados y vistiendo un suéter rosa, observa.

Le resulta incómodo seguir haciendo series. Cuando termina una, luce cansado y aburrido. Se sienta. Cruza sus piernas cubiertas con un mono deportivo verde. Reposa sobre una de las máquinas. Bebe agua y en su franela se pueden observar rastros de transpiración. Se queja. Helena lo aúpa a seguir. Ese podría ser un breve resumen de la historia entre ambos. Pero no es tan simple. Cada vez que se extiende demasiado en los reposos o empieza a esquivar el ejercicio, mamá le llama la atención para que retome la rutina. No puede tardarse tanto. Luego hay que hacer otra actividad o ir a casa para almorzar y prepararse para el taekwondo. Poco ruido en esta área, sin discos para pesas chocando y sin Alejandra cerca.

Su rutina se va acabando y Helena comienza a alistar un envase con un puñado de pasas para su hijo, a veces acompañado con un cambur. La merienda postentrenamiento la incorporaron luego de una sugerencia de la entrenadora, para evitar que sufra desmayos o se descompense por las cargas físicas que se le exigen. No sería la primera vez que se descompesara, pero si llegase a pasar en Flamingo, sí ocurriría por primera vez desde que entrena con Alejandra. Todo esto es importante para que el crecimiento y la recuperación muscular se produzcan, también para que cuestiones que antes no podía realizar, como montarse en un balancín o despegar sus pies por encima de los 50 centímetros en un salto, sean logros que se sigan produciendo.

Fotografía de Roberto Mata

Al dejar de entrenar, Ernesto acostumbra a comer un puñado de pasas o un cambur, para evitar descompensarse. El descanso y las meriendas son importantes para su recuperación muscular. Fotografía de Roberto Mata.

Tras terminar, si no tuvo clases de natación en la mañana, va a nadar en la tarde. Cuando lo hace en las mañanas, es el alma de la fría piscina del Complejo Deportivo Los Salias.

Los habitantes de San Antonio de Los Altos suelen usar abrigos, bufandas y gorros durante las mañanas. Sólo cuando se acerca el mediodía y la bruma ha sido desplazada por la luz del sol, la temperatura permite liberarse de esas prendas. A las siete de la mañana no hay más ruido que el de los vehículos que se trasladan por la Avenida Perimetral de San Antonio. La paz de la zona se altera cuando Ernesto comienza a pegar gritos en la piscina o cuando le llaman la atención por detenerse en medio de ella.

El carril uno es exclusivo para personas con alguna discapacidad intelectual y/o motora los lunes, miércoles y viernes, como parte de un acuerdo con la Alcaldía del municipio Los Salias y el programa de Olimpíadas Especiales que se realiza en Los Altos Mirandinos. Normalmente quien los entrena es María Ramallo, una mujer blanca, de aproximadamente un metro setenta y cinco centímetros de estatura, poco mayor de 40 años, de cabello corto y lentes, vestida con ropa deportiva.

María comenzó a nadar en 1979 en el YMCA de San Bernardino debido a un problema en su columna. A través de los años se formó académicamente para enseñar natación, logrando un Título Superior Universitario en Deportes, entre cursos y otras formas de aprendizaje. A través de la natación adaptada, ella procura advertir las fortalezas de sus alumnos con alguna discapacidad para orientar su método de enseñanza a través de esas virtudes. Va y viene de un lado a otro de la piscina. Se detiene para advertir algún error en la mecánica de nado o reconocer algún avance.

Fotografía de Roberto Mata

Hasta no hace mucho, Ernesto no podía subirse a los tacos desde donde los nadadores suelen arrojarse a la piscina. Actualmente puede hacerlo sin mayor esfuerzo y por sus propios medios. Fotografía de Roberto Mata.

Hace tres años Ernesto entrenaba poco. Hasta subir al taco de salida representaba una complejidad. Ese día, usa un traje de baño azul naval que supera la mitad de sus cuádriceps y con su pierna derecha se sube al taco sin mayor dificultad. Está próximo a hacer los mil metros de nado del entrenamiento, posterior a un calentamiento del cuerpo que dura quince minutos. En la piscina ya hay personas en plenitud de condiciones nadando en los otros carriles. El frío no cesa y las cicatrices de su cuerpo tiemblan al salir del agua, sobre todo la que está en abdomen, de aproximadamente 30 centímetros de largo vertical. No hay queloides sobre la piel; cicatriza bien.

Sus inicios en natación fueron mediante una tabla que le permitió desarrollar la patada, para luego nadar 25 metros hasta llegar, progresivamente, a los 50. En la actualidad, nada crol, pecho, mariposa y espalda. Su desempeño no es perfecto, pero quienes han visto su evolución destacan sus avances y elogian su técnica de patada. La natación, al ser un deporte de bajo impacto, es conveniente para atender su distrofia muscular progresiva porque lo fortalece sin afectar significativamente su anatomía. El progreso ha sido tal que hasta compite de forma organizada y también amistosa, como ocurrió el 20 de julio de 2016.

—¡Sííí… Le gané a Manuel!

Así fue como Manuel Abreu supo que había una competencia entre ellos. Ernesto nada y con frecuencia se detiene a mirar a su alrededor. Busca con la mirada un gorro, un rostro, una amistad. Aparece Manuel unos metros más atrás de Ernesto en la piscina. En las gradas, Helena y Fátima, las madres de los chicos, observan y conversan. “Ellos son como compadres”, define Fátima.

Entre brazadas y patadas, surge la fatiga y emerge el llamado de María, la entrenadora:

—¿Y entonces? No te pares…

Fotografía de Roberto Mata

El carril 1 de la piscina del Centro Cultural y Deportivo de Los Salias es usado los lunes, miércoles y viernes por personas con alguna discapacidad, y que forman parte de la Fundación Amigos Unidos. Fotografía de Roberto Mata.

Ernesto está cerca de un cono naranja que divide la piscina en dos y que en ocasiones es el límite para dejar un estilo y comenzar a nadar en otro. Al escuchar el regaño, sumerge su cabeza en el agua y vuelve a bracear; otras veces, cuando lo escucha, le lanza besos a María o le grita que la ama. Cuando expresiones de ese estilo se presentan, sus entrenadores quedan desarmados. El afecto supera la rigidez, la enseñanza y la pedagogía, para tocar la sensibilidad. No hay forma de que escondan la sonrisa al verlo. No son los únicos que no se resisten.

Tras estar desde las primeras horas de la mañana irradiando alegría, entusiasmo y apoyando a sus compañeros, Ernesto se apagó durante la tarde del domingo 31 de julio de 2016. Él y sus compañeros habían estado todo el día compitiendo en la primera Copa “Semillas para el futuro”, organizada en el Complejo, contra atletas en plenitud de condiciones. Ni él ni sus compañeros lograron vencer. La competencia se planteó de esa manera para poder incluir a la Fundación Amigos Unidos, conformada principalmente por atletas con alguna discapacidad. A ella pertenecen Ernesto y Manuel, además de otros jóvenes que entrenan lunes, miércoles y viernes con María, presidenta de la Fundación.

Las diferencias entre los atletas son obvias. En resistencia, en musculatura, en desempeño competitivo. Quien llegara tarde a la competencia y buscara a Ernesto en la piscina, podría haberlo distinguido al comparar las estelas de agua que dejaban las patadas durante las competencias. La estela más leve era la suya. Al final de la tarde, incluso, ni estela había. Sus patadas había que buscarlas debajo del agua, mientras sus inhalaciones se prolongaban sobre ella y sus brazos caían como si fueran de plomo.

En ese punto del día, luego de al menos tres competencias y más de 400 metros nadados, impresiona la voluntad competitiva de Ernesto y su capacidad para animar a otros. Quienes son próximos a él no se sorprenden con su conducta y aunque esperan la cotidianidad, no dejan de conmoverse o, como Carla Archila, sienten que han podido compartir con alguien realmente especial.

Ella tiene 21 años. Mide aproximadamente un metro setenta de estatura. Rizos castaño oscuro. Ojos claros y piel blanca, levemente tostada por el sol del día y un dulce rostro. Nada desde los 6 años. Está en San Antonio desde antes de las siete y media de la mañana como parte del equipo Vikingos de Chacao. Al tiempo de estar en la competencia, ya Ernesto había llamado su atención. Nombrárselo es suavizar su tono de voz y sacarle una sonrisa.

—¡Él es increíble! —valora.

Fotografía de Roberto Mata

Ernesto ya ha participado en competencias de natación. Al ser un deporte de bajo impacto para las articulaciones del cuerpo, le resulta muy conveniente. Fotografía de Roberto Mata.

Esa conclusión se fue construyendo durante el día y se concretó durante la premiación del evento, cuando los rayos del sol se reflejaban en la piscina, iluminando de forma natural el complejo. El frío ya no estaba en el ambiente aunque algunos competidores todavía temblaban; Ernesto no.

Su desempeño se había cerrado bastante antes de lo que él imaginaba, a juzgar por la decepción que le produjo no participar en la última competencia de relevos. Sin embargo, sentado en los escalones que conectan la piscina con los vestuarios, aplaudía la premiación del resto de competidores. Carla, quien nunca antes había visto a Ernesto, lo notó y decidió entregarle la medalla que colgaba de su cuello, para luego agradecerle. Desde ese instante, el mal humor se volvió pasado. Ernesto comenzó a jugar con su medalla, a lucirla, como si fuera la energía que Carla reconoció en él y que siente que es capaz de compartir:

“Él me hizo esta competencia. La energía de este evento la hizo él. Me motivé mucho a nadar en esta competencia por él. Cada vez que salía de la piscina lo buscaba a él, porque sabía que él iba a estar aplaudiendo aunque lo hiciera mal. Él estaba ahí aplaudiendo a todos. ¡Y me encantó!”

Él, él, él.

Ninguno se olvidará del otro.

Quien nadó por una medalla encontró la voluntad como eje de vida; quien nadó por voluntad, encontró una medalla que premia su forma de vida.

Disciplina

Ernesto, quien hoy puede dar largas zancadas y correr, llegó a la Escuela de Tae-Kwond-Do Kwan Los Altos siendo un niño que arrastraba sus pies. Eugenio Márquez, su entrenador, recuerda a Helena con una cara “prácticamente triste”, luego de que su hijo no fuera aceptado en otras disciplinas. “Lo veían como un fenómeno. Los entrenadores no apostaban mucho por él”, recuerda Márquez, conocido de Elsa Pagua, madrina de Ernesto, y quien se lo sugirió a Helena.

Un diálogo despejó el panorama y, probablemente, alivió, si no borró, la tristeza en el rostro de Helena:

—¿Usted está viendo la discapacidad de él? —preguntó mamá.

—Sí, no importa. Para eso tenemos paciencia —respondió el entrenador.

La frase abrió puertas y desde entonces se forjó una relación muy próxima entre las partes, en la que es difícil precisar quién ha sido el principal beneficiado. Aunque en un primer momento había dudas sobre si la Escuela prosperaría, sigue en pie. Carece de una sede propia y no cuenta con apoyo gubernamental. No entrenan en un gimnasio de artes marciales, pero bajo el techo del Salón de Usos Múltiples del Complejo Deportivo de Los Salias se forman entre 60 y 70 jóvenes, con algún adulto entre ellos.

La primera persona a la que Eugenio Márquez entrenó en Los Salias fue a una niña pequeña. Ante la falta de otros alumnos, “muchas veces llegaba y decía: ¿arrancará o no arrancará?”. Y arrancó, con el norte de “ayudar a todo aquel que de verdad lo amerite, para sacar a los chamos de los vicios y que no estén en el ocio”. Márquez continúa:

“Nosotros no vemos a los alumnos como alumnos, los vemos como hijos, como familiares. Nosotros buscamos la manera de que si ese niño necesita hablar con alguien, pueda hacerlo con nosotros. Incluso, hemos trabajado con niños que tienen mala conducta, que los padres no pueden controlar y los traen acá pensando que acá puede drenar y aprender algo. Queremos ayudar a los niños a través del taekwondo, no que sea sólo una disciplina más”

A través del tiempo, la escuela ha sido invitada a distintas competencias locales y nacionales. Una de ellas fue el Festival de Tope que se produjo el 9 de junio de 2016 en el Polideportivo Daniel “Chino” Canónico, ubicado en la parroquia Macarao del municipio Libertador de Caracas.

La modernidad del espacio contrasta con el estancamiento que parece sufrir la zona que se atraviesa para llegar a él. Sí, se atraviesa, porque queda en el último rincón de la parroquia empotrada entre montañas y custodiado por el Ejército. Aunque no hay una playa cerca, Macarao se ve y se huele como si fuera un pueblo costeño, con pequeñas vías de tránsito, personas vistiendo bermudas cortas y franelas sin mangas y calzando sandalias.

Da la impresión de que el Poliderportivo, que cuenta con un estadio de grama artificial, tribuna, estacionamiento, gimnasio de usos múltiples, baños con agua [al menos esta vez] y una cantina, no es muy visitado por los habitantes próximos. Esto se puede intuir a partir de la asistencia del sábado 9 de julio de 2016, para el juego de béisbol entre la UCV y la UNEFA, ganado 6 a 2 por el primero: sólo algunos familiares y entendidos de la Liga Ascenso estaban observando el juego. Fue de entre ellos que surgió el comentario: “En este estadio se la pasaba jugando Chávez”.

No se puede dar por hecho, pero la marca del Presidente, los ojos que normalmente se ven sobre franelas y su nombre, están en distintos rincones del espacio. Sus ojos pintados con rojo también están en el gimnasio de paredes blancas donde Ernesto, junto a sus padres, espera para competir. También está Eugenio Márquez, vestido con franela y mono azul eléctrico, atento a los distintos discípulos que están presentes en la competencia.

Hay tres tatamis dispuestos para los combates. Ernesto competirá en el principal. Las decisiones de los jueces, la asesoría de los entrenadores, la euforia de los padres y las conversaciones entre acompañantes se mezclan con canciones de reguetón que musicalizan el soleado sábado.

La mayoría de los competidores son niños o jóvenes que dan sus primeros pasos en la adolescencia. Ernesto es uno de los mayores, cinturón azul, y el único en la categoría paraolímpica. Por eso no competirá de manera regular sino en modo exhibición, en dos combates; ambos, ante deportistas morenos, delgados de aproximadamente un metro ochenta de estatura, en plenitud de condiciones.

Globalmente, los combates parecen libres de tensión, bastante amistosos. Pero al reparar en cómo los asume Ernesto, es posible advertir cuánto le importan. Y le importan mucho. Entre pausas e intercambios de golpes, la tensión aumenta. No hay agresividad; sí mucha intensidad, mucha concentración. Con casco y peto rojos, no quita su mirada del peto azul de sus oponentes en cada combate, mientras sus adversarios ceden levemente en su defensa. Él aprovecha la concesión y busca el punto con obsesión, mientras Eugenio Márquez le grita “¡gira, gira, gira!” a ras de tatami, mientras su moreno rostro también se tensa.

Considerando sus condiciones, la petición parece exagerada. Sin embargo, se puede explicar desde el enfoque que le han dado a su caso, procurando que reciba el trato que se le da a los otros, que sea uno más, aunque todos sepan que no lo es; además, las patadas con giro valen dos puntos. Combate al fin, se trata también de vencer, de ganar.

Con el paso de los rounds el agotamiento se hace obvio, en sudor y en gestos, su rostro parece derretirse, aunque sólo sean tres rondas de un minuto y treinta segundos por combate. Su cara no tiene la frescura ni la ansiedad de los momentos previos a la pelea y los golpes que en un principio no producían mayor sonido al impactar en el adversario, ahora parecen casi una simulación, como si no llegara a haber contacto. Como en las otras disciplinas, su espíritu y actitud parecen querer más de lo que su cuerpo puede ofrecer. Cuando a la fatiga se suma las dificultades motoras, se entiende que la pelea se elevó hacia otra dimensión, se disputa en otro plano, y se descubre que el principal oponente de Ernesto pasa a ser él mismo. Su sonrisa tras el combate anuncia el ganador. Sin embargo, al principio del proceso de preparación física, no había tanta satisfacción como ahora.

Constancia

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Las primeras veces que Ernesto pisó los espacios del Centro Cultural y Deportivo de Los Salias lo hizo arrastrando sus pies. En la actualidad, se le puede ver corriendo por el lugar. Fotografía de Roberto Mata.

Casi todo lo relacionado con Ernesto está sujeto a largos períodos de tiempo de trabajo. Para volverse ese atleta reconocido en distintas competencias por adversarios, entrenadores y jueces y dejar de ser el niño que arrastraba los pies, fue necesario que su entrenamiento empezara por fortalecer sus extremidades inferiores. En ellos se podía ver a un joven rubio sentarse y levantarse, sentarse y levantarse, ante la mirada del entrenador. Eugenio Márquez recuerda que “todos los días era una pelea constante con él para que levantara la pierna, para que la despegara del piso. Fue un trabajo lento pero fructífero”.

A medida que su musculatura se iba fortaleciendo, el entrenador le pedía que acelerara, que se sentara y levantara más rápido, hasta que decidieron incorporar a la rutina las sentadillas. El incremento en la intensidad y cantidad de ejercicios era progresiva, se iba elevando a medida que el cuerpo de Ernesto fuera respondiendo, mientras en Eugenio Márquez comenzaban a registrarse las primeras lecciones de un proceso de retroalimentación entre ambos que se ha sostenido a través del tiempo: “Lo mío es trabajar con él, aprender de él, porque era la primera vez que yo trabajaba con una persona de sus condiciones”.

Aunque Márquez es exigente, cuando ve a Ernesto dar una patada debe recordar aquellos primeros momentos en los que colocaba su mano a una altura normalmente baja y le pedía que las tocara, primero con las rodillas y luego con el empeine de sus pies. La tarea que a simple vista parece sencilla, resultaba extenuante para un joven que nunca había realizado actividad física similar.

La línea de trabajo ascendente indicaba que a la dinámica con las piernas había que sumar ejercicios para la zona abdominal y lumbar, con la intención de fortalecer zonas importantes para la estabilidad y movilidad del cuerpo. Realizaba abdominales boca arriba, con la asistencia de un compañero que le sostenía las piernas para que no las moviera y el ejercicio mantuviera su complejidad, y abdominales inferiores, mediante la elevación de las piernas. A través de los meses, el cuerpo de Ernesto fue evolucionado y, poco a poco, él fue incorporándose a los entrenamientos de la escuela, con un objetivo propuesto por Márquez entre ejercicios: “Tienes que trazarte el reto de ser igual que ellos. Tú no eres diferente a ninguno; eres igual a todos los demás”.

Eso lo ha llevado a la práctica. No hay ejercicio prohibitivo. No hay exigencia ajustada a sus capacidades. Si sus patadas sólo alcanzan a superar la altura de las rodillas, sólo llegan hasta ahí. Si debe pararse a respirar, se para. Si una pena implica flexiones a modo de castigo, las hace.

Patadas y puños hacen sonar unos cojines rojos y azules sostenidos por los entrenadores o alumnos avanzados. En líneas generales, todos pegan con fuerza y a una altura superior a la de la cadera del maestro, salvo Ernesto. En la acción se vuelven obvias las diferencias físicas entre él y sus compañeros. Si no se mirara el entrenamiento, bastaría poner atención en el sonido del impacto para reconocer cuándo golpea Ernesto y cuándo lo hace el resto. El suyo es el más débil, en oposición a los fuertes gritos y arengas que realiza.

Si algunos boxeadores rugen al momento de pegar para intimidar al contrario, los taekwondistas amedrentan con el “kiap”, un “grito de combate” que acompaña a la pegada. En el caso de Ernesto, por sus limitaciones físicas y por ser el único del grupo que lo manifiesta, destaca más el “kiap” que la contundencia del golpe. Con Ernesto, no parece casualidad que “kiap” también represente un “espíritu de lucha”. En el fondo, ese espíritu es el que premian con los cambios de cinturones.

El Complejo Deportivo ha cedido uno de los salones donde normalmente se imparten clases de música para que la Escuela de Tae-Kwond-Do Kwan pueda realizar las pruebas para los cambios de cintas. Afuera llueve. Algunos niños dan sus primeras patadas en la piscina, mientras otros corren por distintos espacios vestidos de blanco. Taekwondistas.

Un tatami de colores azul y rojo está desplegado con láminas de goma espuma. La evaluación avanza con los niños más nóveles, portadores de cinturones blancos, amarillos o naranjas.

Lo primero que se evalúa es el conocimiento de los números en coreano, además de algunas letras o posturas. Luego se analizan los pumses o formas, que son una serie de movimientos que simbolizan el “combate de sombras”. Cada movimiento tiene un fin y un sentido. Si alguno falla o no se logra de manera adecuada, el otro se estropea. Los maestros, Márquez y Freddy Martínez, quienes están frente de los alumnos, evalúan cada detalle hasta el punto de exigir que deba repetirse determinado pumse. La exigencia se altera levemente en el caso de Ernesto.

Él aspira el cinturón marrón, ese que según la filosofía de la disciplina simboliza que el árbol ha crecido y comienza a dar sus primeros frutos. A su lado, un niño de 10 años aspira al mismo color. Ernesto responde algunas cuestiones con acierto, aunque su estado general parece de duda y nervio. En cuanto a las formas, todavía no memoriza lo suficiente el “combate de sombras”, aunque ya haya vencido otros fantasmas más íntimos.

Superada esta fase de la prueba, quedan pendientes los rompimientos.

Estallar globos golpeados por los más pequeños, o ver astillas desprendidas de tablas pateadas por alumnos próximos a los 20 años, parece un momento divertido. Se escuchan aplausos y se observan rostros sonrientes. Ya no llueve. Sin embargo, la dinámica tiene un objetivo. Con el choque de alguna parte del cuerpo con la tabla o el globo se procura fortalecer la zona con la que se impacta el objeto. Los más experimentados incluso logran rompimientos con maniobras en las que saltan a dos o tres alumnos hasta patear. Ernesto nunca ha roto una con sus pies. Fue con sus puños o alguna parte de sus brazos que rompió las que ahora reposan en su cuarto, y la que le ha permitido completar la evaluación para lograr el cinturón marrón.

En el acto, el maestro Martínez, quien formó parte de la escuela hasta hace poco de forma constante, le quita el antiguo cinturón azul para colocarle el marrón. Los rostros de niños, padres, familiares y acompañantes parecen conectados con el momento, tanto o más que el padre de Ernesto, quien desde una esquina, vistiendo una franela roja, se pasó la competencia sonriendo. Sólo parecía haber motivos para la alegría.

Corazón

Fotografía de Roberto Mata

Ernesto sufre arritmias cardíacas desde los 12 años. Su distrofia muscular progresiva lo vuelve propenso a sufrir un paro cardíaco. Fotografía de Roberto Mata.

Cuando supo que el miércoles 19 de octubre de 2016 le colocarían un desfibrilador a su corazón, se alegró. A partir de los 12 años manifestó arritmias cardíacas y hasta los 8 sufrió convulsiones arrítmicas. Desde hace meses la posibilidad se asomaba, pero no se concretaba por la falta de disponibilidad de equipos cedidos por el Ministerio para la Salud. A eso de las cuatro de la mañana está despierto en su cuarto de cortinas verdes el 19 de octubre. Su noche fue inquieta, quizá tanto como parece ahora en el piso 3 del Hospital Clínico Universitario de Caracas. Va y viene de un lugar a otro. Pregunta por las doctoras. Va y viene. Conversa con sus padres. Va y viene, hasta que se detiene.

La luz que ilumina la Unidad Audiovisual de Educación Cardiológica alcanza a rozar los zapatos grises y naranjas de Ernesto, de pie frente a la entrada de la Unidad, en el pasillo vinotinto de Medicina III. Ansioso, se asoma a la Unidad. Dentro, hay cuatro personas: tres de ellas, con batas blancas. Es ahí donde están estudiantes y médicos residentes del Hospital. De ahí sale la doctora Marilyn Ruiz, con quien se da un cariñoso abrazo, y también la doctora Francis Suárez, quien tiene pelo largo y negro y un rostro de notables pómulos.

“Pacientes que vienen para marcapasos”, dice una enfermera. Helena le entrega seis gorros, seis tapabocas, seis cubre botas, seis juegos de suturas, seis pares de guantes y el contraste para la cirugía. Los tuvo que comprar porque el Hospital no cuenta con esos insumos. Helena se queda con el mono de su hijo.

Son las 7:06 de la mañana. Está sentado en la cama de la habitación que le asignaron. Sus pies cuelgan y van de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás. Su mirada apunta hacia el piso. Y entonces se comienza a desvestir: se quita la franela deportiva naranja, un suéter marrón con la imagen de Daddy Yankee y dólares de fondo, un mono deportivo negro. Como le indicaron, sólo conserva sus interiores.

En esa habitación hay dos camas. Ernesto, ya cambiado, está acostado sobre la cama izquierda. Helena le habla: “Te vienen a agarrar la vía. Ni que fuera la primera vez”. Ernesto está cubierto por una fina sábana azul con flores moradas y naranjas. Dos enfermeras toman la vía y proceden a inyectarle antibióticos, en una sustancia que a distancia parece espesa y es blanca.

Los instantes previos a la cirugía pasan entre el silencio y los gritos de los vendedores ambulantes que se asoman por la puerta o pasan por el pasillo. En la habitación hay un lavamanos. La puerta trasera hacia el balcón está cubierta por una sábana azul. Los vidrios de las ventanas, como muchas áreas de este Hospital, están sucios. La vista desde la habitación da hacia un estacionamiento.

Afuera, en los pasillos, el ambiente luce sombrío, sobre todo si se entra a alguna de las alas donde reposan pacientes operados u hospitalizados. Doctores van y vienen, al igual que algunos estudiantes de medicina. Cerca de la habitación de Ernesto, hay un ascensor al que llaman a gritos, literalmente. El sistema eléctrico de llamados no funciona “¡Aquí en el piso 3!”. Hace un par de meses, en uno de los encuentros con los doctores, se pudo ver a un señor esperar durante aproximadamente 20 minutos para bajar una bomba de oxígeno por el ascensor.

Instantes antes de la cirugía, la doctora Francis Suárez revisa exámenes médicos, Holters. Y surge la pregunta:

—¿Él no ha perdido el conocimiento? —pregunta a Helena.

—Solamente se desvanece. Se marea y se va para el piso —responde mamá.

Hay algo de normalidad en el proceso, en la actitud que asumen los padres y su madrina Elsa. Las intervenciones quirúrgicas también son rutina. Lo vienen a buscar en una silla de ruedas con el asiento hecho de tela negra. Helena lo besa y luego su papá lo observa a la cara, a los ojos, y aunque no dice nada, sus mirada parece sugerir: “Pórtate bien. Sé valiente”.

En un cuarto llamado “Laboratorio de Electrofisiología y Marcapasos” y numerado con el 9, próximo al área de quirófano, se escuchan gaitas. Las colocan desde la misma computadora de escritorio donde está el informe médico de Ernesto Bastos. Su nombre también destaca en una pizarra acrílica donde se agenda a los distintos pacientes. Él es el primero de dos que pasarán hoy por el área de Cardiología. Entre la voz de Ricardo Aguirre cantando “La grey zuliana”, se filtran unos quejidos desde el pabellón. Ernesto ya está en él.

A su alrededor, hay enfermeras, instrumentistas, enfermeras de electrofisiología, técnicos de marcapasos, la residente Francis Suárez y los técnicos radiólogos, más el doctor Mauricio Rondón. Ocho personas pensando en el procedimiento que realizarán a una sola.  

El reloj que cuelga en una de las paredes indica que han pasado pocos minutos después de las ocho de la mañana. Está tan inquieto durante los primeros instantes de la cirugía que el doctor Rondón le advierte que si no se tranquiliza no podrá continuar con el procedimiento. La anestesia local comienza a hacer efecto. El dolor disminuye y Ernesto parece tranquilizarse. Lo cubren al menos tres lienzos de tela quirúrgica. Tiene una mascarilla de oxígeno y sólo un espacio de piel de cerca de 15 centímetros de radio queda al descubierto. Una herida de aproximadamente 8 centímetros ya está abierta muy cerca de la parte superior de su corazón.

A través de un intensificador de imagen se puede ver el procedimiento, que incluye las vías y ondas dirigidas hacia el corazón de Ernesto. Colocar un desfibrilador, coinciden los médicos, suele ser un proceso bastante rápido. En su caso, de acuerdo con el doctor Rondón, jefe de la Sección de Electrofisiología y Marcapasos, se requiere un desfibrilador ya que:

“Una de las manifestaciones de la distrofia muscular de Duchenne es que tiene una alteración de unas proteínas estructurales cardíacas, y esas proteínas estructurales cardíacas son capaces de generar arritmias malignas tipo taquicardias ventriculares o fibrilación ventricular, y son la causa de muerte súbita en esos pacientes”

A cinco o seis pasos de distancia sólo se ven la gasa llena de sangre y los guantes quirúrgicos obrando sobre Ernesto, mientras los doctores Rondón y Suárez intercambian comentarios en cuanto al procedimiento. Acercarse a aproximadamente un metro de distancia es observar a través de la herida un músculo. Es el pectoral. Sobre él, entre la parte superior del corazón y la clavícula, van colocando el desfibrilador. Ese aparato, de gris plomo, como de 10 centímetros de ancho y otros de largo, casi rectangular, no condicionará su vida. Tampoco le ofrece ventajas sobre otras personas, pero sí podría salvarle de que una arritmia maligna obligue a su corazón a detenerse porque lo protege de éstas. La negra sutura da por concluido el proceso.

Tras salir del área de quirófano por la puerta de madera número 22, quien camina debe dar al menos 33 pasos para llegar a la habitación donde Ernesto comenzará a recuperarse. Mientras su hijo, todavía adormecido, rueda sobre la camilla en dirección a la habitación, mamá y papá conversan con el doctor Rondón, quien les entrega el informe médico. Cuando Helena ve a su hijo, toma su mano y sonríe.

Hay silencio y tranquilidad en la habitación. Él está cubierto por una sábana de tela gruesa. Aproximadamente treinta minutos después de la cirugía, la doctora Suárez, la principal ejecutora del procedimiento, pasa a chequear cómo está el paciente.

—¿Qué pasó que estás así tan callado? —pregunta la doctora.

Ernesto hace gestos y se refiere al dolor que siente. La doctora le explica: “Eso duele porque es una herida. Más bien te portaste como un hombre grande y fuerte”. No deja de ser curioso que lo trate como un niño, aunque ya sea un adulto. Pasa el tiempo y ya no luce inquieto ni ansioso. Sólo intenta dormir. Su respiración es lenta, pero constante. Su cabeza reposa sobre su muñeca derecha y su brazo izquierdo, a veces tendido y otras veces recogido, como haciendo una “ele”, se mueve poco. De ese lado del cuerpo está el desfibrilador que le acaban de poner. De ese lado está la herida. De ese lado está la mayor parte del dolor. Su corazón ahora está acompañado de dos electrodos, uno en la aurícula derecha y otro en ventrículo derecho, donde el electrodo es de alto voltaje.

“Ya me siento un poquito mejor”, se entiende con dificultad, mientras gira su mano derecha de un lado a otro, como si con ella quisiera decir “más o menos”. “Vamos a ver si ya se le quitaron las ganas de llorar”, dice el doctor Mauricio Rondón, mientras entra a la habitación. Le acompaña la doctora Francis. Son las 10:10 de la mañana, ha pasado aproximadamente una hora desde que culminó la cirugía y media desde el primer chequeo médico.

Instantes antes de la visita de los doctores, dos enfermeras llevaban en una camilla a una señora mayor. Era la segunda paciente de quirófano dispuesta para hoy. Sólo le cambiaron el dispositivo. Eventualmente, a Ernesto también se lo cambiarán. El reloj se acerca a las once de la mañana. Su color de piel comienza a recuperar matices. La palidez que tenía en el quirófano, instantes después de que terminaran de suturar la herida, y la lágrima que tenía en su ojo izquierdo, se van quedando en el pasado.

Hoy, o cualquier día, es difícil sacarle comentarios extensos a Ernesto, más si se toca su parte emocional. Cuando esto ocurre, le gana la timidez, su rostro se ruboriza y sugiere infinidad de emociones que quizá no sea capaz de nombrar, pero que siente de forma intensa. Lo que no dicen con palabras lo dice con sonrisas y miradas, una cualidad que quizá heredó de su padre, aunque pasa que a veces vence esa timidez cuando se le consulta sobre su mamá: “La quiero mucho”. No dice más como quien sabe que lo ha dicho todo.

Fotografía de Roberto Mata

Meses después de la cirugía, la calidad de vida de Ernesto ha mejorado y su rendimiento deportivo se ha incrementado. Fotografía de Roberto Mata.

Para papá y mamá es probable que todo se resuma en él. Luego de decir que su mayor miedo “es que uno le falte”, a Helena parece que se le hace un nudo en la garganta. Su padre no debe estar muy lejos de ese temor, a juzgar por cómo disfruta de las emociones de su hijo. Su hijo es su inquietud y, en especial, su alegría. Sobre todo al notar que el esfuerzo y los sacrificios dan resultados.

Cuatro meses después de la cirugía, Ernesto no se ha vuelto a quejar de dolores en la cabeza, ya nada 50 metros sin detenerse y participa en carreras que puede terminar a paso de trote.

A ese tipo de mejoras aparentemente simples pero impactantes en la vida de Ernesto, apostaban al dejar el Hospital Clínico Universitario. Ese día no se escuchaban quejas más allá de la incomodidad producto de la cirugía y de que los padres hacían de muletas, como lo han hecho durante toda su vida desde que su hijo nació: a través del tiempo, el dolor y el llanto han sido desplazados por la risa y la euforia. Su hijo estaba vestido con una camiseta de los Leones del Caracas. Siempre quiso jugar un partido de béisbol.