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En las tiendas por departamentos; por Arturo Almandoz Marte

Carrie pasó por los concurridos corredores, muy afectada por los extraordinarios despliegues de baratijas, artículos de vestir, papelería y joyería. Cada mostrador era lugar de interés y atracción deslumbrantes. No pudo evitar sentir sobre ella el reclamo personal de cada baratija y objeto de valor, pero no se detuvo”.
Theodore Dreiser, Sister Carrie (1900), III

 

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1.

A diferencia de mis hermanos mayores, quienes solían visitarlas con parientes y amigos que poseían sus propios carros, yo no conservo memoria de las tiendas por departamentos de la Caracas de los sesenta, de las que vagamente recuerdo Sears y VAM. Buscando con mamá algún utensilio de cocina o alguna prenda de vestir, sólo una vez entré en esta última, repleta de mercancía en aquella avenida Andrés Bello que de niño me parecía tan moderna. Allende el mercado de Guaicaipuro, cuya cornucopia en bajorrelieve simbolizaba la abundancia de sus tarantines, los edificios con murales de mosaicos y pórticos de vidrio en la avenida construida por Pérez Jiménez eran mi apogeo por el este de las andanzas con mamá alrededor de nuestra casa en San Bernardino. Pero era el centro caraqueño el hemisferio al que, como en un côté proustiano, casi siempre partíamos en los autobuses verdiblancos que pasaban por la calle Cristóbal Rojas, rumbo a las tiendas y los almacenes trajinados por mamá desde señorita.

En cambio mi hermana Corina era invitada al menos una vez al mes por tía Maruja al Sears de Bello Monte, después de que alumna y profesora salían, en el receso de mediodía, del colegio La Consolación en Las Palmas. Americanizada desde sus meses en Texas a mediados de los cincuenta, cuando perfeccionara el inglés con beca otorgada por la Creole, gustaba la tía solterona de ver las novedades llegadas a la sucursal caraqueña desde la casa matriz de Chicago, bien fueran los últimos electrodomésticos de Oster, o las cocinas eléctricas Kenmore que fabricaba el propio emporio fundado por los señores Sears y Roebuck. Como un personaje de Sister Carrie de Dreiser, de esas excursiones regresaba Corina presumiendo de los almuerzos que tía Maruja le había obsequiado, incluyendo hamburguesas o perros calientes con todo tipo de salsas, la leche malteada y el cheesecake que no sabía yo cómo deletrear. Si bien nosotros podíamos disfrutar de algo de ese menú en la cafetería del Cada de San Bernardino, o incluso en la Crema Paraíso pocas calles más abajo de nuestra casa, no era lo mismo hacerlo en aquellas instalaciones futuristas de Bello Monte, rodeadas por el parking inmenso donde tía Maruja estacionaba su Mercedes gris rutilante tapizado en rojo capitoné.

Ya visitarás tiendas por departamentos cuando viajes”, replicó mamá una vez que resentí no ser incluido en aquellas excursiones a Sears. Si mal no recuerdo, fue una tarde que entrábamos al Bazar Caracas, donde al igual que en otras tiendas del centro, haciendo malabarismos con su presupuesto de doñita, mamá conseguía empero todos los enseres para nuestra casa en San Bernardino.

2.

Burdines

Burdines.

Cumpliendo el pronóstico de mamá, comencé a disfrutar de tiendas por departamentos en mi primera visita a Miami, en los años de la Venezuela saudita. Más que la ropa o los regalos que comprara en Burdines y Jordan Marsh, al graduarme de bachiller en 1977, gusté de encontrarme con aquellos letreros que de niño veía yo estampados en las bolsas coloridas, en las que tía Carmelina nos traía regalos después de las temporadas de verano y navidades en su town house de Florida. La tersura y el olor de las franelas Hang Ten y los bluyines Levi’s, de las medias a rayas y los pulóveres con rombos, exhibiendo todavía sus envoltorios y etiquetas, habían sido mi primer contacto con aquellas marcas americanas, entre otras desplegadas a lo largo de los departamentos y las estanterías que ahora recorría, si bien mucha de esa mercancía fuera de hecho fabricada en Hong Kong o Taiwán.

También recordé en Jordan Marsh un desfile de modas que Corina había presenciado en su primer viaje al exterior, a finales de los sesenta, cuando acompañara a mi abuela Carmen a conocer la casa de los tíos en North Miami Beach. Mientras almorzaban con éstos en el restaurante de la tienda, según Corina nos contara casi bajando del avión de Pan Am en Maiquetía, las modelos desfilaban los trajes con sombreros y guantes, portando un número en la mano; era como en las colecciones de Balenciaga y Dior que veíamos juntos en las revistas de la abuela en su cuarto de costura en San Bernardino, hojeadas por las clientas al traer los cortes de tela o probarse los encargos. Invitado por los tíos al mismo restaurante en aquel viaje del 77, tuve la ilusión pueril de presenciar algún evento parecido, pero era ya improbable en el desaliño que trajeran los hippies, la liberación femenina y la derrota en Vietnam.

Más cerca de los desfiles de moda estuve al visitar Lord & Taylor y Saks Fifth Avenue, en un viaje a Nueva York con mamá y tía Maruja en septiembre de 1982. Deslumbrada como estaba con la única gran urbe que conoció, mamá había querido comprar algo de ropa desde que ingresáramos al Macy’s de Broadway en nuestro primer día. Sin embargo, conocedora desde su temporada tejana de las diferencias entre los grandes almacenes, entre los que Macy’s era ya algo downnmarket, tía Maruja advirtió a mamá que esperara a visitar las tiendas de la Quinta Avenida. Por mi parte, con criterio más literario que comercial, sugerí a priori decantarnos por Lord & Taylor, nombre que Elisa Lerner desliza en sus crónicas neoyorquinas de Yo amo a Columbo, las cuales había leído con ocasión de nuestro viaje.

Saks ganó la partida, deslumbrados como quedamos los tres al llegar al edificio neo-renacentista de Starrett y Van Vleck, con sus catorce pabellones estadounidenses ondeando desde la mezzanine, como lo hacen desde que las flappers comenzaran a visitar la tienda en los años veinte. Maruja, como ya me atrevía yo a llamarla con mi recién estrenado título universitario, terminó comprando sus sempiternos pantalones con pinzas y blusas encorbatadas “a lo Katharine Hepburn”, como ella llamaba a aquel estilo de empleada profesional de posguerra que nunca abandonó. Algo más moderna y menos estereotipada, mamá optó por un vestido blanco entallado con una casaca muy ligera en verde agua; en algo nos recordaba el conjunto exhibido por Angie Dickinson en Vestida para matar, mientras recorre las salas del Moma en aquel mediodía de domingo que sería su último.

Presentía que mamá no podría, como de hecho ocurrió, llevar las dos piezas juntas en Caracas, con esos calorones nuestros que nunca se refrescan con las brisas del Nueva York otoñal. Pero no quise arruinar su ilusión con el vestido “a lo Dickinson”, como desde entonces lo llamamos, mientras almorzábamos en la cafetería de Lord & Taylor, que como la de Sears en Bello Monte que no sé si existió, ofrecía las hamburguesas y los perros calientes con leches malteadas y tortas de queso. Sin embargo, como para desmarcarme de los fabulados almuerzos de Corina con tía Maruja, elegí un sándwich de atún con coca cola helada.

3.

Solo y desprovisto de remembranzas familiares, remplazadas por las urbanas y literarias, comencé a adentrarme en las tiendas por departamentos en mis viajes europeos. En visitas a París desde 1988, la emoción de encontrarme en escenarios novelados por Zola, en medio de los bulevares comerciales del barón de Haussmann, guio mis flaneries a través de La Samaritaine y Printemps, de Galeries Lafayette y Le Bon Marché. A pesar de su decadencia para entonces, en esta última compré algunos regalos en mi segunda estadía del 91, movido por el recuerdo de que el magasin parisino ofrecía, en las páginas de moda de El Cojo Ilustrado, enviar catálogos a domicilio a las lectoras caraqueñas.

Pero por no haber vivido yo en Francia, nunca llegué a familiarizarme con la dinámica y diversidad de sus grandes almacenes, a diferencia de lo que me ocurrió al estudiar en España a finales de los ochenta. En aquel país pujante desde su ingreso, a mediados de la década, a la entonces Comunidad Económica Europea, con indicadores que lo adentraban cada día en el desarrollo, según reportaban los telediarios, las atractivas campañas publicitarias de El Corte Inglés eran como manifiestos de esa bonanza. En la legendaria rivalidad con Galerías Preciados, que lo había precedido en la calle homónima desde finales del siglo XIX, se notaba ya el predominio del emporio levantado por Ramón Areces después de la Guerra Civil, con sucursales en las grandes vías y calles mayores de Barcelona, Bilbao, Sevilla y casi todas las capitales provinciales.

Además de la ropa y el menaje, como dicen los españoles, solía yo comprar los víveres en la sucursal al sur de la Gran Vía madrileña, muy cerca de la sede original de la sastrería epónima, entre las calles de Preciados, Carmen y Rompelanzas. Los vecinos de Chueca me decían, con razón, que los vegetales y la carne eran mucho más baratos en el mercado público; sin embargo, con algo de novelería, desobedecía yo su consejo casi siempre, hasta que dejé Madrid en el verano del 89. A poco de regresar a la ciudad sacudida por el Caracazo, leí en la prensa sobre la muerte de Areces y su reemplazo por Isidoro Álvarez, antiguo director general del grupo. Y en una carta recibida por aquellos meses, un profesor del instituto donde había estudiado vaticinaba con tino, que en su nueva etapa, El Corte Inglés “engulliría” al archirrival Galerías Preciados, iniciando la internacionalización del “emblema comercial de la España europeísta”.

4.

Traté de aplicar en Londres el consejo que no había seguido en Madrid, a saber: no comprar comida en las tiendas por departamentos. Mi landlord me previno sobre lo mismo desde que llegara como inquilino al piso de Brompton Road, justo enfrente de Harrods, uno de los templos del comercialismo victoriano. Fundada en 1849 por Henry Charles Harrods, en el entonces pueblo de Knightsbridge, la tienda albergaba, cuando inicié mi doctorado en 1993, más de doscientos departamentos y cinco mil empleados, que por no tratarse de una cadena, trabajan casi todos en las instalaciones londinenses. Estampados en la fachada del edificio, así como en los productos fabricados por Harrods, los escudos de la Reina, el príncipe de Gales y el duque de Edimburgo, entre otros miembros de la familia real, recuerdan que la tienda es abastecedora oficial de los Windsor desde hace décadas.

A pesar de sus veleidades upper-class, no gustaba mi casero de comprar mucho en Harrods, por el barullo de turistas para quienes están calculados los precios. Si se trataba de pagar caro, prefería míster Wheeler aventurarse hasta Fortnum & Mason, más aristocrática, según él, por haber sido fundada en el siglo XVIII; del local de Picadilly traía el té, las mermeladas y los quesos, sobre todo el Stilton azul que tomaba con el Bloody Mary al mediodía. Pero en las prisas de las comidas que a veces ofrecía, compraba míster Wheeler en los Food Halls de Harrods exquisiteces para sus invitados, como las pencas de arenque o caballa, las lonjas de salmón noruego y las escudillas con paté de hígado, algunas de las cuales conservo como souvenir en mi cocina de Las Palmas.

Apegado al consejo que me diera el casero, recordado por mi presupuesto de becario de Fundayacucho, prefería yo deambular por Harrods en los feriados bancarios, cuando disminuía el tropel turístico. Recorría entonces departamentos poco concurridos, como los de cristalería y vajillas, presididos por el escudo de la Reina madre; mientras contemplaba, sin tocar jamás, las copas de Lalique y los vasos de Orrefors, los floreros de Sèvres y las ánforas de Westwood, me preguntaba cuáles serían las marcas y los diseños preferidos por la anciana de Clarence House. Si se trataba verdaderamente de comprar enseres o ropa, me desplazaba, siguiendo también consejos de míster Wheeler desde mi llegada, al Peter Jones de Sloane Square, al inicio de King’s Road, que era según él la más classy de las tiendas por departamento. Al mismo grupo pertenece John Lewis, en Oxford Street, adonde iba sin decirle nada, porque detestaba el squire esa calle de “gente horrenda y vulgar”; pero una vez allí se desplegaba, por supuesto, toda la variedad de almacenes londinenses, de Selfridges y Debenhams a Marks & Spencer, facilitándose en mucho conseguir regalos en vísperas de mis viajes a Caracas. En lo que más me regodeaba era en elegir la ropa que tanta ilusión hacía a mamá; ya no se trataba, por supuesto, de entallados vestidos a lo Dickinson, sino de holgadas batas de diario para su vejez casera y achacosa.

5.

Fue después de la muerte de mamá en 2006 cuando comencé, en mis frecuentes viajes a Santiago de Chile, a visitar Falabella, una de las pocas tiendas por departamentos que he recorrido en Latinoamérica. Generalmente voy al local de la calle Providencia, donde en cada viaje puedo apreciar el mayor y mejor surtido, que sin parangonarse con los de las tiendas europeas y norteamericanas, dan fe del milagro chileno. En mucho me recuerda éste a la España de los ochenta, incluso por la rivalidad de Falabella con los almacenes París, aunque sospecho que ninguno de los dos llegará a superar la hazaña de El Corte Inglés.

Los controles de cambio y la devaluación del bolívar casi me han privado, como a los venezolanos todos, del placer de comprar en las tiendas por departamentos del exterior. Con respecto a las nacionales, las cuales casi nunca visito, entiendo que están azotadas por los controles de precios y el desabastecimiento rampante. Ocasionalmente entro al Beco de Chacaíto, que es como un enclave de orden y esfuerzo en medio de las carestías venezolanas, y con todo me recuerda al VAM de otrora. La última vez que estuve, creo que en diciembre del 2014, compré algunos enseres para mi apartamento; me atendió una muchacha diligente y vivaz que me recordó a Sister Carrie, quien también se inició joven como dependienta en los almacenes de Chicago. Al pasar por la cafetería, sonreí pensando en los supuestos almuerzos de Corina con tía Maruja en el Sears de Bello Monte, que según mi hermana después confesara, eran cobas suyas para presumir en casa.

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