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En la muerte de Guacarán; por Tomás Straka

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En aquel tiempo —finales de los años 80s y con ellos de los sueños de la modernidad venezolana— el Gustavo Herrera era un liceo que aún mantenía muchas de su viejas glorias: se podía escoger el deporte a practicar en educación física (incluyendo natación), había cursos de fotografía, con laboratorios para revelado; alumnos europeos de intercambio (en mi salón tocó una belga); existía el más completo policlasisimo, de modo que conmigo estudiaba la hija de un diputado y la de la bedel, un motorizado y un par de niñas ricas, aunque la mayor parte era de Chacao y las urbanizaciones de sus alrededores.  Aunque se notaba la diferencia entre los que iban a Miami de vacaciones e invariablemente tenían acciones en un club y los que no, había una razonable convivencia.   Estudiaba un montón de inmigrantes provenientes de los lugares de América Latina a los que hoy van los venezolanos, pero desde los que entonces se buscaba refugio acá (en mi salón había, que me acuerde, dos cubanas, una argentina, una uruguaya de la que todo el mundo estaba enamorado, una mexicana, una ecuatoriana que era mormona o algo así y se la pasaba hablando de su novio gringo; un chileno y un par de colombianas). Los que no éramos inmigrantes, éramos, muchos, hijos de inmigrantes.   Había en el  liceo un nutrido grupo de muchachos que sólo soñaban con sacar notas altísimas para entrar a la Simón Bolívar y de allí saltar a PDVSA o a una de las muchísimas transnacionales que estaban en Caracas; bastantes de ellos eran jóvenes cuyas referencias estaban únicamente en los Estados Unidos (creo que ahí fue cuando decidí no oír música en inglés, lo que cumplí por muchos años) y que básicamente se sentían superiores al resto de los mortales.  Por supuesto, a muy pocos les interesaba la política, el arte o cualquier cosa más o menos intelectual.  Cuando se estudie con calma la desaparición de aquella realidad de los 80s que hoy suena idílica, la actitud estúpida de la clase media ocupará, sin duda, un papel importante.  A aquella educación privilegiadísima la veíamos como algo normal y sentíamos más bien menosprecio de quienes la hacían posible (hablo de los políticos y funcionarios), la mayor parte por sifrinos y unos cuantos por comunistas, o algo parecido.

Era el Gustavo Herrera un liceo sólo para los dos últimos grados del bachillerato, en el que confluían muchachos de un montón de sitios; pero en el 86 u 87 se cerró un liceo que quedaba, creo, por Sebucán, el Andrés Mata, y sus alumnos fueron enviados al Gustavo.  Así comenzaron a abrirse secciones de 1° a 3er año, unos “carajitos”, vistos por encima del hombro por quienes ya teníamos camisa beige.   Entre esos nuevos alumnos estaba Adrián Guacarán. No estoy claro si venía del Andrés Mata, pero en todo caso llegó con esos nuevos compañeros. Aún era una celebridad, porque todos recordábamos su imagen cantándole al Papa.  Tenía fama de estudiante pésimo, aunque no de mal tipo. De hecho, que recuerde, a todos les caía bien.  Sobrevivía cantando en un plantel en el que más o menos había que quemarse las pestañas y había varias formas de competencia, a veces feroces (ropas de marca, becerro de oro típico de los 80s; buenas notas, como ya se dijo; ser bello o aproximarse a eso).  Al liceo nos venían a dar conferencias, llegaban invitados importantes, había actos por diversas razones y en todas esas ocasiones estaba Guacarán dando  la cara (en realidad la voz) por todos los herrerianos.  No fuimos amigos, pero sí lo traté.  Tampoco sé si graduó. Una vez, años más tarde, vi en la televisión que estaba de vendedor en un mercado.  Me entero ahora que fue funcionario público en los últimos años.

Guacarán acaba de morir.  Y de morir, según leo en la prensa, por una complicación renal a la que nuestro desastre del sistema de salud no tuvo cómo responder.  En su momento, su canto fue expresión de una Venezuela exultante, aunque ya en declive.  Lo conocí en el último trecho de esos años, en aquel liceo que hoy suena de maravilla.  Por eso, de algún modo, con él se cierra completamente ese ciclo para mí.  El niño de la esperanza muere en el marasmo de la desesperanza.

Todos tenemos culpa en alguna proporción.  Es en esa clave, y no en la plañidera de ¡qué vaina este país! ¡Cómo nos jodió el chavismo!, como debemos verlo.  Especialmente si se trata de alguno de los que entonces eran “apolíticos” (así se hacían llamar) y ahora está dando consejos de ciudadanía desde el exterior.  No hay que ver su muerte desde la superioridad, sino desde nuestro fracaso.  No el de los más pobres, o el de los chavistas, que también lo ha sido; sino desde nuestro propio, estruendoso, enorme fracaso.  Tal vez al reconocerlo hallaremos un camino para dejar de fracasar.

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