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En búsqueda de la épica perdida; por Alejandro Oliveros

Eneas y la sibila. Oleo sobre lienzo. Autor desconocido. Circa 1800

Eneas y la sibila. Oleo sobre lienzo. Autor desconocido. Circa 1800

“Canta, oh diosa, la cólera del pelida Aquileo”, así comenzó Homero el más grande de los poemas épicos escrito en lenguas occidentales. El asunto del canto era la invasión griega a las costas de Troya en busca de una princesa raptada. Cantando esa historia, la “única digna de ser contada”, el aeda exaltaba las costumbres y creencias de su nación, la de aquellos aqueos que se habían apropiado de la Hélade para fundar una cultura inigualada. Lo que sabemos de los tiempos heroicos, lo sabemos por las descripciones que encontramos en Iliada y Odisea. Sin Homero, Grecia sería puro presente, sin héroes ni dioses. No había historiadores ni cronistas a mano, solo se tenía a Homero y no era poca cosa, en verdad. La épica nació como el canto de la tribu. Y así lo entendió Virgilio en los días agónicos de la República. Sabía que la grandeza de Roma no sería reconocida por los tiempos venideros sin un epos que cantara y glorificara sus lejanos orígenes, en los cuales se insinuaba su expansión imperial. La llegada al poder de Augusto, destinado por los dioses a continuar la empresa fundadora del lejano Eneas, le proporcionó la protección y el estímulo tan necesarios para acometer un proyecto de tal alcance y empuje. Se trataba nada menos que de una versión, en hexámetros latinos, de los poemas homéricos, con otros héroes y aventuras. Se dice fácil, y amparados en el desconocimiento o el descuido, se le denigró con ligereza durante el siglo XX. El logro del mantuano no fue poco, sin embargo. A él le debemos un gran canto, segundo sólo a los del poeta ciego. Su esfuerzo, y los resultados, tienen asegurada la admiración de la posteridad. Era ya estimada, cuando, moribundo en las costas de Brindisi, Virgilio dispuso que, al morir, el manuscrito fuese destruido. Una voluntad que nos habría eximido del placer reiterado de la lectura de la Eneida, a no ser por la intervención del propio Augusto, que se sentía, con razón, como uno de los protagonistas de la magna saga. Dos mil años después, la modernidad, con sus arrebatos titánicos, quiso cuestionar su importancia, desoyendo el juicio de hombres como Eliot, Machado o Herman Broch. Tal vez el único cuestionador digno de memoria sea el inglés W.H. Auden, pero su gesto, un poema menor, habla más de envidia que de lucidez. Le tocaría a un ruso, por poeta, más que por crítico, destacar una de las expresiones de la originalidad de Virgilio. En efecto, en un ensayo digno de memoria, Joseph Brodsky destacaba el carácter “circular” de la aventura del protagonista de la Eneida. Hasta ese momento, el itinerario heroico terminaba donde había comenzado. No sólo en Homero, incluso en Gilgamesh, fuente de todas las epopeyas mediterráneas. Es cierto que Ulises se tarda diez años en su “nostos”, pero al fin vuelve a su patria tierra y su palacio itacense. Eneas, el protagonista de la gran épica latina, sencillamente no tiene para donde ir. Su historia es la del desterrado “absoluto”, para el cual el regreso está negado; la suya es una aventura “lineal”, la primera de Occidente y cuya influencia todavía está por ser reconocida. Siempre he pensado que Hernán Cortés tuvo este ejemplo en mente cuando ordenó quemar sus naves. No es la única evidencia de la originalidad (el término es una invención romántica, mantenida, con dudosa inteligencia, por la crítica del novecientos) de la Eneida, sin embargo.

Grecia es como la cantó Homero, y Roma, en sus orígenes, como la intuyó Virgilio. Desde entonces, todas las culturas y civilizaciones han sentido la necesidad de una crónica, un canto de considerables proporciones , un poema nacional que les otorgue permanencia en la memoria de los hombres. Los anglosajones tuvieron su Beowulf, el héroe fundador, enfrentado a enemigos formidables, gigantes, dragones, tempestades, metáforas de la arriesgada aventura de los pueblos germanos y escandinavos en sus andanzas por el Mar del Norte Los francos, por su parte, confiaron a un bardo anónimo la gesta de Roland, muerto heroicamente en la defensa de un reino cristiano ante el acoso del Infiel. Los godos, en España, se representaron en la gesta ejemplar del Cid Campeador. En el Poema de los Nibelungos, los alemanes han reconocido sus raíces brumosas y violentas. Wagner lo tomará como argumento de su gran épica cantada; cuatro fueron las óperas que escribió para musicalizar la gesta tribal de sus antepasados. En la Italia medioeval, el único poeta épico, el inmortal Dante, dedicó sus esfuerzos a la gesta del alma atormentada en busca de redención. No es un héroe convencional el protagonista de la Commedia, pero sus aventuras no fueron menos arrojadas. Para superar todos los innúmeros peligros y acechanzas, el florentino acudió al propio Virgilio, a quien consideraba, y no fue el único en su tiempo, el más grande, incluso más que Homero, poeta épico de la Antigüedad. Poco después, y con menos inspiración, Petrarca volvió al latín para componer una desigual épica con Scipión, vencedor de los cartagineses, como protagonista. Africa, como la llamó, no ha contado con los favores de la posteridad, que la ha reducido a la curiosidad de eruditos o profesores de literatura de la Edad Media. A un poeta portugués, Luis de Camoens, el Renacimiento debe la más formidable épica de su tiempo. Las luisíadas donde se canta el alma marinera de los portugueses en un amplio itinerario de aventuras, reales y fantásticas, que va de Lisboa hasta Africa y el Indico y de vuelta a la patria.

 

Durante el barroco siglo XVII, le correspondió al británico John Milton escribir el mejor poema heroico del inglés moderno. Sin proponérselo, tal vez, hizo de Lucifer, en su Paraíso perdido, su gran héroe. Vivió el gran poeta, también ciego, una época en la cual el mal estaba lejos de ser banalizado. Milton, como Camoens, se propuso escribir un gran epos y lo logró. La dilatada guerra entre griegos y troyanos fue trasladada por el inglés al mismo cielo, donde las furiosas huestes del Maligno fracasaron en su intento de desplazar la autoridad de su Creador. En el Paraíso perdido todo es desmesurado, como la historia que se cuenta. El aliento de Milton es incomparable, leerlo es una de las más altas experiencia de la poesía moderna. Es una de las pocas oportunidades que tiene el lector contemporáneo de sentir, al leerlo, lo que sintieron los primeros escuchas de Homero o lectores de Virgilio. De la Francia del XVIII, las memorias ociosas recuerdan uno de los más lamentables proyectos épicos. Me refiero a la olvidada –con razón-, Henriade, de Voltaire, donde el influyente pensador, más por interés que por inspiración, dedicó innumerables alejandrinos a la gloria dudosa de los reyes franceses.

Durante el romántico siglo XIX, varios y variados fueron los vates que incurrieron en la tentación épica. No obstante, como casi todo en un siglo que convirtió a la megalomanía en ideología, los protagonistas de estos proyectos no eran esforzados héroes, como el Cid o Roland, que entregaron sus vidas por el bien común, “le bien public” de la Revolución. En casos como los de Byron y Wordsworth, los únicos héroes eran los poetas mismos; y las aventuras las de sus propias más o menos burguesas existencias. Byron, más discreto por una vez, se disimuló detrás de la figura de Don Juan para cantar las muchas aventuras que le correspondió vivir. Wordsworth, por su parte, dejó de lado todas las reservas y escribió la más dilatada saga romántica en su Prelude, de infinitos versos blancos. En sus mejores momentos, como cuando canta singulares episodios de su juventud, uno de los cuales lo llevó a Francia durante los primeros años de la revolución francesa, Prelude es uno de los mejores textos la lírica británica de todos los tiempos. En la Alemania de aquel siglo, y como épica moderna, sigue siendo el Fausto del incomparable Goethe, lo mas notable compuesto en esa lengua, cuyo héroe no es ya el propio poeta, sino el género humano enfrentado a la fatalidad de sus límites. En su poderoso drama en versos, Goethe ha cantado mejor que nadie la gesta espiritual de su nórdica tribu. Su vigencia es inquietante, y demuestra cómo cada vez que la psique alemana cede a las tentaciones de Mefisto, desconociendo los antecedentes de la tribu, la ruina ha sido el costo a pagar.

Durante el novecientos, pocos fueron los países europeos que sintieron la urgencia de una épica nacional. Uno de ellos, y era lo más natural después de independizarse de varios siglos de amarga colonización británica, fue Irlanda. Poetas no le faltaban, no en este país que se dice generoso en santos y poetas. Al fin y al cabo, se mantiene el acuerdo según el cual el más grande poeta de su tiempo en inglés fue el muy irlandés W.B. Yeats. Pero no fue un poeta, a pesar de sus intentos juveniles, el que llevara a cabo la ingente labor, sino un novelista, el más formidable de todos los novelistas contemporáneos, irlandés medular y jesuita renegado. Hablo de James Joyce, aeda en prosa y autor de Ulises, la épica irlandesa en forma de novela donde se cuenta el día anodino y sórdido del héroe, el judío cornudo Leopold Bloom, escogido por el autor para protagonizar la formidable epopeya, inspirada, como parte de la Eneida en las peripecias de Odiseo. El Ulises de Joyce es una metáfora del género épico. En nuestros tiempos de triunfo de la burguesía, el poema épico vino a ser remplazado por la novela, el género burgués por excelencia. Del XIX en adelante, la epopeya sería en prosa y sus cantos los capítulos de novelas como La montaña mágica, Los inocentes, El castillo o En busca de tiempo perdido.

No obstante, la convicción de los europeos no sobrevivió el viaje a través del Atlántico, donde los poetas americanos habrían de insistir en la escritura del poema épico que representara sus culturas. En Norteamérica, Whitman sería el más acabado intérprete de esta ansiedad y, en el Sur, siguiéndolo de cerca, Pablo Neruda, para representarnos a todos, compuso su dilatado Canto General. No conozco de otro caso en el cual la tentación épica haya sido, por desgracia, asumida con una ambición que sólo igualan sus desaciertos como en el proyecto del chileno.