- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

El silencio, por Carolina Acosta-Alzuru

El silencio, por Carolina Acosta Alzuru 640

Venezuela no me suelta. “El país”, como le decimos los venezolanos cuando nos urge cosificarlo para hablar de él, no me toma la mano, no me sonríe. Más bien me hala con brusquedad y me grita su angustia, su desastre, su muerte. Venezuela se desgañita en pancartas que hablan de anaqueles vacíos y morgues llenas, y de la tiranía de un poder de furia desatada que insiste en sacralizar el legado de Hugo Chávez, mientras pretende imponerse a punta de represión.

No soy “de derecha”. Nunca lo fui. Pero pienso que lo que nos dejó Chávez no es un proyecto de justicia social sino una fortificación construida cuidadosamente con el objetivo de detentar el poder de manera absoluta y eterna. Los discursos del propio Chávez lo evidenciaban. Claro, para el que estuviera dispuesto a ir más allá de la etiqueta incompleta de “champion of thepoor”. Hoy el chavismo-madurismo trabaja con afán para convertir al país en una teocracia, al comandante en faraón y a ese edificio de poder en pirámide impenetrable y perpetua. He visto de cerca cómo erigieron su empalizada exterior. Desde el año 2004 he estudiado la construcción del cerco mediático que hoy le niega a los venezolanos su propia realidad y reduce al mínimo el espacio para las voces disidentes. Y no deja de sorprenderme cuántos de la izquierda internacional no se dan cuenta de todo esto, cuántos obvian las cifras de detenciones y torturados, aferrándose a una utopía socialista que no se parece en nada a la realidad de Venezuela.

Asirse al poder, esa es la obsesión. Por ello insisten en dividir. Les ha rendido frutos polarizarnos, decirnos que si no somos chavistas, no somos venezolanos, que ellos son “puro amor” y que los que estamos en desacuerdo somos “el odio”. Mientras, mantienen a toda una #tropa dedicada a insultar y a amenazar al que disiente. Entre tanto, el presidente también amenaza e insulta en cadena y, en el siguiente párrafo, llama al “diálogo” y “a la paz”. Acto seguido defiende el comportamiento de las milicias que siembran el terror en las calles. Son algunas de las muchas contradicciones que vemos en estos días entre discurso y accionar. En la oposición la intransigencia, los contrasentidos y el insulto tampoco están ausentes. Los radicales de ambos polos políticos, excesivos en su lenguaje y tono bélico, se dedican a enturbiar la mirada, a azuzar a los agresivos y a ensanchar grietas hasta hacerlas abismos. Están determinados a contagiarnos su ceguera. Los oficialistas se aprovechan del canibalismo interno de la oposición. Lo estimulan. Y los que les siguen el juego se convierten, aunque griten su identidad opositora, en amplificadores de la herencia más oscura del difunto comandante. La intolerancia nos tiene tan asfixiados como las bombas lacrimógenas.

Chavistas versus antichavistas. Venezolanos contra venezolanos. Un gentilicio que se agrede a sí mismo. Un país donde reconocer al otro es tarea impostergable.

Vivo en Estados Unidos desde hace más de 20 años, pero nunca me he ido de Venezuela. Estoy acostumbrada a la distancia geográfica, pero jamás estoy lejana, ni en lo intelectual, ni en lo emocional. Voy a mi país varias veces al año. Lo estudio. Lo adoro. Siempre me duele dejarlo, pero he aprendido a manejar ese malestar. Así que hace rato que me convertí en experta en “pasarme el suiche” entre mis dos países. Pero el 12 de febrero el interruptor dejó de funcionar correctamente y ahora vivo con un cortocircuito.

Soy profesora universitaria. No es solo mi trabajo, es mi manera de vivir. La universidad es el agua donde abrevo y navego a diario. Amo el bullicio de sus pasillos y los infaltables “hi, Carolina” y “hi, Dr. A” que me encuentro en ellos. Pero últimamente me siento íngrima en la universidad. Llego todos los días sobrecogida con las noticias y las imágenes de Venezuela, adolorida luego de analizarlas y abrumada por el incierto futuro del país donde nací. Pero no hablo de eso a menos que me pregunten. Y rara vez alguien lo hace. Venezuela no está en el radar de los que me rodean. Otros temas ocupan sus mentes. Otros titulares encabezan los medios del país donde vivo. Para mis colegas y alumnos el único recordatorio de Venezuela soy yo. Siempre ha sido así. Solo que antes eso no me importaba. Eso no me modificaba. Ahora me repliego como el que disimula un dolor de muela. Sé que no saben, que no entienden, que no se imaginan. Me mantengo en silencio también porque asumo que ya están obstinados del monotema en mi Facebook y en mi Twitter. Que ya se lo saltan.

Estamos todos tan ocupados. Hay clases que preparar, exámenes que corregir, papers que escribir, congresos que asistir. Mala cosa que no haya tiempo para explicaciones que no estén en el cronograma del semestre.

Mis alumnos me necesitan.

Afuera el cielo y los árboles están vestidos de primavera. La luz ha desterrado las tinieblas del invierno. Pero yo llevo la oscuridad de mi país por dentro. También mis lágrimas. Aquí no lo saben. Habrá quien lo suponga.

Entro al aula. Sonrío.

Una vez me dijeron que todos los profesores somos actores y que nuestro teatro es el salón de clase. No estuve de acuerdo. Me equivoqué.