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El “segundo estilo” de las naturalezas muertas de J. V. Fabbiani; por Alejandro Oliveros

Desnudo. 1981 / Juan Vicente Fabbiani

Desnudo. 1981 / Juan Vicente Fabbiani

 

A partir de 1971, entrando en su sexta década, Juan Vicente Fabbiani, que siempre se mantuvo activo en la práctica de bodegones, se dedicó a la producción de una serie de naturalezas muertas que, fácilmente, se encuentran entre las más notables realizadas por un pintor latinoamericano, y que nos gustaría llamar “metafísicas”, en cuanto invitan a la pregunta por el ser de las cosas y nos parecen una rotunda negación de la nada heideggeriana. Como tantos otros de sus contemporáneos americanos y europeos, Fabbiani tiene que haberse sentido acosado ante lo que parecía el “fin del arte”, protagonizado por la indetenible difusión de una poética no-representativa. El sentimiento de los jóvenes, críticos y galeristas, en su mayoría, fue expresado de manera convencida a finales de los sesenta por Gillo Dorfles, uno de los teóricos más influyentes de su tiempo:

Fui de los primeros en darme cuenta de que el abstraccionismo era el único camino posible de salida para el arte contemporáneo, cansado ya de paisajitos ochocentistas y naturalezas muertas esterilizadas; sigo considerando que el gran —realmente excepcional—, florecimiento del arte abstracto al que nuestra generación ha asistido y del que ha participado, es uno de los fenómenos más cautivadores, singulares y acaso decisivos en toda la historia del arte occidental.

El estruendoso, y según muchos, en aquel momento, definitivo triunfo del abstraccionismo, animó a Fabbiani a una reflexión sobre su propia escritura, sobre ese realismo en el cual se había convertido en un maestro. No bastaba con oponerse en teoría a los jóvenes artífices del arte abstracto (“Yo soy moderno a mi manera”, decía), una convicción que, como hemos visto, databa de hacía al menos tres décadas. También era necesaria una praxis, una demostración de las posibilidades de la figuración. El segundo estilo de sus naturalezas muertas es una expresión del “ejercicio crítico” del arte, que es lo que, en esencia, es el arte moderno: la práctica crítica de cualquier arte. Su modernidad, o postmodernidad, sin embargo, no sería entendida durante esos años. Casos parecidos los de Derain, Buffet, Morandi o el Picabia figurativo. Pero, como se sabe, o debería saber, pocas cosas más inestables que la sensibilidad occidental, limitada al itinerario pendular entre lo clásico y lo romántico desde los tiempos de Grecia. La alternancia dialéctica, entre el “estilo y el grito”, como la llamó Michel Seuphor. Así, a comienzos del XXI, se aprendió, a ver, con ojos menos sectarios, lo que se había dejado de ver durante la segunda parte del novecientos. No otra cosa habría de suceder con la literatura. De manera para todos inesperada, los primeros años del nuevo siglo comenzaron a difundir la obra de grandes escritores relegados a la indiferencia por el sectarismo ideológico o estético, tales Knut Hamsun, Joseph Roth, Sándor Márai, Leo Perutz o el Zweig narrador. El “sound and fury¨, la intransigencia de las vanguardias había sido implacable con una literatura cuya principal virtud, lo mismo que con los artistas, había sido el cuestionamiento a la oscuridad de los campeones de la modernidad.

Al segundo estilo de naturalezas muertas de Fabbiani, corresponde la luminosa serie de bodegones realizada a partir de 1971 y hasta comienzos de los ochenta. “Tanto depende”, decía William Carlos Williams en su poema sobre una carretilla roja:

Tanto depende
de

una carretilla
roja

reluciente de gotas
de lluvia

junto a las gallinas
blancas.

Y eso es lo que Fabbiani, privilegiado exponente de la poética del “objetivismo”, se propone hacernos sentir con estas telas. Es decir que, de manera por lo meneos enigmática, todo en la vida, al menos por un instante, “depende” de la conducta de los objetos. Sus peras y duraznos, cambures o lechozas, representan la inquietante temporalidad de lo vegetal, con su tiempo que “se resuelve en el espacio”, un tiempo particular que, en otro contexto pero hablando de lo mismo, ya había reconocido Francis Ponge mucho antes de Fabbiani:

El tiempo de los vegetales: parecen siempre fijos, inmóviles.
Uno vuelve la espalda durante unos días, una semana,
y su pose se ha precisado aún más, sus miembros
se han multiplicado. Su identidad no deja lugar a dudas,
pero su forma se ha realizado cada vez mejor. 

El tiempo de los vegetales se resuelve en su espacio, en el
espacio que ocupan lentamente, colmando un lienzo
para siempre determinado. Cuando se acaba, el cansancio
se apodera de ellas y es el drama de alguna temporada.

Las cosas de Fabbiani, sin embargo, son anteriores al drama que describe el vate francés. Desde el principio, desde que la mirada se dirige a su encuentro por primera vez, percibimos en ellas una extraña vitalidad, una tendencia irrefrenable al movimiento, y nos convencen de que, después de ser fijadas en el lienzo, siguieron animadas por un movimiento perpetuo, como el de las olas del mar o las nubes del cielo. Su “espiritualidad”, como diría Kandinsky, tiene no poco de icónico en su intimidad. Y esto incluye sus platos, jarros, mesas y bandejas.

A diferencia de las de Morandi, el maestro boloñés, con el cual el artista venezolano tiene mas de una afinidad electiva, las cosas de Fabbiani están vivas, se niegan con insistencia a ser reducidas a la pura cosidad. Están vivas y se hablan en un lenguaje cuyo significado se nos escapa. Sabemos que se trata de una conversación tensa pero luminosa. Son seres de otra realidad —de allí su metafísica—, que nos observan y cambian impresiones sobre nosotros. En una ocasión, una anciana en un sanatorio confesaba que estaba atemorizada porque las plantas del jardín le hablaban, hasta que uno de sus allegados le dijo que no hacían sino responder a lo que ella les decía. Es el mismo caso de las peras de Fabbiani, o sus duraznos o sus cambures, o sus jarras, nos hablan y lo que nos dicen tiene no poco de inquietante. Nos hablan de soledades y desamparos, pero también de revelaciones y triunfos, como en “Distribución en bandeja”, un bodegón épico donde los frutos en la mesa se agolpan al pie del blanco indiferente de una bandeja, mientras los frutos avanzan hacia la tierra prometida. No están nunca quietas las cosas de este período. Se mueven de un lado a otro, se voltean, se miran en el espejo de la superficie de sus compañeras, y nos prometen nuevos desplazamientos, apoyadas en un espacio que ha dejado de ser antagónico, que se ha vuelto comprensivo en la seriedad de sus grises y azules. Cosas que no quieren ser otra cosa. Contentas de su existencia, en apariencia disminuida pero que, merced, al genio del autor, tienen el aspecto que le atribuimos a la inmortalidad. La respuesta que encontró Fabbiani al acoso de todos los abstraccionismos, tan fecundos por lo demás, en Venezuela, era de garde, como se dice de los vinos que son para ser abiertos muchos años después. Esta es la razón por la que sólo ahora, después de cuarenta años de su ejecución, estén aptas para el consumo por la generaciones más recientes. Nada envejece más rápido, como se sabe que lo nuevo. Y ante el prematuro envejecimiento de muchos abstraccionismos, esta figuración de Fabbiani se muestra con la misma contemporaneidad que reconocemos en Morandi o Bernard Buffet. Su permanencia se mantiene gracias a su insistencia en explorar la pregunta por el ser, su inquietante presencia parece una respuesta irrefutable a la amenaza de la nada que tanto angustiaba a Heidegger.