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El reino del voto asistido, por Antonio López Ortega

Domingo 14 de abril. Doce del mediodía. Me toca votar en la Escuela Cayetano García de Manzanillo, isla de Margarita. En la Mesa 2, una testigo de mesa me dice que el voto asistido llega al 30%. Todos parecen cómplices. El procedimiento es más o menos como sigue: el votante llega y dice que necesita acompañamiento. Preguntan directamente por Huguito, el testigo del PSUV. Cuando a Huguito se le requiere por décima quinta vez, los otros testigos intervienen y dicen que eso no se pueden mantener. Sugieren que sea algún miembro de mesa o un representante del CNE. El relevo lo asume Ana, la secretaria de Mesa, quien a partir de ese momento, militantemente, los asiste a todos. Pasan los nuevos asistidos y, a partir de un momento, algunos testigos le sugieren a la presidenta de la Mesa que la asistencia se la pueden repartir entre todos. La presidenta se niega del todo, de manera tajante, y mantiene a Ana como única responsable de la delicada operación.

Es curioso cómo los asistidos se presentan: dicen que no entienden las máquinas, que no ven bien, que son analfabetas (¿no vivíamos en un país que había erradicado el analfabetismo?). En verdad son votantes tarifados, que cobran sus servicios al salir del centro. Hay un toldito rojo, en una esquina, donde están los pagadores: casi todos llevan un koala con fajos de billetes amarrados con ligas. En octubre pasado, el voto asistido se pagaba a 200 bolívares, pero ahora que se agrega la devaluación y el dinero se vuelve agua, debe de haber subido al doble. Esa es la soberanía que hemos construido: la del voto tarifado. Puede entenderse que si ese 30% se extiende a todas las mesas del territorio, no hay manera de que los operadores pierdan las elecciones. Es así de simple.

Llama la atención la reciedumbre con la que los operadores defienden su praxis: como si delinquir fuera un derecho. El largo pretexto de la inclusión social se convierte para otros en exclusión política. Y finalmente este derecho forzado crea dos legalidades: la de los oficialistas, con la puerta franca para violar los reglamentos, y la de los opositores, que buscan su cumplimiento. Finalmente se juega en una cancha extraña, donde el árbitro es el que decide el tipo de césped que pisas, el color de tu uniforme y también, ¿por qué no?, los goles que marcas.