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El primer periódico de Venezuela se autocensuró; por Elías Pino Iturrieta

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Hubiera provocado el éxtasis de Nicolás Maduro y el regocijo de su antecesor. El alicate del Ministerio del Poder Popular para la Información sin trabajo. Un ahorro de los recursos para comprar periódicos y periodistas. Tranquilidad en el departamento encargado de negar el papel y la tinta para los impresos, sin necesidad de atender solicitudes incómodas de los dueños de los medios. Un suceso perfecto, una perla caída del cielo para los enemigos de la libertad de expresión, para los adoradores de las voces monocordes. ¿Tenemos ganas de exagerar, o de escribir a lo loco? ¿Felicitaremos a los inquisidores por cosechar el fruto deseado sin la labranza de la parcela? ¿Se describirá ahora el corolario de la dictadura perfecta, del anhelo de silencio espontáneo con el cual sueñan las autocracias? ¿De qué hablamos? De un periódico trascendental, algo así como el príncipe de la prensa venezolana, capaz de anunciar en su primera entrega que su principal preocupación consistirá en evitar la  expresión autónoma del pensamiento.  Así mismo, como si cual cosa, paladinamente.

Pero no se trata de un subterfugio, a través de cuyo anuncio se ocultan segundas intenciones. Los redactores no son amigos del truco, ni reciben un estipendio especial para pescar usuarios con declaraciones estrambóticas. Son escritores de buena voluntad, gente correcta que cumple el servicio de poner a leer a los venezolanos, por primera vez,  letras hechas en casa; hombres ilustrados que quieren cambiar el mundo con la pluma, o de hacerlo más hospitalario en la comarca. Nadie puede imaginar a un joven llamado Andrés Bello, quien estuvo metido en el número de iniciación  y escribió en sus folios sin firmar, maquinando ardides para que los espectadores, debutantes como él en el trajín de las imprentas, se quebraran la cabeza ante una declaración escandalosa que haría las delicias de los mandones de la posteridad. Es un anacronismo redondo que uno meta a Maduro y a Chávez en el comentario de los frenos que se pone el semanario que inicia la historia de nuestro periodismo, pero no resulta forzado imaginarlos en salivación ante un grupo de escritores que casi anuncian que no van a escribir, o que lo harán a medias sin la amenaza de un verdugo. Como el joven Nicolás y don Hugo Rafael  juegan y jugaron  con el calendario patrio  según su antojo, la licencia de verlos maravillados ante las prudencias de la Gazeta de Caracas no pasa de pecado venial. Y ahora vamos a la historia.

La primera entrega de la Gazeta de Caracas circula el 24 de octubre de 1808, bastante tarde si se compara con la aparición de periódicos y libros en el resto de las colonias españolas,  pero a tiempo para anunciarse como vocero de grandes trasformaciones. Declara que ve la luz “por un espontáneo interés del Gobierno” con el objeto de favorecer los intereses provinciales. Trabajará por el fomento del comercio y la agricultura, y para beneficio de los talentos locales que aparecerán en sus folios. En consecuencia, pide a los autores que envíen sus textos a la oficina de la imprenta, situada en la calle de la Catedral detrás de la Posada del Ángel.

Pero, para que todo marche sobre rieles, para no provocar desconfianzas innecesarias, los redactores agregan:

Se da al público la seguridad de que nada saldrá de la Prensa sin la previa inspección de las personas que al intento comisione el Gobierno, y que de consiguiente en nada de cuanto se publique se hallará la menor cosa ofensiva a la Santa Religión Católica, a las Leyes que gobiernan al País, que pueda turbar el reposo o dañar la reputación de ningún individuo de la sociedad, a que los propietarios de la Prensa tienen en el día el honor de pertenecer.

Si siguen al pie de la letra la advertencia, los promotores y los escritores de estreno tendrán poca materia para la pluma. No podrán meterse con la madre iglesia, ni con las regulaciones imperiales, ni criticar a los miembros de la colectividad, mucho menos a la figura del monarca. ¿Sobre qué escribirán los venezolanos, o qué leerán a partir de octubre de 1808, si todo lo veda la Gazeta? El rey, el obispo,  la clerecía, el Capitán General,  las disposiciones de las instituciones y  la vida de las personas no se  tocarán ni con el pétalo de una rosa. Hoy diríamos que el primer vocero de opinión pública se ata a propósito de pies y manos cuando pretende dar sus primeros pasos, es decir, que es apenas una simulación o una fantasía. Sin embargo, la gente de la época no pudo reaccionar de semejante forma.

La vida establecida en la colonia venezolana es un calco del modelo de cohabitación cuyo origen se encuentra en la Edad Media,  luego reafirmado por los fundadores de los estados nacionales de Europa y trasladado a América por los conquistadores españoles. La esencia de tal convivencia es la idea de la armonía entre las criaturas de la sociedad, impuesta por Dios y de obligatorio establecimiento con el objeto de evitar un caos y aún el fin de los tiempos, el Apocalipsis. Hay un plan concebido por la divinidad para la vida de los seres humanos, sujeto a capítulos inexorables de evolución y determinado por unas autoridades y unas influencias cuyo origen es siempre metafísico: los reyes, los papas, los mitrados, todos los eclesiásticos, la nobleza de la sangre, por ejemplo. La introducción de la desarmonía es una conspiración diabólica, por lo tanto. Velar por la simetría, grande obra de Dios  que debe permanecer sin variaciones hasta el día del Juicio Final, es una obligación primordial. Tal es, grosso modo, la idea del mundo mudada a Venezuela desde la llegada del conquistador, remachada por el púlpito, por la cátedra universitaria  y por los hábitos de las mayorías a través del tiempo. ¿La va a atacar la Gazeta de Caracas?

En consecuencia, no se está ahora ante un caso de autocensura, según la entendemos hoy, sino ante la única declaración que podía salir  de un periódico y debían esperar los lectores. Especialmente cuando se inicia el primer capítulo de un recorrido inédito. Especialmente cuando los aires del Siglo de las Luces apenas están soplando, o solo conmueven la sensibilidad de un sector  minoritario de vasallos, la mayoría miembros de la aristocracia lugareña. Ni siquiera se puede manejar la hipótesis de que los redactores de origen criollo hacen una falsa declaración de intenciones para engañar a los burócratas peninsulares y al propio Capitán General: en la totalidad de los fascículos que  publican en adelante, hasta principios de 1811, no traicionan la inicial declaración de comedimiento, la bendición de la armonía social.

Las letras se hacen más atrevidas cuando conviene al establecimiento, cuando la salvaguarda del orden celestial impuesto en la tierra debe ocuparse de  referir las tropelías de la Revolución Francesa, los triunfos de la armada británica contra Napoleón y, porque la realidad de las guerras europeas lo impone, un declive del imperio español que invita a otro tipo de salvaguardas.

Poner en el título que el primer  periódico de Venezuela se autocensuró buscó llamar la atención. Meter en el texto al  dictador de turno y al  mandón fallecido cumplió con el cometido que me he impuesto de no darles tregua cuando la ocasión permite. Como sentenció Benedetto Croce, “toda historia es historia contemporánea”, en especial cuando cuenta con lectores capaces.