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El novelista ingenuo, por Patrico Pron

Aunque Orhan Pamuk obtuvo en 2006 el Premio Nobel de Literatura, la primera de sus vocaciones fue otra; más específicamente, la pintura, que abandonó a los veintitrés años de edad. Ésta parece constituir, sin embargo, su entusiasmo más persistente: buena parte de los símiles y comparaciones a los que el escritor turco recurre en este El novelista ingenuo y el sentimental para explicar por qué leemos y qué nos sucede cuando lo hacemos proviene del ámbito de ese entusiasmo juvenil.

Pamuk parte aquí de la distinción establecida por Friedrich Schiller entre el artista ingenuo (es decir, intuitivo) y el sentimental o reflexivo (aquel en el que la producción artística está acompañada de un esfuerzo por comprender su funcionamiento) para reflexionar en torno a cuestiones medulares de la literatura como la verosimilitud, la construcción del personaje, la relación entre los hechos narrados y la experiencia personal de los autores, la presentación del tiempo en narrativa, la distinción aristotélica entre el mostrar y el contar, etcétera. En todos los casos, el autor de la reciente Nieve (2011) se recuesta en su experiencia para responder a estas preguntas, ofreciendo una interpretación personal de su trabajo; en todos los casos, también, es inusualmente claro.

Ahora bien, esta claridad, que sabrán apreciar la mayoría de los lectores de El novelista ingenuo y el sentimental, resultará levemente irritante para el lector que esté familiarizado con la teoría literaria, para el que este libro no parece concebido; ese lector se preguntará por qué razón Pamuk ha basado las seis conferencias que componen este libro en Aspectos de la novela de E.M. Foster (1927) y Teoría de la novela de György Lukács (1916) omitiendo aportes más recientes y específicos, también se preguntará a qué se debe que el cuerpo central de la bibliografía a la que el escritor turco regresa una y otra vez aquí esté limitado a obras del siglo XIX como Anna Karénina, Guerra y paz (que considera “el paradigma de cómo se debe leer una novela”), Rojo y negro, La educación sentimental y otros. También se preguntará por la distinción entre autores “verbales” y “visuales” que realiza el autor (y que de tan difícil constatación parece) y por ese “centro secreto”, “real e imaginario,” que “distingue a las novelas de otras narraciones literarias” y que no parece haber sido observado antes por ningún otro crítico.

En el concepto tan esquivo de un “centro secreto” (que el autor atribuye en algunos casos a cierta complejidad de los personajes, en otros a la capacidad del texto de “explicar” la vida y, al menos en un pasaje, denomina “el tema real de la novela”) se puede encontrar precisamente la que es la principal falencia de este libro, vinculable por lo demás a la primera vocación de su autor: un cierto impresionismo que resulta útil y notablemente eficaz para dar cuenta de percepciones recurrentes de los lectores pero no explica por qué estos tienen esas percepciones y no otras.

En realidad, todos los lectores tenemos recurrentemente la impresión de que el texto que estamos leyendo tiene un “centro secreto” y muchos de nosotros podemos coincidir al menos parcialmente con el escritor turco cuando afirma que “el valor de una novela reside en su poder para provocar una búsqueda de un centro que también podemos proyectar ingenuamente sobre el mundo […] la verdadera medida del valor debe residir en el poder de la novela para evocar la sensación de que la vida es exactamente así”, pero la deliberada omisión de toda profundización al respecto por parte de Pamuk en un libro destinado a explicar ciertos fenómenos literarios y no meramente a glosarlos parece demostrar que, contra la muy sensata afirmación de su autor (para quien “ser un novelista es el arte de ser ingenuo y reflexivo al mismo tiempo”), su visión de la literatura (presidida, por lo demás, por las presencias tutelares de Fiódor Dostoievski, Lev Tolstói, Marcel Proust y Thomas Mann) coincide más con el primero que con el segundo de los extremos que alguna vez señalara Schiller.

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