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El manual de los opuestos; por Federico Vegas

Opositores venezolanos en la marcha del 1 de mayo. Haga click en la imagen si quiere ver la fotogalería completa.

Opositores venezolanos en la marcha del 1 de mayo. Haga click en la imagen si quiere ver la fotogalería completa. Fotografía de Gabriel Méndez

Lo más importante para ser “oposición” es tener una “posición”. El juego de palabras es tan simple como cierto: una oposición sin posición es igual a cero, o a un fatuo y extenuado “¡Oh!”.

Tener una posición no significa estar estacionado en un reclamo, un propósito, un argumento o una ideología; no se trata de mantener un punto sino de reconocer cuáles son los extremos que enmarcan nuestra situación y dónde nos encontramos con respecto a estos límites. Cuando el viajero pregunta cuánto falta para llegar no lo hace para quedarse en el sitio, lo que quiere es organizar la continuación de su viaje. De la misma manera, tener una posición no es establecerse en un rincón donde, orgullosos o derrotados, nos enraizamos; tener una posición equivale a reconocer cuál es nuestro verdadero punto de partida y posible punto de llegada, revisando nuestra ubicación en el ámbito de las ideas que unas veces nos conducen y otras nos arrastran contra nuestra voluntad.

Los venezolanos entendemos bien que tener una posición no es una meta estable y definitiva al estar sometidos a una continua travesía que parece no tener fin. Mientras el final se hace más evidente y perentorio, más lo aleja cruelmente una represión creciente que va sumiendo al país en la peor de las locuras, la de quienes creen tener tanta razón que están dispuestos a inmolar a su propio país mientras sacan sus dineros al exterior. Bastante nos advirtieron que la alternativa a su patria socialista era la muerte, y pretenden que sea solo la nuestra.

La Odisea de Homero fue celebrada en el siglo XIX como una metáfora del tránsito por la vida. En pleno paroxismo del romanticismo inglés, el joven poeta Tennyson escribió sobre un Ulises anciano que se fastidia en Ítaca mientras recuerda cuando vivía “siempre en camino, impulsado por un corazón hambriento”. Ahora se lamenta: “¡Qué fastidio es detenerse, terminar, oxidarse sin brillo, no resplandecer con las marchas”. Al final del poema, Ulises exclama enardecido en medio de su soledad: “Somos lo que somos, un espíritu ecuánime de corazones heroicos, debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida a combatir, buscar, encontrar y no cesar”.

Mi padre decía que no importa lo que uno sea mientras sea siempre igual. Suena como una fórmula algo exagerada contra los hipócritas, pero creo que se refería, tal como propone Ulises, a ser lo que realmente somos. Y no es esta una tarea fácil para los venezolanos al no saber dónde estamos parados y qué nos depara el destino. Muchas de las referencias que ayudan a darle sentido a nuestras vidas se han perdido, unas por falta de sostén y otras bajo el peso demoledor de un gobierno que subsiste gracias al desconcierto y la desubicación del “cuerpo social”. O debería decir “sociedad”, la palabra que el socialismo del siglo XXI más se ha esforzado en suprimir. ¡Cuántas burlas y desprecio ha recibido por parte del gobierno la idea de una “sociedad civil”!

Este estancamiento explica que nuestra Odisea se esté dando yendo y viniendo sobre nuestra propia tierra. Aquí están los monstruos y las sirenas; aquí combatimos sin armas mientras encontramos cada vez más y más razones para seguir combatiendo, al punto que lo más agotador e insoportable resulta ser tener razones tan evidentes y persistentes que parecen estar a punto de podrirse.

Avanzamos sobre nuestros propios pasos y constantemente corremos el peligro de perder lo avanzado, o de no saber hacia dónde vamos en un viaje que, cuando por fin termine, apenas habrá comenzado, pues entonces habrá que sobrevivir entre los restos del naufragio y enfrentar la resaca de una corrupción inconcebible, oceánica, reacia por sus gigantescas proporciones a las medidas y las calificaciones, al punto que muchas veces parece una fantasía. Tantas veces sentimos que nos arrastran hacia un pasado remoto, de maldades mitológicas y razonamientos primitivos.

En este gran viaje de nuestra vapuleada sociedad, los instrumentos de ubicación son tan importantes como las estrellas para Ulises, pero no les prestamos suficiente atención a cómo se generan nuestros juicios, avanzando muchas veces sin más brújula y bitácora que la propia furia y desesperación.

Cuando Platón, en La República, quiere explicar cómo se generan estos llamados “juicios” nos ofrece el siguiente razonamiento:

Si algo puede entenderse de modo satisfactorio mediante la vista o cualquier otro sentido, entonces no arrastrará el conocimiento hacia la realidad. Ahora bien: si encontramos que al mismo tiempo hay dos posibles explicaciones que son opuestas, entonces habrá necesidad de un juez y será necesario que el alma despeje sus dudas, y la inteligencia tendrá que ponerse a trabajar y preguntarse qué es realmente esa unidad, ese algo que nos intriga

De manera que los paradigmas que podrían traernos más provecho son aquellos que generan a un mismo tiempo dos sensaciones contrarias. Y son muchos los dilemas, las disyuntivas, pero en Venezuela estamos viviendo una experiencia tan reiterativa y sobreexcitada que somos incapaces de permitirle a nuestra inteligencia el grato y productivo cosquilleo de la reflexión. La urgencia nos impide pensar, aunque sea una urgencia que se alarga y estira como la sangre en un agua cada vez más espesa. Nunca antes tantos jóvenes han dedicado tanto tiempo a pensar en su país, pero lo hacen bajo demasiada presión y acoso. Quiero en estas líneas ofrecerles un remanso.

Propongo que cada quien se apertreche con su “Manual de los opuestos” (si es íntimo y personal mejor que si es prestado y mal digerido) para así enmarcar y exponer adecuadamente sus dudas ante tanta realidad que parece tener varias explicaciones, o quizás ninguna. Nuestra tragedia es profunda y debemos incluir en nuestro manual dualidades tan extremas como la idea de principio y de final (que tantas veces confundimos con la de comienzo y finalidad), del sentido del bien y del mal, de la vida y de la muerte. ¿Cuántos padres no han tenido que decidir entre enfrentar la posible muerte de un hijo o arrancarlo de su propia tierra? ¿Qué decirles cuando la primera opción es la que ocurre?

Voy a ofrecer aquí una serie de “opuestos” (sacados de viejos ensayos y de otros nuevos que quizás nunca termine). Ellos me han ayudado a entender ese transcurrir que llamamos conducir nuestras vidas, aunque temo que es la vida la que nos lleva de la mano. Comprendo que mi oferta no se ajusta a la emergencia que nos atormenta y a la velocidad de los acontecimientos, pero insisto en que aún tenemos mucho tiempo y muchas rutas inesperadas que recorrer. Podemos partir de opuestos que parezcan juegos inútiles, simples divertimentos, y desde esta base placentera adentrarnos en zonas más dolorosas y oscuras.

Ofrezco cinco ejemplos y prometo explorar otros en próximas entregas.

El amor y la amistad

No siempre sabemos si es amor o amistad lo que sentimos. Alfonso X, llamado con toda razón “el Sabio”, proponía en el siglo XIII que “el amor puede venir de una parte solamente, en cambio la amistad conviene que venga de ambas dos”. Nos está diciendo que puede haber amor sin amante, pero nunca amistad sin amigo.

El amor es dolorosamente preciso y exigente. Obliga a la definición al buscar lo único, el foco, el centro, y es por este afán de precisión que lo suponemos ciego. El proverbio establece: “Una mujer enamorada le perdona a un hombre todo sus defectos, la que no lo está, no le perdona ni siquiera sus virtudes”.

La relación de dos amigos, en cambio, suele ser recíproca y más acomodaticia. No verse tanto como antes es algo que se reconoce y admite. Hay quienes entienden que el secreto de la amistad consiste en verse poco y disfrutan tanto de los encuentros como de las largas separaciones.

La amistad tiende a observar el horizonte mejor que el amor y ayuda a darnos perspectiva. Es una fuente de infinitas opciones, una biblioteca de la vida con una amplia sección de periódicos viejos que podemos examinar sin tanta culpa; un depósito de objetos perdidos donde puedes dejar miserias inconfesables y rollos inútiles. La magia de la amistad es permisiva. El amor, en cambio, es demasiado heroico, celoso e inmutable.

Sirva esta base para hablar de dos sentimientos que ahora nos desbordan, nos ahogan: el odio y la enemistad, antónimos del amor y la amistad. Creo de poca utilidad odiar a la pandilla de oficialistas que nos gobiernan. Odiarlos sería tan ciego como fue amarlos para quienes creyeron en sus promesas y de nada les sirvió, salvo a los pillos que se han enriquecido groseramente.

Los integrantes de esa malévola camarilla son simplemente nuestros peores enemigos. Entenderlos nos ayudará a enfrentarlos, y, de paso, podremos someternos a la vieja máxima: “Cuando veas algo bueno en tu prójimo, imítalo; cuando veas algo malo, revísate”. Recordemos que la enemistad, como la amistad, tiene que ser un sentimiento mutuo, y por lo tanto hay que darles donde les duela y sientan una fuerza mayor a la que ejercen sobre nosotros. En mi caso debo decir que todo el que fue chavista es mi enemigo, “aun permaneciendo indiferente”, a menos que proclame públicamente su rechazo inequívoco y total al gobierno de Maduro. En esta lista incluyo especialmente a los arquitectos, quienes pretenden que su oficio los hace neutrales con la consigna: “Si no lo hago yo, otro vendrá y lo hará peor”.

Quienes escribimos sobre estos temas, sufrimos con esta posibilidad de no ser verdaderos enemigos, sino unos payasos que mientras más odian más entretienen a otros odiantes y odiadores sin cambiar el curso de la maldición ni la profundidad de los abismos. ¿Qué son estas palabras que ahora escribo frente a la valentía de un joven sangrante que brota de un sótano donde fue golpeado por una gavilla de policías, con el brazo en alto y diciendo con el poco aire que le queda en el pecho:

—Yo lucho por una Venezuela mejor.

Vivimos una Odisea, no una Ilíada. Ciertamente es una guerra civil, pero una en que un bando tiene todas las armas, y, con esa proporción, de poco nos sirve la cólera de Aquiles y de mucho la astucia de Ulises. No estamos en Troya sino atrapados en la cueva del gigante Polifemo que veía y juzgaba por un solo ojo, y fue aniquilado por alguien que se hacía llamar “Nadie” y hoy somos “Todos”.

Lo necesario y lo posible

Hemos ido pasando a una velocidad desconcertante de las posibilidades maravillosas a las necesidades terribles. Ahora lo necesario se ha hecho tan omnipresente que la palabra imposible va tomando terreno. La necesidad, como el hambre, es una mala consejera.

Nuestras necesidades y posibilidades, como todos los opuestos, se semejan precisamente en aquello que las diferencia. Las cosas posibles disminuyen con nuestra indiferencia, desinterés o incomprensión; las cosas necesarias, en cambio, aumentan ante las mismas actitudes.

El reino de lo posible es difuso e imaginativo, relativo y cambiante. Posibilidad tiene que ver con “poder”, pero se refiere a un tipo de imperio con facultades sosegadas y amables donde se vive en una tranquila contingencia y en la disyuntiva de hacer o no hacer.

El reino de lo necesario es preciso y forzoso, y además constante, por más que no se le preste atención. Se trata de un estado de cosas cuya lógica aplastante no le permite ser de un modo distinto. Necesidad viene del latín necesse: “no ceder”, una etimología que nos habla de algo inevitable, indetenible, de circunstancias que se van cerrando a nuestro alrededor hasta asfixiarnos.

Entre estos dos reinos es difícil no tomar partido, pues es como escoger entre el apetito y el hambre, sin embargo nos hemos ido sumergiendo en el menos atractivo. Lo posible es tan grato y sugerente que invita a permanecer suspendidos entre inspiraciones, y solo lo necesario dirige nuestras vidas con una aplastante objetividad que nos obliga a tardíos acuerdos y costosos planes de acción.

Para los tiempos que vienen solo nos queda encontrar la relación entre ambas fuerzas, entender que nuestras actuales necesidades surgieron del desprecio a la magnitud y la belleza de nuestras pasadas posibilidades. Pero siempre habrá la manera de convertir nuestras limitaciones en recursos, solo así podremos asir lo posible para no abandonarlo nunca más, habiendo cabalmente comprendido que las necesidades del país son, precisamente, sus posibilidades perdidas.

En un ensayo llamado “El punto Ciego” el arquitecto Leo Krier explica la alternativa terrible que enfrentamos:

Una humanidad cuya finalidad ya no es más la búsqueda de lo posible, sino la omnipresencia de la necesidad, debe encontrar irónicamente su único placer en su propia destrucción, en el reconocimiento de su inutilidad. Un estado de placer es también un estado de contemplación de nuestro propio ser y hacer. Si ser y hacer no son sino una mera necesidad, el momento de contemplación ha dejado de ser un momento de satisfacción, para convertirse en uno de urgencia. Bajo esta perspectiva, la meticulosa auto destrucción se convierte obviamente en un momento de descanso, un descanso de la urgencia inaguantable frente a la fealdad y una inútil agonía.

La patria y el país

Desde que oigo hablar de un “carnet de la patria” no hago sino pensar en el humillante panorama de una “patria del carnet”. Prefiero mi vieja cédula de identidad venezolana, con una foto poco favorable que me recuerda mejores años. La asocio con elecciones y con una palabra más amable que patria: “País”. Patria me suena a patriotas y héroes de yeso; país a árboles y hermanos, a una luz que no encuentro sino en nuestros paisajes.

Hay patriotismos que envidio aunque parezcan absurdos, como el del poeta Fernando Pessoa, quien decía que su patria era la lengua portuguesa y más le preocupaba una página mal escrita que una invasión a Portugal. Pero no me atrevo a hacer una defensa tan extrema del español y prefiero la posición de Simone Weil: “Para respetar las patrias extranjeras, hay que hacer de la propia, no un ídolo, sino un peldaño más hacia Dios”.

Esa patria sin ídolos es el país de los paisanos. Marcelino Madriz me enseñó a ser profano con los hinchamientos y fatuidades. Recuerdo una vez que le dijo a su mejor amigo, Francisco Vera Izquierdo:

—Don Paco, ¡déjese de blasones! La única sangre derramada por los Vera en esta patria es por las almorranas.

Un crítico decía al hablar de la obra de la artista cubana Ana Mendieta: “El arte debe haber comenzado en esa relación dialéctica entre los seres humanos y el mundo natural del cual jamás podremos separarnos”. Ana fue arrancada de Cuba a los doce años y de esa separación nació una necesidad de explorar su relación con la tierra, dejando en ella una y otra vez la huella de su silueta como una incesante manera de regresar a sus raíces.

El país nos congrega a pesar de nuestras diferencias, uniéndonos sobre todo con nuestra naturaleza, especialmente la humana. La patria puede separarnos incluso en nuestra semejanzas, como sucedería entre los que, amando esta tierra, tengan o no tengan un carnet.

Ya la palabra “carnet” resulta sospechosa y me recuerda la frase de Groucho Marx: “Yo jamás pertenecería a un club que aceptara un tipo como yo”. El carnet tiene una cualidad que cada vez desprecio más aunque para muchos sea una virtud, el ser “exclusivo” y por lo tanto excluyente.

Busquen el video en que Maduro se pasea en un carromato jalado por una moto. Parece un niño bobo y gigante que juega con una ametralladora y no aguanta las ganas de disparar mientras pide que le tomen una fotografía. De pronto, lleno de gozo, proclama:

—De estas podemos llevar diez mil, veinte mil, a todos los barrios y campos para defender la patria.

Para Maduro no es una pesadilla sino un sueño el vivir en una patria compuesta solo de barrios y campos yermos que viven bajo el permanente acoso de un ejército imperial. Ese sería el único país que justificaría su existencia, un club que quiere convertir a Venezuela en un corazón partido e incapaz de amar, en una fauna de fanáticos llenos de rencor y disfrazados de enamorados fervientes mientras intentamos sobrevivir en un medio país.

Tiempo político y tiempo histórico

Hubo un tiempo en que el tiempo histórico del venezolano se medía por elecciones. Eran cada cinco años y uno podía decir: “Eso fue cuando Luis Herrera”, o “eso duró hasta después del segundo Caldera”. No está mal que la historia marche al ritmo de la política, nuestra mayor proveedora de disparates inolvidables, los cuales, por malos que sean, son preferibles a referencias que tienen que ver con la geografía, como el terremoto de 1967 o el deslave de 1999. Es lamentable que el tiempo político ya no conste de episodios sino de eventos tan imprevisibles como accidentados.

Las acepciones de “episodio” nos convienen. “Partes que integran una obra dramática”, “Hecho que sucede enlazado con otros con los que puede formar un conjunto”. La idea de un conjunto, de una obra que va tomando cuerpo a través de sucesivas elecciones nos fue integrando y llegamos a amarla, a considerarla parte integral de nuestras vidas.

Las acepciones de “evento”, en cambio, nos hacen mucho daño: “Una eventualidad que escapa a los límites de lo planificado”, “Algo imprevisto que puede acaecer aunque no exista seguridad al respecto”, a lo que debemos agregar para ajustarlo a nuestro caso: “Algo que puede no acaecer aunque tenga el respaldo de nuestra constitución”. Hoy las elecciones, cuando quiera que sean, ya no tendrán ese espíritu de periodicidad, de ritmo vital. Bastó con imposibilitar una y eliminar otra para derribar nuestra referencia histórica más importante.

Este espíritu de eventualidad no solo destruyó el derecho al voto, también socavó la noción de participar en un mismo drama que podemos anticipar y celebrar como el gran reloj de nuestra memoria colectiva.

Las elecciones en Venezuela semejan una serie de televisión que un día nos ofrece un par de episodios y luego nadie sabe cómo y cuándo continuará. Esta incertidumbre sería desesperante para los espectadores. Nuestro caso es más grave, pues somos además los verdaderos protagonistas, sumiéndonos a todos en un tiempo histérico donde los hechos rebotan.

Y estamos viviendo sumidos en esta histeria. Según el psicoanalista Rafael López-Pedraza, bajo los efectos de la histeria “todo lo que acontece se queda en la superficialidad de esa histeria, no llega a tocar abajo, en las profundidades de la historia personal ni en la historia del hombre sobre la tierra”.

Hoy, en vez de votar, no hacemos sino rebotar.

La política y la polis

La palabra “héroe” tiende a usarse en medio de calamidades e incertidumbres, incluso menos graves que las que estamos viviendo. El diccionario, como advirtiéndonos de sus malos augurios, la tiene ubicada entre “hernia” y “herpes”. La pregunta es cuánta falta nos hacen estos “más que hombres y menos que Dios”.

En un libro titulado: The Enchafèd Flood (algo así como “La inundación excitada”), el poeta W. H. Auden divide a los héroes en estéticos y éticos. El héroe estético es aquel a quien la naturaleza le ha entregado dotes excepcionales. Somos desiguales e inferiores al héroe estético no por falta de voluntad, sino porque carecemos de sus asombrosas virtudes innatas.

Sobre este tipo de héroe se tiende una trampa desde hace siglos por un error de traducción. La célebre frase de Aristóteles: “El hombre es un animal político”, nos ha llevado a valorar excesivamente algunas cualidades animales que a la larga pueden resultarnos inútiles. Según el historiador H.D.F. Kitto, la traducción correcta de la frase de Aristóteles sería: “El hombre es un animal que pertenece a la Polis”, es decir, que vive en función de su ciudad, de su país. Esta diferencia entre “ser” y “pertenecer” de las dos traducciones es determinante. Una tiende al egoísmo de la superioridad, la otra al diálogo y la generosidad.

Si el hombre es un animal político, aquel que esté dotado con “dotes excepcionales” será el mejor de los políticos. Tarde o temprano, el héroe cree poseer esos dones casi sobrenaturales. Este idea de un ser único y providencial se presta a crear un fetiche del político que termina por predominar sobre la política misma, y, más aún, sobre la Polis.

Nuestra historia reciente nos brinda un ejemplo tan estruendoso que hoy no quiero nombrarlo. Rendimos culto a las cualidades más gráficas del animal político: la vitalidad, la capacidad de trabajo, el empuje, el magnetismo. Este ilimitado deseo de gobernar crea personajes cuya heroicidad estética prevalece sobre sus valores éticos.

Según el mismo Auden, la heroicidad ética, a diferencia de la estética, proviene de una desigualdad accidental y provisional en la relación de los individuos con la política. El héroe ético es aquel que en un momento dado llega a saber más que los demás y puede ofrecer soluciones a una determinada situación. Aquí no se trata de dotes innatas, sino de una coincidencia de tiempo y oportunidad. El héroe no es aquel que puede hacer lo que otros no pueden, sino alguien que sabe algo que los otros desconocen y pueden aprender, y continuar.

Uno de los héroes éticos que más he admirado es Václav Havel, supongo que por ser escritor. La verdad es que no nos vendría mal un gran dramaturgo para entender y encaminar el país en sus bandazos entre la comedia y la tragedia.

Entre nuestros mitos políticos es difícil encontrar este tipo de líder. Su obra se caracteriza por ser simple, precisa, transferible, comprensible; incluso puede transmitir que, una vez entendido su mensaje, su presencia sería prescindible. Rómulo Betancourt cumplió a cabalidad con este último requisito.

No perdamos tiempo buscando superhéroes para las soluciones prodigiosas que tanto necesitamos. Luchemos por recuperar una ética de la política y en ese caldo de cultivo surgirán los políticos y la Polis que verdaderamente necesitamos.