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El extranjero; por Héctor Torres

El extranjero; por Héctor Torres 640

Es una mañana de un día de semana. Un día que no es ni lunes ni viernes, que tienen comportamientos propios y distintos al resto de los días laborables. Sobre todo el viernes, que desde que la gente tiene conciencia de su existencia, destina toda acción, en todo momento, a jalar la llegada de la ansiada noche que dará inicio al fin de semana.

Serían como las siete y media y ya el tráfico por las avenidas principales perdió toda ilusión de entendimiento. Parece una plaza clandestina de peleas de perros, pero a la vista pública. Más vale estar completamente despierto cuando se pone un pie en la calle porque de lo contrario se corre el riesgo de pasar del sueño a la pesadilla.

Pero en vigilia.

La luz está en rojo. Hay un carro detenido frente al semáforo. Una camioneta de la policía nacional viene por la avenida a toda velocidad, junto a un par de motos con dos agentes en cada una. En la camioneta no solo están ocupados todos los asientos sino que además viajan varios policías en el espacio de carga. La camioneta no frenó debidamente o frenó y luego se distrajo, pero lo cierto es que hizo contacto con el carro que estaba detenido. Contrariado, con la actitud corporal del ofendido, se baja el policía que venía manejando. Se bajan los que están dentro de la cabina. Y los que van de carga. Y los motorizados.

Finalmente, luego de ese despliegue uniformado inusualmente visto en la ciudad, se abre la puerta del carro agraviado. Se asoma un tacón y se asienta un poco dubitativo en la calle. Termina de asomarse el cuerpo de una morena llenita de unos veintitantos. Curiosamente, parece la hermana gemela de una de las policías que se baja de las motos. Tacones versus botas. ¿A quién le apuesta el espectador?

La muchacha se asoma con timidez a ver el posible daño. El policía conductor luce ofuscado, habla con prisa. Los demás policías lucen ansiosos, como doberman a los que ya les mostraron la correa para salir a pasear. La chica intenta hacer notar al conductor una pequeña raya que tiene su parachoques, pero de inmediato la gemela uniformada, con actitud enérgica y gestos elocuentes, como el entrenador de un equipo de básquet, le resta importancia y conmina a los de uniforme a que aborden sus vehículos y prosigan su tarea de cuidar a la ciudadanía y asegurar el orden.

*

Son las cinco de la tarde de ese mismo día cualquiera. Alguien se acerca a la licorería con su “vacío” de cervezas. Frente al letrero de “prohibido consumir licor en las adyacencias de este local” hay varios grupos de bebedores que, por la soltura y el volumen de su voz, tienen tiempo ignorando el letrero. El hombre espera paciente su turno (las licorerías son un oso que hiberna hasta cerca de las cuatro de la tarde, cuando comienza a adquirir la vida de una fiesta del fin del mundo) hasta que finalmente lo atienden, paga en efectivo, y el dependiente le dice, de inmediato: Te quedan diez bolos, ¿los vas a esperar?

El cliente tarda en enteder la pregunta. ¿No se supone que es su dinero? Luego cae en cuenta: bajo la excusa de la cantidad de gente que compra a esa hora, se creó la costumbre de “dejar el vuelto”. Es lo normal, así se trate de su dinero y así el empleado tenga un sueldo por su trabajo. El que se empeñe en esperar su vuelto, cosa mal vista para el código imperante, será sometido a un trato displicente y a una larga espera.

*

Normal viene de norma, lo “normal” se va convirtiendo en la norma. Al margen de lo que digan las leyes, las normas hechas por el uso son las que dictan las conductas, y los gestos cotidianos son la materia de las que se harán esas normas. El rebelde que no se adapta a las normas hechas por el uso, sin saber cómo ni cuándo, ya se fue de un lugar del que nunca debió salir y, en adelante, será un extranjero o, peor aún, un indeseable que pretende ir por la vida imponiendo a los demás, a esa inmensa mayoría que lo rodea, y con la cual “convive”, una lógica incomprensible.