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El Dios Martillo; por Héctor Torres

El Dios Martillo; por Héctor Torres 640

Una muchacha tenía que viajar a Maracay de emergencia una tarde de un día de semana. Un par de horas antes la habían llamado anunciándole la muerte de su abuela. A su dolor se sumaba la angustia de no saber cómo podía tomarlo su madre, que también tenía quebrantos de salud. Por tanto, con tiempo apenas de meter en un bolso una muda de ropa y el cepillo dental, se lanzó al terminal de La Bandera para ir al encuentro de su tragedia familiar.

Eran un poco más de las cinco de la tarde y el terminal, como es una de sus nuevas costumbres, se encontraba atiborrado. Ya no es un asunto de viernes y feriados. Ahora, todos los días, en torno a esa hora, el terminal, como si fuese el Metro, se colapsa de gente que debe viajar.

Eso ha dado pie, no faltaba más en el país minero en que nos hemos convertido, a que florezcan nuevas oportunidades de negocios, como los carros particulares que, ya a esa hora y hasta bien entrada la noche, se dedican a ofrecer sus servicios “vi-ai-pi”, en las afueras del terminal. Cada media hora la tarifa “por puesto” se va incrementando como si fuese el precio de cierta divisa extranjera que no puede mencionarse en medios públicos.

La muchacha llegó y vio las dimensiones de las colas que la esperaban para cualquiera de las rutas que se dirigían a Maracay. En cualquiera de los casos, en las circunstancias más favorables, no embarcaría antes de tres autobuses (unas dos horas, en promedio). Y eso si no ocurría que, así hubiese gente en la cola, las líneas dejaran de prestar el servicio hasta el día siguiente.

Pero en eso de hacerse de un dinero extra a costa de la estrepitosa caída de la calidad de vida, no tiene límite. No hay que tener un vehículo propio para ganarse un dinero extra aprovechando la precariedad de servicio que se presta en el terminal. Mientras la muchacha evaluaba sus opciones, parada en medio de las colas como un niñito perdido en El Sambil, una señora se le acercó y le preguntó si viajaba a Maracay. La muchacha, con desconsuelo, le dijo que sí, añadiendo que necesitaba llegar con urgencia esa noche, pero no sabía si iba a poder hacerlo. La señora, con gesto de comprensión ante su dilema, le dijo amablemente que ella podía venderle su puesto en la cola, que embarcaba seguro en el próximo bus.

Quinientos bolívares, era su tarifa.

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El “servicio” en Venezuela ha llegado a un punto en que su concepto mismo ha desaparecido. Todo el mundo considera que debe recibir una gratificación adicional incluso por hacer su trabajo. Nadie se mueve si no ve un billete. El alto costo de la vida y la indetenible inflación han pervertido a la gente al punto de que lo único que importa es un billete. Lo más curioso del asunto es que esa necesidad de mayor ingreso no viene acompañada de un mayor esfuerzo, sino de un mayor costo, una nueva tarifa.

Aumentar el impuesto, digámoslo de esa manera. ¿Suena conocido?

La gente no sólo pretende sacarle provecho al tiempo que está dispuesto a invertir vendiendo su lugar en las largas colas que se hacen para todo (para comprar una batería, un electrodoméstico, un juguete, una medicina…), sino que ahora, incluso el que debe atender porque ese es su trabajo, cuenta con el dinerito adicional que le produce la propina. Esa es, de hecho, la más reciente modalidad en la historia de la descomposición del servicio en Venezuela: el charcutero, el panadero, el empleado de la estación de servicio, el dependiente de cualquier negocio, da por descontado el billetico adicional con el que cada cliente lo “premia” por “atenderlo”. Es parte de su ingreso. Es un operativo permanente de cochinito, pero ya no navideño, sino para todo el año. Un culto permanente al Dios Martillo.

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Finalmente la famosa leyenda de El Dorado se hizo realidad. El país en pleno parece un pueblo minero: caro, feo y peligroso. Un pueblo minero hecho por sus propios habitantes, que buscan  sacarle provecho al prójimo en todo momento, envilecidos por el dios Dinero.