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El Capitolio como símbolo republicano; por Elías Pino Iturrieta

Fotografía de Andrés Kerese

Fotografía de Andrés Kerese

Desde su inauguración, el 7 de febrero de 1873, el Capitolio Federal se convirtió en símbolo de la civilización de cuño liberal que se imponía después de un capítulo estremecedor de guerras civiles. Edificado por la vanidad de Guzmán Blanco, pero también en atención a los ideales de civismo divulgados a partir de la declaratoria de Independencia, los venezolanos de la época lo sintieron como una señal de la modernización que habían negado los bárbaros de un tiempo a punto de terminar. La mole de lo que entonces se llamó Templo de la Soberanía Nacional, provocó asombro y  regocijo entre las clases acomodadas y en la sensibilidad de los estratos humildes, cuyos miembros lo visitaron con reverencia y se hicieron eco de lo que significaba como testimonio del entierro de una época oscura y del nacimiento de otra, capaz de cumplir las metas del siglo progresista en el que se vivía. A partir de tal fecha, la política y la vida venezolanas han mirado hacia el interior del edificio y han girado de acuerdo con las controversias sucedidas en su seno.

Lo primero que llamó la atención durante el Septenio guzmancista fue la rapidez del levantamiento de la estructura. Los planos se diseñaron con premura porque lo ordenaba un patrocinador quisquilloso, pero con sumo cuidado. Las paredes y las columnas se elevaron en un santiamén. Pese al reto propio de unos techos frente a los cuales no cabía comparación con las alturas pobres de las catedrales y de los conventos antiguos, una cúpula dorada impresionó de pronto a los viandantes. Los ornamentos adquiridos en el extranjero o encargados a los artesanos más finos del vecindario fueron colocados en cosa  de semanas, para que los curiosos se admiraran ante el vértigo de una mansión jamás construida en la ciudad, tanto por su envergadura física como por el enigma que encerraba. ¿Cuáles eran la promesa y el misterio de ese trabajo supervisado por el jefe del estado como si fuera la razón de su vida? Que sirviera a su vanagloria, sin duda, pero también a la consagración de unos valores y de una forma de dirimirlos que habían carecido de la dignidad de un domicilio bien montado y ubicado en parcela céntrica.

Gracias a la pintura de la batalla de Carabobo, encargada al maestro Martín Tovar y Tovar para que dominara la cumbre del edificio, y a un conjunto de imágenes de los próceres militares y civiles seleccionada con esmero para que llenara las paredes de un sitio ceremonial jamás visto en el país, se logró la creación de un espacio de reunión de naturaleza republicana capaz de provocar inclinación a través de una grandilocuente traducción de la historia. La voz de las paredes y el mensaje de las efigies que se exhibían  por primera vez en ostentoso desfile, nos previno desde entonces sobre la existencia y la trascendencia de un conjunto de principios de carácter fundacional, que debían permanecer como credo y como desafío mientras trascurría el tiempo y las administraciones cumplían su fugaz itinerario. El posterior hallazgo de una copia del Acta de la Independencia firmada por los padres conscriptos coronó la faena: fue colocada en el sitio principal del lugar, como el sacramento del altar en las iglesias católicas.

En el Capitolio Federal han sucedido debates memorables, se han escuchado las palabras mayores de la patria y se han redactado documentos imperecederos. En sus escaños se han sentado los hombres públicos más dignos de memoria por sus servicios a la ciudadanía. Sus salones conservan la evidencia de grandes esfuerzos por el mejoramiento de la sociedad y por la aniquilación de los enemigos del republicanismo. Cada una de las piezas que lo forman guarda relación con la trayectoria de una existencia orientada hacia la creación de una vida hospitalaria. Por consiguiente, es uno de los símbolos mayores, si no el mayor y menos discutible, de cómo ha existido entre nosotros un esfuerzo gigantesco alrededor del bien común. Los que repasen la nómina de los diputados que ocuparon sus escaños desde 1873 y revisen las actas de las sesiones sentirán el orgullo de una historia llevada a cabo con decoro.

Pero hubo de todo en la rutina del edificio, desde luego. También fue pensión de mercaderes y traficantes, de piratas y bucaneros, de gente gris que debe permanecer en los rincones del pasado para evitar las vergüenzas de la posteridad, de individuos sin ideas ni dignidad para cumplir el trabajo de la representación popular. Porque los electores votaron por ellos, o porque fueron impuestos por el interés de los mandatarios de turno y gracias al mezquino antojo de los partidos políticos, ocuparon unos lugares que en teoría únicamente deben llenar los ciudadanos virtuosos. Virtuosos según el criterio expuesto  por nuestro Andrés Bello en sus lecciones de la universidad que fundó y en los códigos que redactó, o por nuestro Yanes en sus Epístolas catilinarias, o por nuestro Gallegos cuando enfrento a la militarada, para que no se entienda la referencia como un requisito religioso. Solo se mide aquí con la vara del catecismo cívico, para que en el reconocimiento de una morada simbólica afirmemos que lo es pese a las porquerías de muchos de sus habitantes.

No voy a meter en ese oscuro saco a los actuales diputados de la mayoría parlamentaria porque no lo merecen, pero es evidente que desconocen la significación del lugar que el pueblo les ha concedido como morada transitoria. Lo han contemplado con indiferencia, tal vez sin reconocer la entidad que tiene como referencia de los asuntos públicos más notables que se han desarrollado en Venezuela a partir de la afirmación del siglo liberal. Se han caracterizado por la abulia ante la invasión de una representación fraudulenta que nació de la dictadura, hasta el punto de llegar a un acuerdo de condominio para compartir con ella sin hostilidad los campos capitolinos. No han corrido noticias sobre la defensa  que hicieron frente a la irrupción, ni sobre los parapetos que levantaron para la salvaguarda del palacio y de la dignidad de ellos mismos, ni sobre las protestas que pronunciaron para que las registraran los cronistas en letras de oro. Tal vez un tour por los antecedentes del magnífico inmueble los hubiese librado del baldón.

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