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El cáncer y la trama interrumpida; por Melanie Pérez Arias

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Los huérfanos de madre somos gente peligrosa. Si la perdimos en alguna etapa de la vida en la que pudiéramos experimentar el dolor con absoluta conciencia, crecemos con la idea de que nada –absolutamente nada– podrá lastimarnos tanto. Entonces, temerarios, vamos por la vida estrellándonos contra los afectos, buscando superar aquel umbral como un adicto que persigue el abismo de la primera patada de heroína.

Yo perdí a mi madre a los dieciséis años. Murió de metástasis ósea luego de luchar nueve años contra cánceres femeninos: de útero y de seno. Todos sus diagnósticos fueron tardíos. Cuando presentó problemas en el aparato reproductor le dijeron que era la menopausia. Cuando empezaron a dolerle los huesos le dijeron que debía bajar de peso.

El de Ysabel fue uno de los 12.66 millones de casos de cáncer que se diagnostican anualmente en el mundo, de los cuales 1.38 millones (39%) que es lo mismo que decir toda la población de Estonia, corresponden a cáncer de mama. Las estadísticas son crueles: el 98% de las mujeres pueden sobrevivir si la detección es temprana y el estadio de la enfermedad es localizado, pero sólo 9,25% de los casos cumple con ambos requisitos.

Siempre sonrío cuando la recuerdo. Solía dar unos consejos terribles; era, ahora lo veo con claridad, profundamente ingenua. Para ella la resolución de los conflictos consistía en desbaratarlo todo y volver a empezar con un ímpetu desbordado. Le encantaban los proyectos nuevos donde nada estuviera hecho, viajar a lugares a donde no tuviéramos mucha idea de cómo llegar, le aburría permanecer demasiado tiempo en el mismo sitio e inventaba expediciones asombrosas que podían terminar en la Gran Sabana. Era sagitario y, como el centauro, podía patear muy lejos algún asunto que le disgustara para correr en la dirección contraria con los rizos al aire.

Amaba su cabello. Cuando se le cayó tras la primera sesión de quimioterapia lloró como una niñita. Todos en casa lloramos juntos. Luego nos reímos a carcajadas por lo graciosa que se veía: muy venezolanos en la tragedia. Compramos unas pelucas que terminaron usando mis sobrinas en los actos escolares. Como sufría de calor, decidió llevar su calva cáncer al viento. Nunca hubo nadie más valiente en todo el mundo.

Probamos de todo: cirugía, quimioterapia, radioterapia, helados curativos de Yaritagua, brebajes milagrosos del Doctor Fulano, peregrinaciones a Betania, sanación de chakras, batidos de proteínas, terapia de abrazos, terapia de risas, psicoterapia, llorar hasta quedar vacías, preguntarnos por qué, todos los días, conocer otras pacientes, vernos en su dolor. Aceptar. Soltar. Morirnos. Hicimos de todo hasta morirnos, incluso los que quedamos vivos, porque nadie regresa incólume de la experiencia de la muerte.

Desde entonces, las preguntas siguen allí. Qué pasa en ese cuerpo de mujer que no fue dócil, ni amable ni sabio cuando decide arremeter contra sí mismo. Por qué, justamente, los órganos que definen el género. Por qué tanta rabia profunda, ancestral, anquilosada, contra lo femenino. Mamá se murió sin que pudiéramos averiguarlo y he pasado demasiado tiempo preguntándome cómo se recomponen emocionalmente las fibras de un tejido dañado, porque eso es el cáncer: una fibra rota.

Decía Freud, con su particular misoginia, que el único invento destacable de la mujer en la historia de la humanidad había sido el tejido, que eso explicaba nuestra afinidad por el mundo de la moda. Quizás también explique la dolorosa realidad de miles de mujeres esclavizadas en maquilas, dedicadas al corte, la costura y la confección. La mano de obra barata de las grandes marcas de ropa es femenina y menor de edad, pero eso no lo previó el padre del psicoanálisis.

El tejido nos oprime o nos libera. Por eso, si usamos el símbolo a nuestro favor, el huso, la rueca, la aguja y el hilo, funcionan para unir aquello que está separado, algo que las mujeres hacemos con maestría desde el inicio de los tiempos, aunque a Eva la hayan tratado de convencer de lo contrario. Si sabemos cómo unir, si uno de nuestros súper poderes es el enlace, entonces nos debería faltar muy poco para liberarnos del cáncer de mama. Bastaría con que tratáramos de conectar nuestro dolor con el dolor de los otros en una trama de apoyos concretos.

Pero también de restituir el hilo que conecta a la mujer consigo misma. Con el reconocimiento, aceptación, hasta regocijo de lo que nos hace distintas, en el disfrute de nuestra capacidad de crear, sea un hijo, proyecto, empresa, comida, obra de arte. ¿Podría tratarse de algo tan sencillo como aceptar que soy mujer, me gusta y no me pesa? No lo sé, pero como descendiente de una víctima de cáncer femenino es lo que estoy intentando.

Los huérfanos de madre que murieron por estas razones somos legión, 1 de cada 42 pacientes muere dejando a un gentío herido por el mismo hilo roto. Porque aunque todas las postales del día de la madre –y hasta la propaganda oficial– digan que los muertos viven, te acompañan, te protegen y hasta guían las riendas del país, la ausencia es un hecho físico. Hondo. No puedo levantar el teléfono para preguntarle a mi mamá que haría ella en alguna situación o si quiere salir a tomarse un café. Tampoco puedo verla envejecer para hacerme una idea de las transformaciones que me esperan. Hablo del cuerpo y de los sentidos. De una proximidad que me fue negada. No puedo sentir su temperatura, apenas puedo recordar la textura de sus manos, ya no sé muy bien qué tan alta era. Y el problema no es que nada duela más que esto, sino que todo duele exactamente igual.

Días antes de que mamá muriera, mi hermana mayor descubrió que había heredado sus manos. “Cuando mis hermanas te extrañen yo les diré que tengo tus manos”, le dijo. Eso es lo único que tengo, las manos de mis hermanas a las que tejerme.

Pero también estoy yo aquí, me tengo como prueba viviente de que mi mamá pasó por la tierra. Tengo mi voz para decir: soy mujer, me gusta y no me pesa.  También tengo mis manos para tocar a los otros y tocarme a mí misma, porque nunca un eslogan fue tan acertado: ¡Tócate! Para detectar algo a tiempo.

Tócate para reconocerte. Tócate: tente contigo, no permitas que el hilo se rompa. No te separes de la trama.