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El atentado a Rómulo Betancourt; por Francisco Suniaga

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Fotografía propiedad del Archivo Fotografía Urbana

Durante los primeros años de la era democrática, en los albores de la larga paz interna que se extendió hasta el final del siglo XX, la violencia fue una constante. Los alzamientos militares se sucedieron con inusitada recurrencia y, a partir de 1961, la izquierda abandonó el carril democrático y abrió varios frentes guerrilleros rurales y urbanos. En ese período ocurrió también el único intento de magnicidio del que se tenga noticia (y pruebas) en la historia moderna del país.

El 24 de junio de 1960, poco después de las nueve de la mañana, camino de los actos militares previstos para celebrar el Día del Ejército, en el Paseo Los Próceres, el presidente Rómulo Betancourt fue objeto de un atentado con explosivos. Apenas veinticuatro horas más tarde, adolorido y convaleciente (las heridas recibidas le afectaron la vista del ojo derecho, lo dejaron parcialmente sordo y con quemaduras en ambas manos y en el rostro), Betancourt denunció a los responsables del frustrado magnicidio:

“No me cabe la menor duda de que en el atentado de ayer tiene metida su mano ensangrentada la dictadura dominicana. Existe una conjunción de esfuerzos entre los desplazados del 23 de enero y esa satrapía, para impedir que Venezuela marche hacia el logro de su destino final; pero esa dictadura vive su hora preagónica. Son los postreros coletazos de un animal prehistórico, incompatible con el siglo XX”

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Fotografía propiedad del Archivo Fotografía Urbana

El material explosivo-incendiario estaba colocado en un carro modelo Oldsmobile, que fue estacionado minutos antes del paso de la caravana presidencial, un hecho que violaba los códigos de seguridad en la materia y que no debió permitirse, pero ésa fue la prueba misma de que miembros de las Fuerzas Armadas, residuos de la dictadura reciente, estaban en la conspiración. En sus propias palabras, el Presidente describió lo ocurrido:

“En la avenida de Los Próceres, a las nueve y veinte de la mañana, estalló una poderosa explosión, que lanzó el automóvil nuestro fuera de la vía y lo convirtió en una masa de hierro y fuego. Pereció allí mismo, alcanzado directamente por el cono de la explosión, el valeroso y bueno Ramón Armas Pérez, ascendido post mórtem a general de brigada. Murió también el estudiante Juan Eduardo Rodríguez, transeúnte ocasional. El chofer Azael Valero fue despedido del vehículo y cayó sobre el pavimento, pira ardiendo. Y por entre la cortina de fuego que nos rodeaba y nos lamía, alcanzamos a escapar con vida el Ministro de la Defensa (Josué López Henríquez), su esposa y yo, los tres con quemaduras generalizadas de primero y segundo grado. Se había hecho estallar una poderosa carga de dinamita y gelatina inflamable colocada en un vehículo que se situó paralelo a una intersección de la avenida por donde debíamos pasar. Fue usado el novísimo sistema de atentados políticos, que teníamos el dudoso privilegio de estrenar, de hacer estallar la poderosa bomba desde una distancia de centenares de metros, mediante un mecanismo de microondas”

Las sospechas sobre la autoría intelectual del magnicidio frustrado fueron inmediatas. No era esa la primera ocasión en que Rafael Leonidas Trujillo atentaba contra el líder venezolano. En el ejercicio de la presidencia de la Junta Revolucionaria de Gobierno (1945-1948), Betancourt expresó la necesidad de liberar a República Dominicana de una dictadura (la más cruel y sanguinaria de América) iniciada en 1930.  Desde entonces, amén de considerarlo una amenaza contra su régimen por su política de democratización del continente, Trujillo le profesaba a Betancourt un odio visceral.

Había ordenado ya un atentado contra él en La Habana, en 1950. Un sicario arremetió contra el líder venezolano blandiendo una inyectadora con un poderoso veneno, pero este logró esquivar el ataque y salir bien librado. Después en 1953, cuando Betancourt estaba refugiado en Costa Rica, gobernada entonces por Pepe Figueres, el tirano dominicano montó a distancia un complot para asesinarlo, un plan perverso que nada tenía que envidiar a una producción de Hollywood. Conspiración que no fraguó gracias al aviso de un funcionario de la embajada de Venezuela, quien anunció la llegada a San José de dos sicarios cubanos encargados de asesinarlo.

Betancourt contaba con la protección del gobierno tico, pero no era suficiente garantía ante semejante amenaza. Su secretario, Carlos Andrés Pérez, se encargó entonces de formar un equipo integrado por dos cubanos que, como ellos, habían abandonado Cuba tras el golpe de Fulgencio Batista con el objeto de impedir el atentado. Dos hombres entrenados en el uso de armas y con experiencia de guerra: Orlando García Vázquez* y Raúl Hernández Rodríguez, alias El Patato, quien conocía a los sicarios.

Tras algunas peripecias de películas de gangsters, que incluyó fingir que estaban en Costa Rica porque tenían el propósito de asesinar a Figueres, García y El Patato liquidaron a los sicarios en una emboscada. Los cadáveres, lanzados por un barranco de la carretera donde ocurrió el hecho, aparecieron ocho meses después. Jamás fueron acusados por ese hecho.

Este episodio de la azarosa vida del exiliado Betancourt fue narrado y publicado en la revista digital Otro lunes, por el abogado y comentarista cubano Pablo Llabre Raurell. Es una narración digna de la ficción (ese tipo de cuento que uno lee y es tan bueno que desea que sea verdad, pero si no lo es poco importa) que, no obstante, me confirmó como cierta mi fraterno amigo periodista Manuel Felipe Sierra, quien me aseguró que se la había escuchado al propio Orlando García en más de una oportunidad.

Aquellos dos atentados y el de Los Próceres ocurrieron en un lapso de diez años. Todos resultaron fallidos y no hicieron sino acrecentar la leyenda de que la pipa de Rómulo Betancourt no era una pipa cualquiera. Era, por el contrario, un objeto embrujado cuyo humo envolvía a su dueño en una coraza que lo protegía de la mala intención de sus enemigos políticos. Carlos Andrés Pérez y Orlando García, sin embargo, nunca creyeron en esa superstición.

* Orlando García mantuvo esa relación con Carlos Andrés Pérez desde entonces. Durante sus dos gobiernos fue una pieza importante de su equipo de seguridad.