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El amor a la lengua; por Rafael Cadenas

El amor a la lengua por Rafael Cadenas 

Introducción

Quisiera que este trabajo fuese testimonio de un recio amor, el amor a la lengua. Un sentimiento que fue, al principio, inconsciente, de lector ávido; casi desatendido luego entre los trajines de una actividad de la que me retiré hace ya muchos años y reconocido finalmente tras varias crisis, pues nada es psíquicamente fácil, y que posee, sin embargo, el carácter de lo que siendo firme, solo los años nos dejan ver. Se asemeja a un afecto del que poco a poco nos damos cuenta, que va insinuándose lentamente hasta cobrar imperio. […] Hoy veo todo envuelto por el misterio y no solo la dimensión que trataba de destacar (Literatura y vida, Realidad y literatura) ¿Qué diferencia existe, por ejemplo, entre un árbol, un deseo, una palabra? Todo, absolutamente todo, forma parte de la realidad, que es, en última instancia, desconocida. Pero siendo desconocida, nos constituye, es nuestro fondo, por lo que también le pertenecemos, lo cual nos confiere una dignidad que no percibimos ni tampoco solemos honrar, pues ¿cuándo la tenemos presente con fuerza decisiva?

Si un árbol es un milagro, no lo es menos un deseo, una palabra. ¿Por qué habríamos de otorgarle un puesto mayor al árbol? ¿Porque no está contaminado por el yo? ¿Porque es trasunto de lo desconocido? ¿Quién nos autorizó para establecer divisiones? ¿No es falta de humildad hacer afirmaciones sobre lo que es o no real?

Todo pertenece a una misma dimensión, todo o nada. Así comencé a recuperar lo que la poderosa dialéctica de los místicos me había arrebatado.

De paso: ellos, que propugnan el silencio, no parecen contar entre sus muchas abstenciones, las verbales.

Es extraño que para acallar la mente haya que usar tantas palabras.

Digo esto con el mayor respeto, pues mi deuda con los místicos es inmensurable.

Pero también tengo otra deuda con la palabra. A ella le debo deleites de lector, que están entre los mejores conque me ha regalado la vida, y los más frecuentes, dado que soy más lector que escritor. […] Había que enderezar la balanza, buscar el punto intermedio, evitar el otro extremo, el de la deificación de la palabra. Este sigue siendo un peligro para quienes ponen en ella su vida.

Al escribir estas páginas he preferido, en parte, dejar hablar algunos lectores, —pues expresan con gran intensidad una tribulación que no puede dejar de sentir ningún hombre para quien la cultura sea una realidad honda— y ser yo un puente entre ellos y el lector. (…) Al hilo de sus consideraciones expreso las mías. Así también, a más de poner juntas, en manos de lectores interesados, armas que suelen andar dispersas, me siento menos solo. […] La masificación ha instaurado el «reino de la cantidad». Aquí descreo de aquella ley que ve el ascenso cualitativo como producto del número. Tras cada problema actual está, incrementándolo, el crecimiento de la población, y en el campo de la cultura sus efectos han sido devastadores. La educación sobre todo, ha sufrido grandes estragos. Tiende a colectivizarse, a volverse mecánica, a transformarse en una actividad sin alma, a tal grado que me pregunto si deberíamos seguir usando la palabra educación para designar lo que se hace hoy en los institutos de enseñanza. ¿A qué se reducen sino a impartir, mal, conocimientos con miras a la sobrevivencia? En su libro Sobre el porvenir de nuestras escuelas ya Nietzsche establecía una diferencia entre «instituciones para la cultura e instituciones para las necesidades de la vida», la vida práctica, las cuales nada tienen en común, y aclara que todas las existentes para su época pertenecen al segundo tipo. Yo no me atrevo a imaginar lo que diría hoy Nietzsche. El discípulo de Burckhardt piensa en términos exigentísimos de cultura. Habla desde una cumbre cuya altura nos dice cuánto hemos descendido. El abismo que separa esta obra de la época en que vivimos es tal que hasta ingenuo nos parece su autor, y confieso que su opinión suscita en mí una dolorosa sonrisa.

Lo que Nietzsche reclamaba, ya había dejado de cumplirlo el sigo XIX. En el XX se acentúa el descenso, aunque cuantitativamente la educación alcance niveles nunca vistos en la historia, pues la preocupación por la calidad, que debía ser la nota dominante, casi ha desaparecido. Su majestad el número ha tomado el poder.

El mundo no suele hacerle mucho caso a ningún pensador. Sigue su curso impelido por fuerzas que nada tienen que ver con la conciencia y que la condenan más bien a un papel marginal. Hasta podría preverse lo que va a ocurrir con los deseos de los pensadores: sabemos que no se realizarán.

Debo aclarar también, aunque no me parezca indispensable, que estas páginas no invitan, como contrapartida, a la retórica, a un hablar atildado o a engolar la expresión. Al contrario, si de algo adolece el español que se usa en ciertas esferas es de falta de sencillez. Me refiero a la sencillez clásica que estaba vinculada a un vivir que no se había desprendido de los quehaceres humanos, nutrida por veneros de un idioma al que no había invadido el rodeo, «la abstractividad», el eufemismo que inficionan el español moderno y que delatan una tendencia a huir de la realidad.

Tampoco se trata de expresarse sin dificultad. La dificultad ya indica conciencia del lenguaje, y desconfío de muchas solturas. A veces la fluidez, la facilidad de palabra, solo trasunta una constante repetición. El decir del alma, el más hondo, no suele ser fácil, y el espíritu está reñido muchas veces con la brillantez; busca más bien veracidad, exactitud, fidelidad.

Por último, necesito añadir que no he escrito estas páginas en postura de quien sabe sino de quien siente. Padezco el tema y me parece que la dificultad expresiva del pueblo al que pertenezco es también la mía, que no puedo desconectarme de lo que está tras ella. A pesar de las diferencias de formación, el fondo es quizá el mismo. Deseo creer que nuestras mudeces se asemejan, y que son significativas. ¿Cómo podría hablar, pues, desde una suficiencia? En materia de lenguaje soy también menesteroso. Es precisamente mi lucha con el lenguaje lo que me ha hecho observador atento de los problemas que aquí toco. Observador, no juez.

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La quiebra del lenguaje

De una manera general se puede decir que el venezolano de hoy conoce muy poco su propia lengua. No tiene conciencia del instrumento que utiliza para expresarse. En su lenguaje, admitámoslo sin muchas vueltas, se advierte una pobreza alarmante. El número de palabras que usa es escaso, está lejos de un nivel aceptable y en los casos extremos apenas rebasa los límites del español básico; por lo general no lee ni redacta bien. Infortunadamente también ignora que la propia lengua puede y debe estudiarse a lo largo de la vida; para él es solo una tediosa materia de los programas de la escuela y el bachillerato de la cual se siente al fin libre. […] Lo cierto es que el lenguaje no ocupa ningún puesto en la gama de sus intereses. (1)

Me he referido, sin precisar, a la deplorable situación del lenguaje entre nosotros, dado que no es mi propósito señalar pormenorizadamente las fallas más usuales en que se incurre. (2) Son ya muy conocidas y además innumerables como para incluirlas  en un ensayo que solo quiere alertar sobre el peligro en que se encuentra nuestro español, con miras a preservarlo, a evitar que vaya a volatilizársenos también esta riqueza. El empobrecimiento en que ha ido cayendo, pues empobrecimiento es la palabra que mejor compendia el estado en que se encuentra, puede llevarlo a una inopia irreversible, sin posibilidad de recuperación. (3)

Esta es una de las carencias más notorias, pero menos señaladas, entre las que afectan a nuestro pueblo. ¿Por qué se suele pasarlo por alto? ¿A qué se debe semejante omisión? ¿Por qué se habla de otras carencias, y casi nunca de ésta tan vinculada al vivir del individuo y de la comunidad que no puede menos de incidir en él? Se trata de una extraña subestimación, pero no deseo tantear en pos de explicaciones. Prefiero dejar las preguntas en el aire.

(1) Aludo claro está a un sector de la población, no a toda. En Venezuela, como en la mayoría  de los países, existen muchos niveles y diferencias. Mis afirmaciones no deben tomarse a la letra. Con todo, aun el lenguaje de personas a quienes la lectura no les es extraña y cuyo español no puede considerarse deficiente, muestra poca variedad, ha ido perdiendo sabor, se siente desangelado. […] En España parece que tampoco andan bien las cosas. Con el título de «Poco se puede hacer por el idioma», El Diario de Caracas publica la siguiente información: «Los miembros de la RAE están descorazonados, pero no vencidos. La degradación del idioma español pese a la lucha constante de sus cuarenta y seis miembros, es un hecho. Alfonso Zamora Vicente, secretario permanente de la institución, declaró en reciente entrevista, que la ‘gente no tiene cultura’. Y no se quedó allí, atribuyó buena parte del problema a los medios de comunicación que ‘están en manos de idiotas’ y al sistema de educación, ‘un desastre total’, afirmó». 21-1-84.

(2) Sus fallas requerirían un estudio especial. Podrían mencionarse, sin embargo, entre las más comunes, el abuso de ciertas expresiones innecesarias como a nivel de; disparates como el vaso con agua que nos sirven los mozos de cafés, restoranes y bares para corregir nuestro antiguo y clásico vaso de agua; horrendos anglicismos que se introducen a través de los doblajes de la televisión y las traducciones de la prensa, como ¿qué tan lejos queda, qué tan pronto, qué tanto la conocía?, por ¿a qué distancia, cuándo, hasta qué punto? o ¿cómo le gusta? en vez de ¿cómo le parece? o ese olvídalo en lugar de déjalo y muchísimas otras locuciones extrañas a nuestra lengua, eufemismos destinados a escamotear la realidad, como soluciones habitacionales para designar lo que siempre se ha llamado casa o apartamento (no sé quién podría vivir en una solución habitacional); neologismos que no se justifican, pero con los que se busca causar efecto y que generalmente sustituyen a las palabras que son matrices, porque ya estas no suenan bien para los oídos remilgados de una época que emascula el idioma.

Consideración especial merece el ridículo de que, el cual suele usarse cuando no es necesario y no usarse cuando el régimen del verbo lo exige, y al cual han sucumbido presidentes, ministros, rectores, vicerrectores, comentaristas deportivos, estudiantes, intelectuales y hasta académicos de varias academias. Algunos comentaristas de béisbol baten todas las marcas. Se puede decir que a las divisiones que ya existen en Venezuela hay que añadir la muy significativa de los que usan correctamente el de que y la de aquellos que por ignorancia o desatención al idioma, lo usan a cada paso.

Esta deformación, que antes ocurría con verbos como pensar, creer, considerar, parecer, decir y otros parecidos, tiende a extenderse e invadir como plaga, e inesperadamente, a muchos otros. A casi todos. O, me temo, a todos.  Pese a que son pocos los verbos que requieren la preposición de antes de la palabra que, el vicio se esparce y afirma. Lo más desalentador es que incurran en él personas que no pueden ser tachadas de ignorancia.

El uso excesivo de las groserías también empobrece mucho el idioma. En Venezuela algunas son como sinónimos universales. Reemplazan cualquier otra palabra.

(3) Más grave que las fallas o el mal empleo del idioma es su empobrecimiento. El olvido de la lengua, lo escaso del léxico, el poco o ningún uso de sinónimos, la falta de vínculos con el pasado de la lengua, la rutina en la construcción de las frases, a la que se deben muchas facilidades de expresión (el caso de espectacular para calificar casi todo, acotación de la curaduría) son algunas de las notas de este empobrecimiento que muchos, sobre todo en el campo de la lingüística, no admiten: prefieren llamarlo cambio. La pregunta que cabe hacer es en qué dirección ocurre éste. No todo cambio es enriquecedor. Por ejemplo, puede haber neologismos que extravíen aún más al ser humano.

(Fin de la Primera Parte)

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En torno al lenguaje, Colección Letras de Venezuela, 82. Dirección de cultura, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1985. Curaduría: Josefina Núñez

 

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