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El #6D: ganadores y perdedores; por Tomás Straka

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Fotografía de Wilfredo Riera. Para ver la galería completa, haga click en la imagen.

Hay consenso en calificar de históricas a las elecciones del pasado domingo. Aunque es muy pronto para saber las últimas consecuencias del triunfo opositor, todas las señales indican que el país ha dado viraje político que podría marcar el inicio de una nueva etapa. No obstante, aún quedan muchas cosas por decidir. El chavismo mantuvo un respetable 40% de la votación total, de modo que pudiera reconstituirse si toma las medidas correctas; la abrumadora mayoría opositora no es sólo resultado de sus dos millones de votos de ventaja, sino también del sistema electoral inventado por los mismo chavistas para obtener siempre una sobre-representación en la Asamblea y que, efecto búmeran si los ha habido, terminó favoreciendo a sus adversarios; los números hacen pensar que la mayor parte de los chavistas disgustados se abstuvo y no votó por la MUD; y todavía no sabemos cómo los distintos factores de poder se van a reacomodar.

Pero hay tres aspectos menos atendidos en esta hora en la que los venezolanos no hablamos de otra cosa, que pueden darnos unas pistas sobre las tendencias históricas encarnan los ganadores y los perdedores, y que pueden indicarnos hacia dónde se están moviendo las cosas. Es decir, que dan claves sobre lo que en el fondo ganó con la MUD y perdió con el PSUV el pasado domingo.

El triunfo de la MUD significa bastante más que la victoria de un conjunto de partidos opositores de “derecha”, como le gusta etiquetarlos (en realidad condenarlos) el chavismo. Es, sobre todo, el triunfo de una forma de entender la democracia. No es el caso determinar si se trata de un concepto de democracia superior o inferior a otros posibles (más allá de que en lo personal lo considere, como hoy casi todos en el mundo, superior). El hecho es que lo votantes que marcaron la tarjeta de la MUD optaron por un tipo de democracia pluripartidista, policlasista, respetuosa de la división de poderes y de las libertades cívicas y económicas, que el chavismo se trazó sustituir por otra democracia que llama “participativa y protagónica”.

Todo indica que lo que hemos vivido de ella sea una perversión de sus ideas originales. Cuando el chavismo alega que por tener la mayoría gozaba de derechos casi ilimitados; cuando promueve la claudicación de las funciones legisladora y supervisora del parlamento, delegándolas en el Jefe o dándole automáticamente la razón a cuanto solicitara; cuando centraliza los recursos del poder comunal en la presidencia; tiene un sistema judicial sospechosamente alineado con el Ejecutivo; emascula los poderes regionales y municipales, aplasta hasta donde les fuera posible el sindicalismo independiente, silencia los medios, obedece lo que el Jefe ordenara por televisión, aplaude el uso discrecional de los recursos de todos y condena moralmente a los opositores como si fueran traidores a la patria por el simple hecho de pensar distinto, hace de la “democracia participativa y protagónica” algo más cercano al cesarismo democrático de Juan Vicente Gómez o a la “democracia directa” de Mussolini, que a las propuestas que persiguen un mayor empoderamiento de los ciudadanos frente a los partidos, el Estado y las grandes corporaciones. Propuestas, de paso, que resultan desde todo punto necesarias para edificar un modelo democrático más eficiente y justo.

A pesar de que la Constitución no lo plantea así, el PSUV tiene entre sus objetivos programáticos erradicar la “cultura política burguesa”, es decir, la democracia representativa. Hizo mucho al respecto, pero después de diecisiete años recibe un durísimo revés por la herramienta por excelencia de la representatividad, el voto. Aunque puede alegarse que ha sido más un voto castigo por el desastre económico que de apoyo a cierto modelo democrático, eso no desdice que los ganadores son los que han presentado otra forma de entender la democracia como parte esencial de su propuesta. Y tampoco puede ahora menospreciarse la inteligencia de los electores de la MUD, como antes muchos opositores lo hacían con los chavistas, alegando que sólo piensan con el estómago.

Pero hay más. Dentro de la victoria de esta democracia hay otros dos triunfos históricos que acaso definan mejor las tendencias que encarna la MUD. Uno es el de la comunidad GLBT con la llegada de Tamara Adrián a la Asamblea. Es probable que en cien o doscientos años estas elecciones sean un asunto de especialistas. Aun si marcan un cambio de rumbo radical, el mismo tendría que ser tan hondo (ojalá lo sea, y para bien) como para que aquellos que no sean historiadores las recuerden. Pero sí hay un aspecto que no se podrá eludir: la llegada de la primera mujer transgénero a una curul es un hecho tan grande para el avance de los derechos como lo fue el establecimiento del principio moderno de representatividad democrática en 1811, la abolición del sistema de castas ese mismo año, la de la esclavitud en 1854, el otorgamiento del derecho al voto a la mujer en 1946 o la declaración de Venezuela como país pluriétnico en 1999. Una ruptura revolucionaria, radical. No sabemos en qué terminará en lo inmediato, pero a largo plazo, si no hubiera otro motivo para recordarla, este bastaría para que la MUD pase a la historia.

El otro triunfo es el del uso de las redes para difundir ideas cuando los medios se le cierran a un movimiento. Los sabemos para bien o para mal, bien por su éxito en los últimos movimientos democráticos, como el de Hong-Kong o los de la malhadada Primavera Árabe, o por el que ha tenido ISIS para captar militantes en todo el mundo. El pasado domingo la MUD demostró que a la censura y el silenciamiento se le puede enfrentar con éxito desde el internet. Por supuesto, no sustituyó un viejo método que le dio mucho éxito, el del contacto directo, casa a casa; pero cuando las horas se hicieron tensas y todos temíamos que pasara cualquier cosa, en YouTube, Twitter y otros medios, se mandaron los mensajes correctos a los electores venezolanos y al mundo.

Frente a estas victorias, la derrota del PSUV, especialmente si la asociamos a la debacle económica, es la derrota de lo que parece ser el último cartucho del socialismo real, es decir, el de cuño más o menos soviético. La ingeniería social ideada por Jorge Giordani, que básicamente era un ajuste de los sistemas de planificación central (y ni siquiera un ajuste muy original: a lo sumo, algo como los modelos yugoslavo y húngaro, acaso un poco más liberalizado), resultó un fracaso estrepitoso. Es verdad que Giordani hubiera esperado más eficiencia y honestidad de las que han habido, aunque no sepamos exactamente porqué llegó a esa conclusión si en otras partes las cosas fueron igual de malas; pero el asunto no es gastar tiempo en analizar las razones por las cuales en Venezuela no funcionó lo que no ha funcionado en ningún lado, sino en lo que esto representa para los restos de cierta izquierda que vio en nuestro país a la Tierra Prometida en la que sus ideas aún parecían factibles. Es una derrota histórica de gran escala. Muy pocos de los que hacen cola para comprar cualquier cosa o que ya padecen hambre, han creído lo de la guerra económica. Casi todos han visto los cascarones abandonados de las empresas expropiadas o saben por un primo o amigo los cuentos del funcionamiento de las que siguen más o menos abiertas. De modo que si votaron por otro modelo de democracia, también lo hicieron por otra economía. Aunque no todos tengan claro por cuál, la ovación en el estadio que recibió Lorenzo Mendoza dice bastante de lo que la gente ve como éxito y de lo que considera fracaso.

De modo que indistintamente de lo que pase en la política inmediata con el triunfo de la oposición, el 6-D hubo victorias y derrotas de suficiente calado histórico como para ver hacia dónde puede, con gran probabilidad, marchar el país.