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Edgardo Rodríguez Juliá; por Antonio López Ortega

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Con el libro Reapropiaciones, el crítico Julio Ortega intentó una lectura de lo que él mismo llamaba “cultura y nueva escritura en Puerto Rico”. El sugerente título no es ingenuo; resume más bien con no poca inteligencia el abanico de sus lecturas. Pareciera que al escritor portorriqueño contemporáneo no le bastara sentirse propietario de algo (un paisaje, un patrimonio, una lengua). Su ejercicio es más bien el de ir corroborando sus pertenencias, sus ajuares, como si una duda central, determinante, gobernara todos sus actos. Para escapar de lo que puede asociarse a un borrón histórico, patrimonial o lingüístico, el escritor portorriqueño se reinventa a cada paso. Si el fondo –como diría Picón Salas– es inmutable, seamos entonces fieles en el plano de la forma a la más estricta elaboración barroca. Si las imágenes de una cultura se disipan, recurramos entonces al único mecanismo posible de perdurabilidad: el de la memoria.

Me admira en el caso de Edgardo Rodríguez Juliá, su empeño de que las imágenes de una cultura no desaparezcan. El tamaño del esfuerzo de reapropiación expresiva es equivalente al tamaño de los riesgos que atraviesan a esa misma cultura. Rodríguez Juliá va al detalle, a la precisión narrativa, con un énfasis del que no escapa el más mínimo grano de arena. La crítica ha querido reconocer en este empeño el oficio de un cronista. Pero nada más alejado que esa (im)precisión. Si a veces asoma el cronista, asoma a la usanza de los cronistas reales de Indias que todo lo inventariaban. Pero a diferencia de éstos, Rodríguez Juliá retrata el mundo un día antes de su desaparición con la precisión de un escultor de epitafios.

La lectura de El cruce de la Bahía de Guánica nos revela un mundo admirable: el mundo de los personajes “playeros” de Puerto Rico. Capítulo a capítulo, van desfilando por sus páginas nadadores, kiosqueros, surfistas, bebedores y hasta artistas que se han refugiado en chozas playeras. El reflejo de ese mundo aparentemente intrascendente alcanza en Rodríguez Juliá cimas extraordinarias. Se diría que, de tanto hurgar en esa materia, la materia misma se transforma, se convierte al fin y al cabo en literatura. Una imagen perdurable sobrevive por encima de otras: la de un nadador de fondo que, en medio de la bahía, sigue braceando exhausto contra la corriente y mira la costa desde lejos. Su distanciamiento es suficientemente amplio como para entender que Puerto Rico es una isla y que una de las dificultades de esa cultura es la de ver hacia dentro de sí misma. La metáfora que Rodríguez Juliá construye es exacta: sólo desde afuera podemos vernos, sólo desde el agua podemos entender que somos una isla.

Cultura aislada como pocas, la portorriqueña vive momentos apremiantes que todos conocemos. La carrera de Rodríguez Juliá es contra reloj: mientras más escriba, más sentido acumulará de una cultura. No en vano le declaraba al mismo Julio Ortega que la función primordial de su literatura era “insistir en la tradición de explicar lo que es Puerto Rico”. Lejos entonces de otras acepciones, las circunstancias históricas lo llevan a afirmar que “el problema de la identidad aflora a través de todas las generaciones”. He aquí un autor para quien la escritura misma es el testimonio más fehaciente de la identidad de una cultura. Escritura contra borrón; memoria contra la gradual disipación de las imágenes.