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Domingos con Mahler; por Arturo Almandoz Marte

Domingos con Mahler; por Arturo Almandoz Marte

Gustav Mahler

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Una de mis mayores frustraciones es no hablar alemán, y más importante aún para mí, no leerlo. Ello a pesar de tomar cursos básicos en la Asociación Cultural Humboldt y clases particulares a mediados de los años ochenta, cuando estudiaba la maestría en Filosofía en la Universidad Simón Bolívar, dándome entonces cuenta más que nunca de lo fundamental de leer a los pensadores en su lengua original. Mis actividades profesionales como urbanista, así como el postgrado en España a finales de los ochenta, dieron al traste con los rudimentos para leer ciertos textos con los que había tratado de practicar para llegar a la filosofía. De Das Stunden-Buch de Rilke a Professor Unrat de Heinrich Mann, conservo en mi biblioteca volúmenes de aquellos años, anotados pero irredentos, como testigos de esa frustración intelectual.

Pariente de esa deficiencia germanista es mi incultura musical, heredada principalmente de las limitaciones familiares. Además de que nunca hubo en casa ni tiempo ni presupuesto para enviarnos a conservatorios, llevarnos a conciertos o ejecutar instrumento alguno —posibilidad que afortunadamente han cultivado las orquestas juveniles venezolanas desde el último tercio del siglo XX— lo que más resiento es, al igual que con la lectura del alemán, carecer de un vocabulario que me permita apreciar y comentar la música clásica que disfruto.

Si bien por décadas la música así etiquetada permaneció para mí como un dominio innombrable, creo que fue en el año bicentenario de Bolívar —último episodio en que Caracas brilló como capital cultural— cuando mi apetito musical fue avivado por la pléyade de artistas visitantes. Acompañado con frecuencia por amistades de oído educado, cobraron entonces para mí nuevo significado piezas que había escuchado y gustado de manera incidental, de las Cuatro estaciones que acompañaron por décadas las emisiones de Valores humanos de Uslar Pietri, hasta composiciones barrocas de cintas cinematográficas. Recuerdo en especial las piezas de Händel en Barry Lyndon de Kubrick, así como fragmentos de La flauta mágica, si no me equivoco, con las que Liliana Cavani acompañó atroces escenas nazis de Portero de noche, como contrastando las antípodas engendradas por la civilización germana.

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La imposibilidad de leer alemán se me hizo patente para comienzos de la década de 1990, cuando escribía mi tesis de maestría sobre los habitares en Heidegger, del existencialista de Ser y tiempo al poético que el pensador de la Selva Negra elaborara a la escucha de los presocráticos, de Hölderlin y de Rilke. Para recrear algo de este habitar arraigado en cuadratura, como le llamara el segundo Heidegger en uno de sus opúsculos, una de las fuentes bibliográficas que consultaba a la sazón remitía a La canción de la Tierra, de Gustav Mahler.

Al igual que con los otros pocos que conocía, era un compositor del que apenas tenía yo vagas referencias cinematográficas. Había visto la película de Ken Russell a finales de los años setenta, que en poco pude apreciar por mi ignorancia sobre la vida y obra que versionara el director inglés en su estilo extravagante. También recordaba que era Mahler el autor del Adagietto que acompaña escenas de La muerte en Venecia de Luchino Visconti, basada en la novela homónima de Thomas Mann. Escrito como una “canción sin palabras” en la que declarara Mahler el amor por Alma Schindler, quien devino su esposa en 1902, el cuarto movimiento de la quinta sinfonía musicaliza el clímax del idilio platónico ambientado en aquel Lido de la Bella Época, donde Gustav Aschenbach contempla la belleza helena de Tadzio, en la víspera de su muerte en el balneario infestado.

Bogarde, Muerte en Venecia

La muerte en Venecia de Luchino Visconti

Tal como lo hizo también con el Adrian Leverkun de Doktor Faustus, Mann se inspiró para su personaje en el Mahler postrero, cuya salud se deterioraba después de la muerte de su hija infante en 1907, como le ocurre a Aschenbach, así como de la renuncia de aquél a la Ópera de Viena en ese annus horribilis. Fue entonces cuando las dificultades financieras del mayor teatro imperial, esgrimidas por los opositores contra el director de origen judío y bohemio, no obstante su conversión al cristianismo, presagiaban la eventual condena de su música por los nazis.

Nada de eso sabía yo cuando obtuve aquella referencia sobre la “sinfonía vocal” de Mahler, pero desde entonces sus melodías, y en especial los tonos sombríos y melancólicos de su Abschied final, acompañaron la escritura de varios pasajes de mi tesis. Entonces sentí, estando acaso equivocado, que algo de la tierra del habitar heideggeriano resonaba en los Lieder de Mahler, aunque sus fuentes poéticas fueran chinas, como supe después. Escuchadas en versión de la Sinfónica de Viena, conducida por Otto Klemperer, esas canciones devinieron suerte de arcano para la escritura; ellas me aliviaban asimismo por no leer los textos de Heidegger en su original alemán, sino solo en sus traducciones españolas, inglesas y francesas, lo que ya sabía yo que condenaría la tesis a permanecer inédita. Con todo y ello, después de la docencia y las actividades de la semana laboral en Sartenejas, durante muchos fines de semana, sobre todo los domingos, La canción de la Tierra envolvió, en mi estudio de San Bernardino, un ejercicio escritural que me acercaba al compositor sombrío.

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Fue ya estudiando el doctorado en Londres en 1994, cuando me enteré de que esa última obra de Mahler, escrita mientras el compositor padecía cardiopatías terminales, se estrenó año y medio después de su fallecimiento, dirigida por su amigo Bruno Walter en Múnich, en noviembre de 1912. Me lo comentó David Ashurst, quien en aquellos ingleses trató de ampliar mis escasas referencias musicales, desde introducirme a Elgar y Vaugahn Williams, hasta perfilar mejor aquel Mahler que yo me atreví a mencionar, con inglés titubeante, en una visita que hicimos al Lake District.

David me explicó que la notoria carrera de Mahler como director orquestal había despegado gracias al rechazo que sufrieran sus obras tempranas, tales como La canción del lamento de 1881 y la sinfonía Titán del 89, inspiradas en poemas de Hugo Wolf y Jean Paul, respectivamente. Los ciclos de El cuerno maravilloso de la juventud y Las canciones para los niños difuntos, estas últimas sobre poemas de Rückert, probaban asimismo la predilección de Mahler por continuar y ampliar la relación entre música y palabra que venía de Beethoven. Tal maridaje se había mantenido hasta la Cuarta sinfonía, cuyo Finale —ocupado por un solo para soprano con texto poético de Des Knaben Wunderhorn— semejaba según mi amigo el Abschied de mis preferencias.

Para estimular mi aproximación al compositor, David me obsequió un casete grabado por él mismo, contentivo de La canción de la Tierra, así como de la Cuarta sinfonía, ambas interpretadas por la orquesta Sinfónica de Londres, bajo la batuta de sir Colin Davis. Buscando ampliar mi apreciación musical, me explicó entonces, si mal no entendí, que tenía que prestar atención a cómo los instrumentos son utilizados en pequeños grupos de solistas, siendo distinguidos por diferentes notas y tonos cromáticos. Enfatizó que ese cromatismo y el balance de la masa orquestal se contaban entre las contribuciones de Mahler como director, así como el acompañamiento orquestal del Lied, más que pianístico como era tradicional, resaltaban entre sus innovaciones en tanto compositor. Ello lo hace un músico transicional, que algunos críticos clasifican como tardo-romántico, entre Johannes Brahms y Richard Strauss; mientras que otros ven en ese cromatismo instrumental, así como en la irregular longitud de sus movimientos sinfónicos, antecedentes de la atonalidad de la escuela de Viena, algunos de cuyos miembros, como Arnold Schönberg, fueron sus discípulos.

Sin embargo, el cromatismo de Mahler, aún el más inarmónico, no superó al de su admirado Wagner, sentenciaba David haciéndose eco de la crítica de Theodor Adorno de que “Mahler anticipa tímidamente el futuro con los recursos del pasado”. Esa percepción del compositor bohemio como epígono ha sido influida por el contexto crepuscular que le tocó vivir, hasta la víspera de la Gran Guerra que definiría tantos umbrales por cruzar para las vanguardias del Viejo Mundo. Hay que considerar también, según David, las asociaciones establecidas por otras relaciones históricas, tales como las que Mahler mantuvo con Strauss cuando aquel era director del teatro vienés y defendió el estreno de Salomé en 1905, a pesar de las críticas de sectores conservadores que tildaban de libertina la ópera del compositor bávaro.

Como para recordar esa asociación de la que conversáramos algunas tardes en cafés londinenses, David incluyó un par de Lieder de Strauss —a quien yo todavía confundía con la dinastía de los compositores de valses— en aquel casete que me obsequiara a comienzos de 1995. Desde entonces las dos obras de Mahler, junto a las canciones interpretadas por Jessye Norman, acompañaron con frecuencia la escritura de mi tesis doctoral, sobre todo los domingos, cuando la British Library cerraba y me quedaba en el apartamento de Knightsbridge.

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Mientras los discos compactos desplazaban a los casetes, creo que fue poco antes de mi regreso definitivo a Caracas en 1996, cuando David me obsequió la Segunda sinfonía de Mahler, en versión de Zubin Mehta al frente de la Filarmónica de Viena. Barruntando mis gustos confusos que no alcanzaba yo a expresar en palabras, ya había intuido él que esa pieza estimularía mi escucha y sobre todo mi escritura; porque ésta debe hacerse, según conversamos tanto en aquellos años, con una musicalización acorde. Para introducirme la obra me hizo notar que la música popular y un “profundo pesimismo” estuvieron a la base de la creación de Mahler desde su infancia; no en vano había incluido una polca y una marcha fúnebre de su propia autoría, en aquel primer recital de piano, ejecutado en 1870 en su Kalischt natal, en la actual República Checa, cuando Gustav apenas contaba diez años.

La composición de la sinfonía Resurrección había sido un largo proceso no exento de rechazo, como en otras obras tempranas de Mahler, me recordó David. Basado en un drama del poeta polaco Adam Mickiewicz, el primer movimiento, concebido como “Ritos fúnebres”, fue concluido en 1888; entonces fue mostrado por el compositor al famoso director Hans von Büllow, quien fue tan crítico como de costumbre y le desaconsejó estrenarlo. Después de que Mahler continuara trabajando en los movimientos intermedios, sabía de la necesidad de un final, cuyo motivo se le reveló en el funeral del mismo von Büllow en 1894, cuando escuchara una musicalización de la oda “Resurrección”, del poeta alemán Friedrich Gottlieb Klopstock.

David no pudo ser más atinado con aquel obsequio de despedida. Interpretada por Ileana Cotrubas, la marcha fúnebre con que abre la sinfonía me atrapó desde que comencé a escucharla de forma ritual en los años de regreso a Caracas. Me acompañó en incontables ocasiones en la casa de San Bernardino que ya se había quedado sola, mientras escribía yo textos diversos, y sobre todo, cuidaba de mamá en su senectud quebrantada. Imposibilitada ella de asistir a misa los domingos, como solía hacer mientras tuvo movilidad, con frecuencia colocaba yo de fondo la sinfonía, aunque mamá no pudiera escucharla en su sordera; la orquestación daba un toque sagrado a nuestra existencia, en la espera de la muerte que se aproximaba, pero que parecía trascendida con el arreglo coral de la oda de Klopstock. Y su última estrofa devino una suerte de oración: ¡Resucitarás, sí, resucitarás/ corazón mío en un instante!/ Lo que ha latido, / ¡habrá de llevarte a Dios!”.

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En nuestro último encuentro en 2009, David me obsequió las obras completas de Mahler, con Simon Rattle conduciendo la orquesta Sinfónica de Birmingham. Para ampliar mi apreciación de las sinfonías Cuarta y Segunda, me regaló asimismo una versión de la Sexta sinfonía de Anton Bruckner, interpretada por la Sinfónica de Londres dirigida por sir Colin Davis. Yo le había comentado en una conversación telefónica que esa pieza, escuchada por casualidad cuando todavía sintonizaba Radio Nacional, me transportó tanto como algunos pasajes de Mahler. Comenzó entonces por explicarme que éste respetaba sobremanera al maestro austríaco, exponente de la tradición clásica que venía de Haydn, más conservadora que la wagneriana que crecía al empuje de Prusia. Utilizando analogías que remiten en este caso a lo paisajístico y territorial, familiares a mi formación urbanística, David advirtió sin embargo que, con su reiteración de temas en ciernes, el viejo organista católico traza un paisaje cuya vastedad sólo puede ser apreciada desde gran altura. Y aunque también en la gran escala y la larga duración, Mahler en cambio parece desplegar una narrativa de clímax finales, cuyos Leitmotive reaparecen en el conjunto de su obra.

Bruckner

Anton Bruckner

Con la ayuda de esas distinciones básicas en relación a Bruckner y otros maestros, sigo a tientas a través de la obra de Mahler, en los casetes obsoletos de los que no me he desprendido, junto a los discos compactos que también van tornándose viejos. Rememorando en parte las escuchas rituales que precedieron a la muerte de mamá, muchos domingos en los que asoma la soledad y la duda existencial, escuchar la Resurrección o la Octava, esta última sobre un himno del Pentecostés, ha devenido una liturgia que sacraliza el quehacer cotidiano. Junto a aquella tierra que resonaba al escribir mi tesis de filosofía sobre los habitares en Heidegger, aparecen ahora otras dimensiones de la cuadratura —el cielo, los mortales y la espera de la muerte— en una experiencia que se torna trascendental.

Si bien esa música entre fúnebre y sagrada me ha deparado innumerables momentos de sosiego, sobre todo al encauzar la angustia que supone el acto de escribir, siempre resiento la carencia de conceptos y vocabulario para apreciarla y entender su sentido trascendental. Me alivia empero recordar la comparación sobre el valor estético de las bellas artes que hace Kant en su Crítica del juicio, donde confiere a la música un segundo lugar después de la poesía, reconociendo al mismo tiempo su inefabilidad: “Pues aunque habla mediantes puras sensaciones, sin conceptos, y, por tanto, no deja, como la poesía, nada a la reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu más directamente, y, aunque meramente pasajero, más interiormente”.