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El miércoles pasado un sms estremeció mi teléfono con la orden de permanecer a quince segundos de un lugar protegido en caso de que sonara la sirena que anuncia los cohetes disparados desde Gaza. Ya me iré a mi casa – pensé – mientras terminaba las compras en el abasto del kibutz en el que vivo, en el sur de Israel. Mi poca reacción ante la noticia se debió a la regularidad de los eventos: dichos cohetes caen constantemente por estos lados desde hace unos 11 años, por lo menos. La vida de los habitantes del sur de Israel gira en torno a bunkers, refugios, cuartos blindados, techos reforzados. Los parques tienen túneles coloridos, aparentes espacios para el juego que en realidad son defensas. Las escuelas tienen techos fortificados y refugios de concreto en medio de los patios para el recreo. La cotidianidad aquí es quebrantada cada cierto tiempo por una sirena de advertencia que en algunos lugares consiste en la repetición viciosa de la frase “color rojo” y en otros se trata de una alarma antiaérea como las de las películas de la segunda guerra mundial. Sonidos, en todo caso, que hacen estremecer al más duro y que ponen en guardia a todos por igual. Ante el plañir de la sirena, no se puede perder tiempo en nerviosismos ni llantos: hay que ser efectivo y correr a ponerse a resguardo hasta escuchar la explosión. Luego de la explosión viene el pánico, las llamadas telefónicas, los llantos y, muchas veces, el alivio. Cada quien tiene su historia acerca del lugar en el que lo sorprendió la alarma. Algunos tienen sus muertos.
Pero esta vez no era la alarma, sino un mensaje de texto antes de la posible alarma. Un revuelo de voces cerca de la caja registradora me amplió la información: el ejército israelí acababa de matar a Ahmed Jabari, jefe de la rama militar del Hamas. Se esperaba lo peor. No llegué a mi casa en 15 segundos, sino tal vez en 5 minutos.
Desde esa tarde hemos estado prácticamente encerrados, mientras escuchamos a lo lejos las explosiones. Las de acá, las de allá y las del escudo antimisiles “Domo de hierro”, que intercepta y destruye en el aire los cohetes que son lanzados desde Gaza. Desde entonces estoy abatida, tratando de explicarles a mis hijos lo inexplicable. Tratando de hacer el encierro llevadero. Preguntándome las razones de esta guerra precisamente ahora. Las razones de la guerra anterior, hace cuatro años. Las razones de cualquier guerra en cualquier momento.
¿Por qué la sirena se llama como las sirenas? – me pregunta mi hijo. Entonces me regodeo en una explicación larguísima, mitológica, llena de Ulises y mares con tal de no tener que explicar lo que nos rodea.
Desde entonces las sirenas no han parado de cantar.
Las peores sirenas son las madrugadoras – escribo en mi estado de FaceBook y me imagino a un par de sirenas de cabellos volátiles y bocas abiertas sentadas en la piedra de un mar matutino, despertándome antes de la explosión. En la realidad soy yo abriendo los ojos con el ulular de la alarma de advertencia. Una alarma metálica y poco poética que amolda nuestra cotidianidad a su gusto. Menos mal que desde que todo comenzó dormimos en el cuarto blindado de la casa, una especie de búnker que tienen las casas construidas a partir de los años 90. Las personas que viven en casas más viejas han tenido que mudarse a casas de familiares o amigos que si cuentan con un cuarto de este tipo; o simplemente tienen que guarecerse en algún lugar seguro de sus casas. Otras usan los refugios públicos.
Del otro lado de la frontera seguramente no hay refugios que valgan. Ni sirenas.
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20 de noviembre, 2012
Pensando en ésto que dice mi tan admirado Joan Manuel Serrat, me encontré sus palabras que suscribo completamenete y aquí reproduzco: http://www.corrienteshoy.com/vernota.asp?id_noticia=120425#.UKwDDi0dbZz.facebook
21 de noviembre, 2012
Hoy me tocó explicarles a mis chamos del colegio ¿”Qué está pasando en el mundo?” como así ellos mismos titularon sus interrogantes. Difícil les resultó entender el conflicto, y mucho más cuando traté de barajearles algún tipo de explicación sobre el porqué de la guerra cuando a mí también me resulta insólita, triste. Me tocó unirme a sus concentradas miradas. “Entonces aquí también vivimos en guerra” -intervino uno de mis chicos- porque al asomar la palabra “intolerancia” se dieron cuenta de que el peor misil contra la vida y contra la paz que conlleva el poder convivir con el otro, es la violencia que pasa inadvertida (aunque las sirenas suenen todos los días a llanto; a voz quebrantada de impotencias); ese miedo colérico que golpea al mundo y no acabamos de entender que no forma parte de un hecho aislado, distante, normal ni justificado. Mucha fuerza, Lili, que esta mitología contemporánea traiga un final lleno de luz y cese al fuego. Que la feliz y verdadera cotidianidad vuelva al hogar…y viceversa.