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Demonios de la transición; por Boris Muñoz

Demonios de la transición I; por Boris Muñoz 640

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Una transición

Está de moda hablar de transición. Hay modas que, como fuego de artificio, estallan sin dejar rastros y otras que, vistas retrospectivamente, anuncian un cambio de época. A este último tipo está de moda llamarlo disrupciones. Pero también hay cambios graduales que toman tiempo en configurarse y que, a la larga, entrañan un cambio muy marcado. Cuando el cambio se concreta, una mirada histórica demuestra con relativa facilidad que las estructuras que sostenían una determinada situación se encontraban significativamente debilitadas. En líneas generales, a esos periodos se les puede llamar con bastante precisión transiciones, básicamente para referirse al momento en que comienza a emerger un orden distinto al que ha dominado hasta entonces. Y, por su naturaleza, las transiciones escapan al sentido delimitado de las modas.

Al oír hablar de transición muchos venezolanos familiarizados con la historia y la actualidad, hacen un gesto de desdén, como si se tratara de una mala broma. Lamentablemente, nada más natural.

Durante 16 años han sido adoctrinados para mirar el futuro desde la óptica de una polarización extrema. De un lado están quienes han gozado de la atención de los programas sociales y apoyan el gobierno chavista adhiriéndose con fe obsesiva. Su vida es cada día más dura, pero no conciben el mundo sin la ilusión de un Estado todopoderoso que, al menos discursivamente, los defienda a través de mecanismos de subvensión pública. Del otro están quienes se le han opuesto vanamente al orden autocrático, tratando de salir de él por las malas o por las buenas, y hoy sienten una total frustración frente a un poder tan marrullero y autoritario que ha logrado convencerlos de su invencibilidad. Por eso, una porción muy grande de esos polos vive un agudo escepticismo hacia la posibilidad de un cambio en la situación general del país. De un modo paradójico, ambos grupos han llegado justo donde los jerarcas del chavismo han querido llevarlos: la percepción generalizada de que el gobierno es impermeable a la realidad, inmune a la voluntad mayoritaria, el sentimiento de que sólo una convulsión social o un cataclismo podrá cambiar las cosas.

Sin embargo, si a esos venezolanos se les confronta con la cascada de encuestas publicadas en las últimas semanas —la mayoría consideradas de buena Ley—, es muy probable que esos venezolanos cambien de opinión radicalmente.

Ahogado por los números

DatinCorp muestra que 74% de los encuestados cree que la situación del país está mal o pésima y que 66% de los venezolanos perderá la paciencia ante el deterioro de las condiciones de vida y protestará enérgicamente. La encuesta Ómnibus de Datanálisis arroja resultados todavía peores para el gobierno, con un 84.3 % de los encuestados evaluando el curso del país de regular a muy mal. Datanálisis revela que la desaprobación de Nicolás Maduro es de 68.8%. Para colmo, quienes lo evalúan positivamente apenas alcanzas el 25.6%. Volviendo a DatinCorp, 56% de los venezolanos cree que la salida de la crisis sólo se logrará con un nuevo liderazgo. Este importante dato es oblicuamente confirmado por Óscar Schemel, el encuestador y analista preferido por el oficialismo, al afirmar que el venezolano espera “un líder que soluciones los problemas y que ejecute las acciones necesarias” (citado por Nelson Bocaranda, Runrunes 18-06-2015).

La cuestión principal la explica otra encuesta, Percepciones Ciudadanas del Sistema Electoral Venezolano, llevada a cabo por el Proyecto de Integridad Electoral Venezuela de la UCAB, y también publicada hace pocos días. Lo que, dicho de forma muy concisa, muestra esa encuesta es que 16.4% del universo de votantes, se declara “chavista, pero no madurista”, mientras que el presidente sólo cuenta con un apoyo sólido de 15.4% del chavismo. Pero el hallazgo más revelador es el cambio de actitudes de quienes históricamente han apoyado al chavismo y hoy no tienen reparo en manifestarse desafectos. Esto ha dado paso a la aparición de dos categorías políticas nuevas, junto con las tradicionales opositor, chavista y ni-ni: los ex chavistas y los chavistas no maduristas.

En un artículo de Héctor Briceño en el blog Politika Ucab, que explica la encuesta, se lee lo siguiente: “Cuando analizamos el 56,5% de electores que votaron por Chávez en 2012 según la forma como afirman haber votado en 2013 hay hallazgos muy interesantes. El primero, es que tan sólo 69,8% dice haber votado luego por Maduro (con y sin arrepentimiento). Luego, un 12,3% dice no haber votado y finalmente un 17,9% afirma haber votado por Henrique Capriles. A saber: no dicen haberse abstenido ni que votaron por otros candidatos. Tampoco se niegan a responder la pregunta, sino que afirman haber votado por la oposición. Ello muestra muy claramente que la migración chavista continuó luego de las elecciones presidenciales de 2013 y que se ha intensificado durante el 2014 y 2015”.

Si no se interpreta este cuadro adecuadamente, muchos venezolanos que hoy quieren un cambio podrían pasar por alto la conclusión esencial que reportan estos números: el gobierno atraviesa su momento de mayor descrédito desde la crisis de 1998 que dio paso al chavismo. A esta conclusión hay que sumar otros dos factores: las estimaciones generales arrojan que si las elecciones parlamentarias fueran por estas fechas la oposición ganaría con 56%, mientras el chavismo lograría 40%. El último: mientras en la oposición el liderazgo está dividido a partes casi iguales entre Leopoldo López y Henrique Capriles, el gobierno no tiene ningún líder de relevo. Paradoja de paradojas: Diosdado Cabello, segundo en la jerarquía chavista, cuenta solo con 1% de aprobación, muy por debajo de Lorenzo Mendoza (12%), empresario a quien el gobierno ha demonizado como la mano invisible detrás de la Guerra Económica, asombrosa hipocresía con que se pretende encubrir la infinita destrucción de la economía nacional.

En resumidas cuentas: como resultado de la calamitosa gestión económica, la represión salvaje, el aniquilamiento del juego político y la falta de liderazgo propio, entre otros factores, el gobierno ha entrado en una acelerada espiral de desgaste y ya ha quemado casi todo el margen de maniobra para revertir una estrellada fatal.

Para quienes no se hayan enterado, he aquí una noticia: la transición no es sólo una moda de la que algunos hablan, sino, y esto ya está relativamente claro, un nuevo proceso político que ya está en marcha. Y no lo está por el voluntarismo de un grupo de líderes de la oposición. La realidad es que el deterioro de las ya apremiantes condiciones de vida de la mayoría, a causa de factores como la escasez, la inflación y la inseguridad, se ha combinado con el debilitamiento de los mecanismos de distribución de renta y del sistema de adoctrinamiento ideológico y propaganda que hacían altamente competitivo al régimen chavista y que son indispensables para mantener el consenso y conservar el poder. Chávez pudo mantener la ilusión de invencibilidad y absolutismo. Sin él, se ha mostrado que “Chávez” era la elaborada máscara (persona) que servía de rostro a una gran coalición de intereses mantenida fundamentalmente gracias a un gran flujo de petrodólares. Pero también algo más que eso: Chávez, el hombre, era el factótum que, en virtud de su verbo y carisma, mantenía una narrativa política que le daba orden y sentido a sus acciones —las llamadas líneas de Chávez— para “producir el consenso” entre sus acólitos.

El resultado de la acumulación de los factores ya mencionados —y de varios otros que no, como el complejo cuadro económico— es el cambio gradual de la correlación de fuerzas entre el chavismo y la oposición, y también en lo interno de ambos polos. La médula del asunto es ésta: el poder chavista tal como lo hemos conocido hasta ahora es ya inviable. Lo único que lo haría durar sería una mayor represión y control dictatorial, y todavía así se trataría de una mutación del orden actual. Pero hay que ser muy precavidos. A todas luces, el chavismo cuenta con el PSUV, potente maquinaria movilizadora de votos, y los recursos del Estado, de los que sin duda echará mano. La oposición, en cambio, contará sólo con la fuerza de las candidaturas, y una maquinaria partidista y un voluntariado fragmentado, cuyos recursos son incapaces de rivalizar con el partido oficial. Aunque lo veo muy difícil, el chavismo podría hacer un pequeño come back.

Hechas estas puntualizaciones, vuelvo al asunto del cambio y la transición.

La marea y el cambio

Según el cristal con que se mire, el cambio está más cerca de lo que se admite o quizás más lejos de lo que se quiere, pues hay factores que pretenden precipitarlo y otros que buscan abortarlo. El desafío que entraña la hora es determinar cuál será la naturaleza de ese cambio y, sobre todo, si es posible llevarlo adelante sin dirimir las inevitables discrepancias por las malas.

Más allá de los números, ¿dónde encontrar indicadores políticos fiables de ese cambio? Una señal clara es que la semana pasada, el Tribunal Supremo de Justicia, en respuesta a una negativa del Consejo Nacional Electoral, aceptó un recurso legal de Marea Socialista para reservar ese nombre como partido político. Esta agrupación, si bien aun pequeña dentro de la maquinaria del Partido Socialista Unido de Venezuela, se ha convertido en poco tiempo en el refugio de quienes están decididos a salvarse del naufragio del chavismo sin Chávez. Algo parecido aspira el grupo de ex ministros insurrectos, encabezados por Jorge Giordani, Ana Elisa Osorio, Héctor Navarro y Gustavo Márquez, que ahora quieren investigar las cuentas del gobierno para desnudar la corrupción de la nomenklatura.

Juntos o por separados, ambos grupos apuestan a poder reclamar la herencia utópica de Chávez para reconstruir la nave del socialismo bolivariano después de la caída o salida de Maduro, como si se trata de crear la réplica de un carabela de Colón. Esto parece traído por los pelos, pero también tiene algún sentido. Los disidentes podrán argumentar que, pese a las fallas de origen del modelo chavista y del pillaje que promovió el entorno de Chávez, Nicolás Maduro recibió un gobierno con suficientes recursos políticos y económicos para dar un viraje. Por feo que esto suene, es una movida inteligente, y puede ser una buena noticia para quienes aspiran a construir una transición por la vía electoral y con la menor dosis de violencia política y social. Después de todo, esta maniobra oportunista de sobrevivencia en modo alguno atenúa el progresivo eclipse del chavismo. Un eclipse que, sin embargo, está lejos de ser total, al menos por un tiempo.

Hace unos días, Nicmer Evans, vocero de Marea Socialista, esbozaba la Tercera Vía dentro del chavismo en estos términos: “[Si] de algo es responsable Chávez hoy, es de que emerja de su propio seno una alternativa que supere lo anterior, y que avance el proyecto de construcción del socialismo, tal como él diagnosticó cuando decidió eliminar al MVR para dar paso al PSUV, que lamentablemente no cumplió los objetivos trazados”. En otro artículo reciente el inefable ideólogo del Socialismo del Siglo XXI, Heinz Dieterich, escribía en tono oracular el obituario del gobierno de Maduro atacándolo rabiosamente por haber dilapidado la herencia de Chávez, “desprestigiado la alternativa del Socialismo del Siglo 21 y creado las condiciones para la reconquista del poder por la oligarquía y el imperialismo”. No sólo eso, lo acusó de haber perdido las mayorías a causa del “delusional thinking” de la troika. La receta de Dieterich para los huérfanos cuadros chavistas es una descripción de la misión que se ha trazado Marea Socialista: “Al 40% de los ciudadanos que no quieren votar ni por la troika moribunda, ni por la derecha unificada de Capriles-Falcón-López, les queda un sólo camino de acción, para garantizar su futuro y el de la Patria. Formar un partido político de centro que rompa el nuevo nefasto bipartidismo venezolano”. Puede parecer otra muestra de “pensamiento delirante”, pero en otro sentido es un planteamiento exacto: coloca el dilema que representa para el chavismo desafecto el problema político de la transición en un plazo no mediano sino corto.

Otro ángulo de este mismo fenómeno acaba de plantearlo Leopoldo López en la carta en que anuncia la suspensión de la huelga de hambre que mantuvo por treinta días, al referirse a la fecha electoral del seis de diciembre como parteaguas simbólico para el inicio de un cambio.

El término transición no figura en la Constitución, como mecanismo de cambio de gobierno, el término es tratado como un anatema. De hecho, por anunciar la transición fue hecho preso el alcalde mayor, Antonio Ledezma. Sin embargo, el uso de las palabras no debe limitarse al sentido que quieran imponerle aquellos que controlan el poder y la expresión. Que una especie de veto oficial pretenda restringir el uso de la palabra transición, no impedirnos emplearlo en su sentido amplio para referirnos al conjunto de factores que se alinean en la dirección de un cambio.

No somos ángeles

Los demonios de la transición explican muchas de las cosas que hoy ocurren en Venezuela. La inexplicable tardanza del CNE para anunciar la fecha de las parlamentarias hace muy creíbles los rumores acerca del temor del gobierno a medirse en las urnas, mucho más ahora que existe un consenso dentro y fuera del país sobre la necesidad de garantizar la transparencia del proceso a través de una observación internacional.

Una muestra más directa del miedo que meten los demonios de la transición la ofrece el propio presidente Maduro. Su muy reducida exposición mediática en las últimas semanas —según las encuestas mencionadas ya sólo un puñado de chavistas le compra las mentiras— así como la cancelación a último minuto de su cita con el Papa son evidentes signos de debilidad. De hecho, ha sido Leopoldo López, no Maduro ni el gobierno, quien ha dictado la agenda política de las últimas semanas. Esto no le pasó a Chávez.

Ante el descomunal descalabro, al gobierno le quedan pocas alternativas. Una de ellas, es como dice Dieterich, “apoyarse en las bayonetas”, lo que no deja tampoco mayor garantía de no salir chuzeado en la movida. La más conveniente para Maduro, la troika y, a fin de cuentas, para la bandera de la revolución, es abrir el juego político liberando a los presos políticos y despejando el camino de las parlamentarias, a un a sabiendas de que las perderá. Pierde la Asamblea Nacional y probablemente luego perderá el gobierno, pero a cambio le brindará al chavismo un futuro político un poquito menos espinoso, dentro de un marco democrático. Otra posibilidad para salvar su gobierno es que en reconocimiento de la grave situación del país, negocie con la oposición cuotas de poder a través de un gobierno de unidad nacional. Esta posibilidad es apoyada por la mayoría de los venezolanos. Tal sería el escenario de una transición copiloteada por el Ejecutivo. No hace falta especular demasiado sobre lo que sucedería en caso contrario: la erosión del poder chavista no solo se acelerará, sino que se hará imparable, hasta volverlo, en cuestión de pocos años, un factor marginal.

Ciertamente un régimen autocrático puede sobrevivir largos años e incluso tener éxito en prolongarse sin el apoyo de las mayorías. Un gobierno como el chavista puede mantener de manera unilateral gracias a la lealtad interesada de pequeños pero poderosos grupos; en este caso, además de un círculo de poder jugando en cuadro cerrado, los militares, los empresarios del régimen y los operadores que controlan las redes de patronazgo (misiones y colectivos). Pero cuando la crisis se hace irreversible y el poder, que una vez se concentró en muy pocas manos, empieza a fracturarse dando claros signos de que los recursos a su disposición, incluyendo el liderazgo, se agotan, como hoy sucede, lo indispensable para la oposición es reconocer que ese poder ya no es monolítico. Es la oportunidad de desarrollar una estrategia para seguir socavándolo eficazmente. Lo central es buscar cómo afectar el área de mantenimiento del gobierno —sus lealtades esenciales— para hacer posible la creación de nuevas coaliciones. Esto cobra aun mayor relevancia tras el anuncio de la fecha de las elecciones parlamentarias para el 6 de diciembre.

Pero los demonios de la transición no sólo asustan a las desmoralizadas huestes chavistas, sino también las opositoras. Uno de esos demonios es la extrema incomodidad que le causa a sus sectores más recalcitrantes (minoritarios, pero vigorosos) la idea de tener que convivir con el chavismo en una eventual era post-Maduro. Se trata de un miedo más que justificado, y no debe pretenderse que no tiene importancia. Pero supongamos que logre desalojarse a Maduro de Miraflores por las vías consagradas constitucionalmente como un referéndum presidencial o que, incluso, múltiples presiones internas o externas lo hagan renunciar a su cargo. En cualquiera de estos escenarios el chavismo seguirá existiendo. Pese a lo obvio que resulta, es bueno recordar que hay vías legítimas y otras que no. Se trata de no repetir errores costosísimos para la oposición y pérdidas terribles para el país, como lo ilustra ejemplarmente lo sucedido el 11 de abril de 2002. Evidentemente, ese futuro no es un hado. Y eso no deja de ser instructivo, puesto que hace posible proponer que un objetivo central de la transición sea lograr el cambio del poder conjurando el muy venezolano demonio del golpe de Estado. ¿Es demasiado pedir?

Todo esto lleva a una serie de preguntas y dilemas para la oposición: ¿con cuáles factores de poder y actores políticos hay que pactar y con cuáles no?, ¿cómo debe dirigirse el cambio, cuál debe ser el plan básico y en qué grupos debe sustentarse? Y quizás lo más difícil, ¿qué tipo de fuerzas y liderazgos deben guiarlo?

Estas son preguntas complejas que merecen una respuesta que abordaré en los dos próximos artículos.

Por ahora, vale recordar que, como escribió James Madison, padre de la Constitución de Estados Unidos, la política y el gobierno existen porque los hombres no somos ángeles: “Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no sería necesario ningún control externo ni interno sobre el gobierno. Al enmarcar un gobierno que va a ser administrado por hombres sobre hombres… se debe primero permitir al gobierno controlar a los gobernados y después obligarlo a controlarse a sí mismo”.

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Próxima entrega: El tiempo de Dios no es perfecto