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Déjà vu (uno doble), por Lucas García

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En medio de la fiesta le escucho decir a alguien.

— Hay un ambiente como el que de antes del 27…

— ¿El Caracazo? —es un hombre de sienes blancas que campanea el trago y mira la noche estrellada.

— ¿Y cuál más va a ser?—gruñe a la Osa Mayor, creo.

“¡Cuán cierto era lo que decía mi abuelito!”, pienso, con aquello de que no te agarren sobrio en una fiesta. Paseo entre la concurrencia ya ligeramente enrumbado. No digo que los bordes de las cosas se empiecen a ver con menos nitidez, pero bailotean. Le pido al camarero otro trago. Una mujer se me para al lado con un amigo.

— He estado escuchando rumores…

Con el vaso en la mano y los ojos entrecerrados, tiene esa pose de las villanas de la telenovela cuando piensan, con la voz en off, alguna barbaridad que planean hacerle a la protagonista

— ¡Cuenta, cuenta! —salta el acompañante.

— Hay ruido de sables…

— ¿Quién te lo dijo?

— Se dice el milagro, pero no el santo…

“¿Soda, señor?”, me pregunta el camarero. “Sírvelo doble”, apremio. Noto el ambiente cargado. Las fiestas son pocas. Todo el mundo tiene un mal cuento, una premonición sombría, un recuerdo malo. La famosa capacidad del venezolano de reírse de sus problemas está seriamente comprometida. Supongo que te puedes carcajear del tipo que se resbala con la concha de cambur, ¿pero qué pasa cuando el que se resbala eres tú?

Y la tecnología que no ayuda, bróder. Cada dos por tres alguien te planta un celu en la cara. “¿Viste el video de los tipos matándose por un pollo en Carora?”, te dicen. “¿Y las fotos que no dejaron sacar a los muchachos del 2001?”.

Las imágenes se suceden frente a tus ojos como un sueño a la fuerza.

Las opiniones se suceden de un lado y del otro como un intercambio de disparos.

— ¿Ves?—dice uno—. ¡Los acaparadores de siempre!

— ¡Cuál aparadores, si ustedes acabaron con el parque industrial de la nación! —le responde el otro.

— ¿Y qué hacían los empresarios? ¡Guisos!

— ¡Guiso el del fondo chino! ¡Y el de los puertos!

Los gestos se van haciendo más fieros y las manos ondean con los tragos como quien empuña un arma. La novia de uno de los polemistas le agarra el brazo.

— ¡Cálmate, Jesús Alfredo! ¿Tú sabes cuánto cuesta cada chorrito de güisqui salpicado, chico?

Yo miro mi trago y saco cuentas. “¡Mi madre!”, pienso una vez que visualizo el cálculo en bolívares fuertes. Vuelvo de nuevo con el mesonero. “Ponme otro”, le pido azorado.

Si llevara corbata, me aflojaría el nudo. Si tuviese el cabello largo me apartaría un mechón de la frente sudada.

Soy un tipo más bien casual y calvo, así que… sigo bebiendo.

El señor de las sienes plateadas conversa con un grupo de personas. Utiliza los dedos para enumerar coincidencias.

— Había protestas todos los días en diferentes partes del país… —le dice a la gente que está asintiendo sin parpadear— Había una aguda crisis económica y la inminencia de unas medidas al respecto altamente criticadas. Había escasez de productos y acaparamiento (esperaban un alza de precios inminente). Había un proceso de falta de credibilidad y pérdida de confianza en el gobierno…

El hombre se muerde los labios.

— ¿Les suena?—pregunta.

Agarro al mesonero por el codo.

— Ponme uno doble…