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Déjà Vu, por Lucas García

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Ando siempre en las nubes, pero no en modo distraído sino de escape.

Mis allegados me lo reclaman. Soy de esos tipos que en las conversaciones acaban mirando a una esquina del techo, ajenos al interlocutor, la cabeza metida en cualquier otra cosa.

─ ¡Hasta mueves los labios, Lucas!─ me advierte alarmada mi señora.

Es verdad. Tengo varios tics. Sabrás que no te he parado ni un pelo si en medio de la conversación sonrío sin mostrar los dientes y asiento mientras digo:

─ Claro, claro.

Como la vez que aquel conocido, deprimidísimo, nos estaba contando a mi esposa y a mí que se separaba de su mujer porque se había enterado de varias infidelidades.

─ ¡¿Cómo que “claro, claro”, chico?!─ saltó el hombre en lo que ejecuté el perfomance─ ¡¿Ósea que tú ya lo sabías?!

Mi esposa no encontraba dónde meterse.

─ ¡Pero bueno, Lucas!─ me dijo─. ¿No viste que te hablaba llorando?

Pues no. Yo solo veía unos labios moverse como en una película muda y pensaba en que el actor que interpreta a Darth Vader era el mismo que hace de asistente del escritor en “La naranja mecánica”. David Prouse, ¡mira tú!, que además fue Míster Inglaterra en los setenta.

─ ¡Perro!─ murmuré, más allá de la pena, calculando la monumental ida de yoyo.

Intento articularlo, darle una razón válida.

─ Es un mecanismo de defensa─ digo.

La realidad puede ser implacable. ¿Cómo no retirarse a la tranquilidad de nuestro interior cuando desde el mundo sólo llegan bofetones? Lo dice hasta el I Ching, caballo.

El innombrable, por ejemplo.

Para ser algo de lo que no se puede hablar aparece en las conversaciones con más frecuencia que un desnudo de la Cyrus. Yo no quiero estar enterándome a cada momento de como el bolívar fuerte se disuelve en polvo cósmico.

En la ofi un pana arranca con el último aumento del que te conté y yo asciendo a las nubes. No sé por qué recuerdo una escena de “Operación Dragón” dónde Bruce Lee usaba unos nunchakos contra los secuaces del malo.

¡Qué velocidad tenía Bruce Lee! ¡Qué fiero era con ese tamañito!

─…y quedé en comprarle la cantidad a un precio─ venía diciendo el pana con esa cara de San Sebastián mientras yo estaba en órbita─. ¡Y resulta que ahora el tipo me pide el doble, Lucas! ¡El doble!

Yo asiento y sonrío.

─Claro, claro─ digo.

Me mira como a los locos.

Estados Unidos espía a sus aliados, la crisis económica no para de crecer, los políticos abren la boca y solo saben echarle más gasolina al fuego, todos los días te cuentan de un atraco, algo hay que está acaparado, con sobreprecio o podrido.

¿Y tú quieres que esté al tanto? ¿De todo eso?

Mi mente se resiste. Un compañero de la tolda opositora me habla de las elecciones del 8, de cómo se han convertido en un plebiscito al madurismo.

Yo intento recordar los nombres de las Tortugas Ninja, que sé que tienen que ver con unos pintores del Renacimiento, pero en cambio me viene a la cabeza los nombres de los sobrinos del Pato Donald.

Hugo, Paco y Luis, ¿no?

Un viejo amigo del chavismo me previene de la avanzada fascista, el peligro de la burguesía traidora, la guerra contra la corrupción.

Yo mastico la empanada y me las doy de Proust, si Proust hubiese nacido en la Urbina, y vuelvo a mi infancia a rememorar las empanadas de cazón de mi abuela. ¿Qué le echaba al guiso que le quedaba tan bueno?

¿Ají dulce, una pizquita de curry?

Mi amigo se emociona, las venas del cuello hinchadas, los puños apretados.

Yo sonrío y asiento:

─Claro, claro─ digo.