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De pólvora y estaño: a propósito de ‘American Sniper’; por Rodrigo Blanco Calderón

De pólvora y estaño A propósito de American Sniper; por Rodrigo Blanco Calderón 640

1. Las expectativas. Acostumbro ver las películas nominadas al Oscar después de la premiación. De modo que mi indignación y mi entusiasmo siempre llegan tarde y termino discutiendo solo. Hace poco pude ver American Sniper [El francotirador, en español], película dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Bradley Cooper. Quedé con la cabeza revuelta de ideas e imágenes que pensé se perderían en el aire, hasta que leí, también hace poco, una breve columna de la escritora colombiana Piedad Bonnett a propósito de la película.

La postura de Bonnett, en un artículo titulado “Como cazar conejos”, es abiertamente crítica. Más que a su contenido, parece rechazar la propia realización del filme. Percibo también cierta alarma en el hecho de que la más reciente producción de Eastwood haya sido una de las más taquilleras en los Estados Unidos en 2014. ¿La razón? Asumir como un héroe nacional a quien, según las estadísticas, fue básicamente un asesino.

American Sniper cuenta la historia de Chris Kyle, “the most letal sniper in the US history”. Kyle hizo su nombre durante la más reciente guerra del país del Norte en Irak. Estos dos datos, héroe + guerra, bastan para saber que estamos ante un tipo de relato cuyo más antiguo precedente es la Ilíada, de Homero. Me refiero a la épica. Recordar esta convención del género es fundamental para no abrigar falsas expectativas, pues la épica es el espacio en el que ciertos asesinos, históricos o ficcionales, son convertidos en héroes. El motor es el mismo en todos los casos: exaltar una comunidad (que puede ser una familia, un barrio, una ciudad, un país, una religión) a través de la vida y los hechos de uno de sus miembros más destacados.

No se puede rechazar este tipo de exaltaciones en el arte sin tener la conciencia de que, como en el caso de Bonnett, tal rechazo aplica a las leyes de un género y no sólo a una obra específica. Y, mucho menos, extendiendo la crítica a un ejercicio de sociología instantánea donde se explica la realización y el éxito de esta película porque, según los argumentos de Bonnett, “en Texas existe una gran pasión por las armas y conseguir una es muy sencillo”, o porque “Eastwood es un hombre de posturas conservadoras que apoya ese partido [el Republicano]”; o también porque “el gran público norteamericano está impregnado de un chovinismo que a menudo el cine alimenta sensibleramente”.

Las conclusiones a las que llega Bonnett me parecen cuestionables. La primera, reducir la dinámica de un país tan complejo como los Estados Unidos al Estado de Texas, el partido Republicano y el chovinismo. Si no podemos evitar las generalizaciones, igual habría que ser más cautos y decir que esos rasgos representan, en todo caso, una parte de los Estados Unidos. La mitad, si se quiere. Mitad que se vería contrarrestada, si queremos seguir jugando a los esquematismos, por el partido Demócrata, el Presidente Obama y algunas de sus políticas de apertura y flexibilización (por decir algo).

Pero lo más cuestionable no es esto, sino el estigmatizar “al gran público norteamericano” con unos gustos y unas pasiones que, si nos miramos en el espejo, también encontramos en los países de América Latina. En Colombia, por ejemplo, hace unos años hubo una compartida fascinación por artistas y público por la figura del sicario, que fue protagonista de muchas películas y novelas. Hasta el punto de que algunos escritores llegaron a concebir el gracioso y acertado mote de “Sicaresca” para este tipo de narrativa. Y si acudimos a la televisión, sería suficiente mencionar a la serie El Capo, producida en Colombia y cuya repercusión fue global, demostrando que el gusto por héroes que son moralmente cuestionables e, incluso, deliberadamente construidos en contra de las leyes y las convenciones sociales, no es patrimonio específico de una potencia como los Estados Unidos.

Es cierto que los gustos y las fascinaciones globales no son espontáneos. La cultura de masas tiene en Norteamérica una de sus principales matrices. Sin embargo, si acudimos a la historia nacional que escribe y reescribe cada país, vemos que la épica también está presente apuntalando el chovinismo, la violencia y los valores de esa estereotipada hombría que con justeza crítica Bonnett en su artículo.

El culto de Bolívar, sin ir muy lejos, alcanza para reflexionar sobre el modo en que cierta narrativa conservadora y retrógrada, es decir, épica, está en la base de la idiosincrasia de países como Colombia y Venezuela. Bolívar es el héroe indiscutido de las gestas independentistas de América del Sur. Su nombre lo lleva la plaza más grande y majestuosa de Bogotá y la golpeada moneda de su país de nacimiento. Su vida es el objeto constante del estudio y de la imaginación de numerosos hombres y mujeres que encuentran allí la piedra de toque para entender nuestro pasado y nuestro destino. Y Bolívar fue, si nos atenemos a las estadísticas, uno de los asesinos más sangrientos de nuestra historia.

En febrero de 1814, Bolívar ordenó “se pasen por las armas a todos los españoles presos en esas bóvedas y en el Hospital, sin excepción alguna”. Fueron más de 800 los españoles, presos y enfermos, guillotinados en tan sólo dos días. “Una carnicería”, cuenta el historiador Elías Pino Iturrieta, “cuyo número de víctimas mella el filo de las espadas”. Y esto último no es una metáfora.

De modo que en cantidad de personas asesinadas y en cobardía, Chris Kyle es un niño de pecho comparado con quien se considera el padre de la patria en varios países de América Latina. Con el agravante de que Kyle era apenas un ranchero, un cowboy frustrado, con mortal puntería. Y no un hijo de la aristocracia, bien viajado, leído y comido, como Simón Bolívar.

Tal comparación sería un absurdo anacronismo si no fuera por el hecho de Bolívar sigue inspirando, en Colombia y en Venezuela, libros y películas que se niegan a enfrentar al personaje como lo que en los hechos y en sus proclamas también fue: un asesino cobarde y un dictador.

Todo lo dicho hasta ahora, sin embargo, no tiene que ver propiamente con la película sino con las expectativas. Y eso es quizás lo que uno echa en falta en el texto de Piedad Bonnett: no hay una verdadera lectura del personaje de Chris Kyle tal y como lo plantea Clint Eastwood en el filme. El Kyle de la ficción es juzgado desde el Kyle de la realidad y es, por lo tanto, incomprendido.

2. La película. El Kyle de Eastwood es lo que en teoría literaria se conoce como un “héroe problemático”. Aunque en ningún momento se pone en duda el amor por su país y la sinceridad de su entrega a la causa de la defensa nacional, esto no implica que por ello Kyle deje de ser un personaje extraño y hasta un poco trastornado. La obsesión por matar iraquíes es el lado visible de una gesta interior que es la que en realidad lo mueve: cada soldado iraquí asesinado es una amenaza menos para los soldados americanos que deben incursionar en el “campo” de batalla (pues hace rato que las batallas se perpetran en las propias ciudades).

La honestidad de Kyle en este sentido es irrefutable y, por lo tanto, difícil de manejar. Cuando el psiquiatra le recuerda que ha matado a más de 160 personas y trata de insinuar que los trastornos que está sufriendo pueden ser producto del remordimiento, Kyle lo deja todo muy claro: no le remuerde la conciencia los hombres, mujeres y niños que asesinó. Son los soldados americanos que no ha podido salvar los que lo torturan. La pauta de la transparencia con que se cuenta la vida del personaje la da la primera escena. Kyle asesinando a un niño de unos 8 años a quien su madre le ha dado una bomba para que la arroje al ejército invasor.

En ningún momento creo que Eastwood haya tratado de hacer de Chris Kyle un héroe. Para el público de los Estados Unidos, ya lo era. Más bien, me parece que Eastwood hace un trabajo más complejo: demostrarnos, para bien y para mal, de qué está hecho un héroe.

En el caso del mejor francotirador de la historia militar norteamericana, la perfección del arte de disparar (el “objetivo” más distante que derribó en Irak estaba a 1920 metros de distancia) reposa en una convicción absoluta en lo que está haciendo. Y es en este punto donde el personaje muestra también sus carencias. Esa incapacidad de ver lo monstruoso e injustificable de aquella guerra, realidad que sí perciben otros soldados americanos dentro de la película. “Fuck this war”, le dice su hermano Jeff, cuando lo encuentra a punto de abordar el avión que lo llevará de regreso a casa.

Aún más instructivo es el diálogo que Kyle sostiene con el personaje Goat-Winston cuando este le pregunta por la pequeña Biblia que aquel lleva siempre en el pecho. Kyle le responde con un lema que arropa tanto a Marines como a republicanos armados y convencidos: “God, country and family, ¿right?”, dice Kyle sin asomo de duda. Winston cuestiona esos valores con una simple pregunta: “¿Tienes un Dios?”. Kyle se molesta y Winston agrega:

– Sólo quiero creer en lo que estamos haciendo aquí.

– Hay maldad aquí, lo hemos visto –dice Kyle. A lo que Winston responde como un demócrata:

– Hay maldad en todas partes.

Kyle no llega a comprender lo que le dice su compañero, mostrando así el lado ciego, embrutecido, de su fanatismo. Goat-Winston es interpretado por el actor Kyle Gallner. Y lo que Winston le dice a Kyle será profético. La incomprensión de este mensaje sella la fatalidad del héroe. Esta escena también sirve para recordarnos que, como en la tragedia griega, el problema no es el mensaje en sí, en este caso, la película, sino el modo en que decidimos interpretarlo.

Loredana Vuoto, por ejemplo, se basa en esta escena para escribir el artículo “American Sniper: God, country, family”, donde usa la película para atacar a la izquierda norteamericana, a la política “timorata” de Obama con respecto al terrorismo, o a posiciones que juzga acomodaticias, como las de Michael Moore. Vuoto, al igual que Kyle, no comprende lo que dice Winston y se aferra como un autómata a las tres palabras de su lema.

Bonnett cita una declaración de Moore según la cual a él desde pequeño le enseñaron que “los francotiradores son unos cobardes que matan a distancia”. En esto estoy de acuerdo y, lo más interesante del asunto, Chris Kyle también. Al menos, en el filme de Eastwood el personaje percibe esta lejanía como un dilema. Por ello decide en algún momento abandonar su refugio de tiro para incorporarse a la acción directa y al rastreo, casa por casa, del enemigo.

Esta cobardía amparada en la tecnología ha herido de muerte a la épica. A aquella que veía en la guerra la mayor de las experiencias posibles y en la victoria física sobre el enemigo la confirmación de una superioridad (moral, racial, histórica, etc.). Esta circunstancia tampoco es nueva y está conectada con el surgimiento de la novela moderna. En su famoso discurso sobre las armas y las letras, el Quijote se lamentaba “de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como esta”, donde el hombre de valor debe recelar de “la pólvora y el estaño”.

El crepúsculo de la valentía ha jugado su papel en el surgimiento de una concepción verdaderamente moderna de la ficción. Ese recelo, o temor inconfesado del Quijote, lo conduce a la introspección. Impedido de ejercer el vigor, el Quijote se decanta por una vindicación de las armas contra las letras… hecha de letras, palabras y argumentos.

Chris Kyle no es sólo una máquina de asesinar iraquíes. Es un héroe en una época posterior a la épica. Tiene conflictos y dilemas que busca resolver con una mayor entrega en la aniquilación del enemigo. Después de cuatro viajes a Irak, decide volver y rehacer su vida en familia. El psiquiatra le recomienda “salvar” a los veteranos de guerra de otra manera: ayudándolos a desfogar sus ímpetus en prácticas de tiro.

Hay un elemento de la vida de Chris Kyle que me sorprendió no encontrar en la película. Fue el propio Kyle quien escribió (o firmó) el libro cuya trama y título dio pie a la película: American Sniper. El libro fue un éxito de ventas. Incluso, en internet se puede ver un segmento de una entrevista que le hizo Conan O’Brien en su talk show. La entrevista brinda una imagen de Chris Kyle que es, al igual que su doble ficcional, bastante compleja. Parece un tipo sencillo, que desestima la importancia de sus logros y a la vez es alguien que ha hecho de sus experiencias únicas un producto en serie y sobre el cual se puede conversar entre risas, aplausos y pausas comerciales.

Este desliz mediático y su posterior asesinato a manos de Eddy Ray Routh, un veterano de guerra que sufría de episodios psicóticos y estrés postraumático, coloca a Chris Kyle al lado de figuras como John Lennon o Selena.

Al dejar de lado esta parte de su historia, Eastwood privilegia una imagen más pulcra de su personaje, al rescatarlo de las vanidades de la cultura de masas (cultura que, en el fondo, el propio Eastwood odia). Y a la vez hace de su muerte, en los Estados Unidos y a manos de un ex combatiente norteamericano, una demostración de ese mensaje que el otro Kyle, su otro yo, le quiso transmitir en vano: que la maldad y la fatalidad están en todas partes.

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