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De gala en el Municipal; por Arturo Almandoz Marte

“…tres largas hileras semicirculares de elegantes damas, cuya natural belleza,
tan en armonía con aquella indescriptible gracia tan exquisita y tan peculiar de las hijas de los trópicos,
adquiría nuevos y mayores encantos entre la seda y los bordados de sus ricos y vaporosos trajes,…”
Tommaso Caivano, Venezuela (1897)

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Una noche de 1967, mamá nos sorprendió en casa vistiendo traje largo y estola de visón para acompañar a sus cuñadas a una gala de ballet en el teatro Municipal, una de las tantas actividades conmemorativas de los cuatrocientos años de Caracas. En aquella capital tan próspera y segura como liberalizada con las mujeres, mis tías Almandoz Ramos la invitaban a veces a salir por la noche, para compensar en parte la flojera social de papá, quien prefería quedarse en casa, cuando no estaba de viaje en el interior por auditorías para el ministerio de Obras Públicas. Quizás por ello mamá sentía la necesidad de vestir entonces sus mejores atuendos, como aquel traje de talle imperio en brocado estampado con falda recta a lo Saint-Laurent, que mi abuela Carmen le confeccionó, como mucha de su ropa, según patrones McCall que versionaban lo último del prêt-à-porter.

Mi sorpresa se debía, por un lado, a que asociaba tanto la estola como los trajes largos de mamá, los cuales veneraba yo con devoción faldera, con los festejos por bodas o grados de primos en la Alta Florida o Altamira, adonde los tíos más pudientes habían emigrado desde nuestro San Bernardino oriundo. Por otro lado, me había extrañado que, de las contadas veces que había estado yo en teatros caraqueños para actos de fin de curso de mis hermanos mayores, si bien muchos caballeros vestían de flux, las damas llevaban traje coctel pero no largo, sobre todo en aquellos años rabiosos agitados ya por la minifalda de Mary Quant.

No había sido siempre así, sin embargo, según mamá comentó al día siguiente de aquella soirée, respondiendo a mi inquietud sobre el inusitado traje largo. En su caso sólo había asistido de corto con papá a funciones vespertinas en el Municipal, durante su noviazgo en aquellos años cuarenta en los que dominaban los camiseros a lo Bárbara Stanwyck o Ingrid Bergman, divas del cine negro que ambos preferían. Pero mamá recordaba cuando sus hermanas mayores iban a veces de largo a los teatros en las postrimerías del gomecismo, escoltadas por los pretendientes de chistera y “paltó levita”, como ella siempre llamó al chaqué que sucediera al frac de la Bella Época.

Tanto como la impresión de ver a mamá de largo y piel en la noche susodicha, sus remembranzas sobre los atuendos para asistir al Municipal quedaron en mi mente como curiosidad. Cuando comencé yo a frecuentarlo en las décadas venideras, sobre todo después de que el Complejo Cultural Teresa Carreño le quitara, en  aquel 1983 bicentenario, la primacía teatral caraqueña, la concurrencia del Municipal, tanto o más que la del Nacional, vestía con la informalidad dictada por los tiempos, devaluados por demás en Venezuela después del Viernes Negro. Y si bien los códigos indumentarios tenían que ser diferentes un siglo atrás, por supuesto, no podía dejar yo de preguntarme cuánto de fantasía o idealización había en las remembranzas familiares de mamá.

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william eleroy300Desde 1854 se contaba con el teatro Caracas, entre las esquinas de Veroes e Ibarras, el cual combinaba la opereta y la zarzuela con sainetes y diversiones populares; siempre rodeados, sin embargo por el deterioro y la suciedad procreadores de alimañas, como recordara con grima y cariño infantiles Thomas Russell Ybarra en Young Man of Caracas (1941). Pero en 1876 el Ilustre Americano hizo derribar el templo de San Pablo Ermitaño  –sede del Nazareno y construido en 1580– para erigir el nuevo teatro diseñado por Jesús Muñoz Tébar e inaugurado en enero del 81. Inicialmente dotado de ocho escenarios diferentes, incluyendo un palacio gótico, un salón estilo Luis XIV y otro secular de utilería victoriana, el teatro Guzmán Blanco puso a la capital venezolana a nivel de Santiago de Chile, Río de Janeiro y São Paulo, cuyos odeones fueron, increíblemente, inaugurados algo más tarde que el caraqueño.

Gracias al Municipal, la animada vida teatral de la modesta capital fue rasgo resaltado por visitantes gringos desde finales del guzmanato. Hacia 1884, el periodista William Eleroy Curtis asistió a una puesta en escena de Robert Le Diable, de Meyerbeer, que fue “tan bien interpretada como la representación operática promedio en los Estados Unidos”, según comentara en The Capitals of Spanish America (1888). Si bien encontrándolo desproporcionado para la escala de la ciudad, el también autor de Venezuela, a Land where it’s always Summer (1896) estimó que el Municipal, como pasó a llamarse después de la salida de Guzmán Blanco en 1888, era “uno de los más bellos de Suramérica”, cuya tramoya y bastidores se comparaban a los de “cualquier teatro” en Nueva York.

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Para mediados de la década de 1890, la Caracas de Crespo era regularmente visitada por las mejores compañías europeas durante los meses de invierno, cuando se colmaban todas las gradas del Municipal; éste podía considerarse “un adorno para casi cualquier ciudad en los Estados Unidos o Europa”. Así lo estimó, en The Colombian and Venezuelan Republics, with Notes on other Parts of Central and South America (1900), el ministro William L. Scruggs, enviado de Washington para zanjar la disputa por Guyana entre Caracas y Londres.

Más familiarizado que los americanos con la refinada parafernalia de los teatros europeos, el italiano Tommaso Caivano captó en Il Venezuela (1897) un fresco más completo de la burguesía caraqueña – o al menos más ilustrativo de las visiones que mamá despertara en mí con sus reminiscencias. Durante sus cinco meses en Caracas entre 1895 y 1896, Caivano asistió a una representación “verdaderamente magistral” de I Pagliacci de Leoncavallo; la elegancia tropical de la concurrencia sobrepasaba lo que había visto en el foyer del teatro Municipal de Lima, siendo la descripción de esa soirée es una postal tan exquisita como desconocida del beau monde crespista:

“El espectáculo verdadero y que mayor atractivo tenía para nosotros… era el gran salón del teatro, espléndidamente alumbrado con luz eléctrica, esbelto, festivo, elegante; era el conjunto alegre e imponente de un público numeroso, cuyo solo aspecto exterior bastaba a indicar que era de los más escogidos; eran los dos órdenes de palcos y las tres filas de butacas o sofás, como allí las llaman, que ocupan el lugar ordinariamente destinado al primer orden de aquéllos, en donde no se veía vacío alguno, y en donde lo primero que vimos desde nuestra butaca de platea fueron tres grupos, o mejor, tres bellísimas guirnaldas formadas por hermosas y gentiles damas de blanca tez y grandes ojos negros, que brillaban mucho más que los diamantes que adornaban su opulento y fino cabello …; tres largas hileras semicirculares de elegantes damas, cuya natural belleza, tan en armonía con aquella indescriptible gracia tan exquisita y tan peculiar de las hijas de los trópicos, adquiría nuevos y mayores encantos entre la seda y los bordados de sus ricos y vaporosos trajes, bajo los poderosos haces de luz de la grande araña central, que como delgada y extendida filigrana de acero bruñido, se alargaba por todas partes bajo la artística bóveda, sin ofender en lo más mínimo las pupilas de los espectadores”.

Las refinadas impresiones que Caivano tuviera de la selecta sociedad criolla fueron confirmadas en El Cojo Ilustrado por el colombiano Julio Galofre, quien comparó las espléndidas galas del Municipal con un espejismo escapado de la lámpara de Aladino; no sólo había un lujo asiático en el teatro, sino también en las residencias de la clase alta y en general en la “metrópolis” caraqueña, en la que unas pocas libras esterlinas alcanzaban para pasar “días venturosos que no tienen que envidiar a los de París”.

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Ese Municipal que deslumbrara a Curtis y Scruggs, a Caivano y Galofre, ambientó escenas de la novela urbana que trabajé también para mi tesis y otras pesquisas posteriores, donde pude recrearme en galas antecedentes a las evocadas por mamá. Así por ejemplo en Vidas oscuras (1916) de José Rafael Pocaterra, donde Chucha Gárate y su tía Elisa Probate de Gárate, sobrina y esposa respectivas de uno de los ministros de Crespo, asistieron a representaciones de I Pagliacci en el Municipal, en las que acaso se toparon con Tommaso Caivano.

Venida de su “remota existencia” en los Llanos para pasar una temporada en la casa del tío popof, Chucha hubo de sufrir por algún tiempo las mofas de los “caraqueñitos sin corazón y sin bondad, repletos de novelas francesas”. No obstante, iniciada por su tía glamorosa, Chucha pronto aprendió a vestirse con la modista de La Compagnie Française, así como también se acostumbró a la molicie, la artificialidad y la elegancia que rodeaban a sus parientes caraqueños. Quizás lucieron Chucha y tía Elisa trajes diseñados por Madame Duvernois, la afamada modista de la tienda capitalina, en esa representación que era de la compañía operística de Andrés Antón, según constaté después en la Historia del Teatro en Caracas de Carlos Salas, uno de los libros publicados en el Cuatricentenario.

teatro municapl640“Chucha sintió una satisfacción tan íntima en aquel teatro, con aquel tocado,” nos dice Pocaterra, “junto al primo que no cesaba de decirle cosas cariñosas cuando la madre se descuidaba, que le parecía no ser la misma, la otra, la de ahora meses, la que viniera de San Diego de Guara con un sombrerito de ‘no me olvides’ de trapo y aquellos botines cuyo recuerdo todavía la mortificaba”. Y aunque probara ser en vano, como alecciona Pocaterra al final de su novela, la transfiguración de la provinciana en esa soirée, cuando se expuso desde los palcos y en el foyer del Municipal a la admiración del tout Caracas, fue para Chucha una suerte de reivindicación y realización a la vez.

Aunque la novela de Rufino Blanco Fombona se publicara antes que la de Pocaterra, otra seductora escena del Municipal tiene lugar más tarde en El hombre de hierro (1907); allí se retrata, como sabemos, la incipiente burguesía comercial que abrazaba el mercantilismo victoriano y el progresismo yanqui en la Bella Época de Cipriano Castro. La escena de marras es una gala a beneficio de los inundados de Apure, cuando Rosalía Linares cantó el aria de los pájaros de I Pagliacci; la descripción de los atuendos femeninos que nos diera Blanco Fombona no sólo ilustra los matices que su pluma modernista podía registrar, sino también provee otra postal del beau monde caraqueño que terminara seduciendo al Cabito.

“Aquí y allá telas vaporosas de lila, de salmón y de azul, volantes montados con frunces y recubiertos con encajes de Malinas, faldas de velo de seda nutria con guarniciones de terciopelo; blancas espaldas mórbidas, rasgados y negros ojos semitas; vellidos brazos trigueños, torneados como para abarcar toda la dicha de un apretón; boquitas encarnadas, golosas de caricias; cabelleras obscuras donde se enmarañan las gotas de rocío de los diamantes; lóbulos de rosadas orejas en las que fulgece la chispa azul de un zafiro; cuellos de cisne abrazados de perlas; cabecitas morenas y castañas besadas de un jazmín o de un clavel”.

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Aunque me topara con ellas décadas después, esas escenas devinieron suerte de antecedentes literarios de otra familiar que mamá había sembrado en mi imaginación a propósito de aquella gala de ballet en el Cuatricentenario. Entonces me contó que mi abuela Carmen había asistido en diciembre de 1917 a una de las presentaciones de Anna Pávlova en el Municipal, cuando interpretó La invitación a la danza de Von Weber; Giselle de Adam, en arreglo de Claustine; así como por supuesto La muerte del cisne, escrito especialmente para la diva rusa por Fokine, sobre música de Saint-Saëns.

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La bailarina Anna Pávlova.

Con el porte matronal que siempre tuvo, acrecentado en aquellos años cuando mi abuelo Alejandro desempeñaba altos cargos en el régimen gomecista, mi abuela había elegido para la gala un vestido de talle a la cadera, con plisados a lo Fortuny. Por no haber nacido entonces, mamá no vio a la pareja señorial aquella noche, cuando mi abuelo llevaba frac y pumpá, según las hermanas mayores contaron a la benjamina; pero mi abuela le había mostrado de niña el traje en seda rosa, el cual había guarnecido con una estola de visón para abrigarse del pacheco caraqueño de diciembre.

Aunque creo que era septembrina y calurosa, porque fue poco después del terremoto de julio, aquella noche del 67 cuando mamá asistió con mis tías al ballet, usó la misma étole parda de mi abuela, que desde niño veía yo enroscada en una caja de Peletería Canadá en el escaparate. Ha venido esa estola a mi mente como jirón de recuerdo, vestigio de las galas Belle Époque leídas en Pocaterra y Blanco Fombona, ahora que reviso crónicas de viajeros de entre siglos, para una compilación a publicarse con ocasión de los 450 años de Caracas. Esperando que la capital no sufra otra tragedia como el terremoto del 67, no creo que la oscura Caracas de hoy alcance el esplendor de publicaciones y celebraciones de aquel cuatricentenario, incluyendo la gala de ballet a la que asistiera mamá en el Municipal.