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De caballería a montoneras; por Héctor Torres

De caballería a montoneras; por Héctor Torres 640

La moto es el caballo de estos tiempos. Pero esa imagen no se aplica a su conductor. Al motorizado difícilmente se le puede asociar con la palabra caballero. Al menos con las connotaciones románticas acerca del honor que ha cargado consigo esa palabra desde los tiempos en que el poseedor de un caballo era el poseedor de un privilegio pero, también, de una responsabilidad.

Y, aunque cuando atraviesan las avenidas de nuestras ciudades parecen emular el furioso ataque del cuerpo de caballería de un ejército, carecen de la disciplina mínima necesaria para ser parte de una estructura organizada. Para nuestra fortuna porque, dado su volumen y su capacidad para desobedecer leyes de tránsito (y de cualquier tipo), si llegasen a unirse bajo un mando único y organizado, nada les impedirá tomar el control de una ciudad tan caótica y con una autoridad tan difusa como Caracas.

Por tanto, su natural anarquía hacen que estemos a salvo de esa pesadilla distópica. Al menos de esa. Nuestros motorizados son la expresión más elocuente de las ideas que tenemos los venezolanos acerca del espacio común y del respeto al otro.

Motorizado que se respete jamás se detendrá ante un semáforo. Ni dará la vuelta que tenga que dar para corregir el rumbo cuando se equivoca, mientras pueda, simplemente, tomar la vía en sentido contrario, o dar la vuelta en U, para retomar su camino. Motorizado que se respete toma la acera si es necesario eludir una cola. O para proteger su vehículo de los carros. Y hace de la temeridad un modo de andar por la vida. Y de arriesgar la vida un juego del que juran que siempre saldrán ilesos.

Motorizado que se respete, por principio, no respeta al otro.

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Pero, ojo, no es la moto la que ofrece esa condición de vivir en la permanente cuerda floja y el constante atentado contra los derechos ajenos. La moto, su movilidad, su condición casi portátil, ofrece muchas facilidades para que todo aquel que no tenga muy claro el sentido del respeto a los demás, abuse hasta donde pueda.

Y decir hasta donde pueda es decir hasta donde la gravedad se lo permita.

Por ello, esa misma facilidad debería obligar, como los caballos de entonces, a usar la moto con mucho sentido de la responsabilidad. El problema, por tanto, es la gente. Es decir, el motorizado abusador y malandro también lo será cuando esté en el Metro o en una cola para pagar. Actuará como cuando está con la moto (se coleará, irrespetará al otro, se meterá por donde no cabe). Que cuando estén en moto pueda distinguirse es otra cosa, pero la moto lo único que ha hecho es visibilizar su (nuestra) conducta ¿ciudadana?

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Y si bien el motorizado (así monte el caballo de estos tiempos) no es el caballero de entonces, verlos actuar por las calles de la ciudad sí nos recuerdan, en cambio, a las montoneras que asolaron nuestro país durante buena parte del siglo XIX. Es decir, que cuando uno ve un puñado de motorizados montados sobre el rayado peatonal, calculando el paso de los carros que atraviesan en las intersecciones para ver cómo logran colarse para seguir su rumbo, no vemos un cuerpo de caballería sino una montonera, esa formación militar irregular organizada en torno a una causa circunstancial, pero sin la disciplina y la cohesión suficientes para ser un ejército regular. Y así como caballería viene de caballo, montonera viene del hecho que se agrupan y atacan en montones (sin número definido) y, llegado el caso, se dispersan por los montes.

(Que eso de montonera se aplicaría también a otros grupos, así estén uniformados.)

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El motorizado es la más clara imagen de nuestra construcción de ciudadanía. La  muestra de lo que entendemos por vivir en comunidad. Del hombre que, gobernado por un código de honor, hacía la guerra al servicio de un señor feudal, queda solamente el espíritu bélico. El deseo de poder. Lo salvaje, lo urgente de la guerra. Un guerrero realengo, cimarrón, que solo obedece a sus intereses y a sus instintos.

O, dicho de otra manera, en el tránsito de caballería a montonera, se evaporó el espíritu romántico y quedó la más pura esencia de la guerra: “sálvese quien pueda”.