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Cuando la pornografía se reinventó para la mujer, por Aglaia Berlutti

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Pornografía es una de esas palabras que se dicen en voz baja, pero todo el mundo escucha con bastante claridad. La sexualidad siempre ha sido el secreto guardado de una sociedad obsesionada justamente por descubrirla. El sexo como necesidad, como búsqueda de la frontera entre lo íntimo y lo público.

Que el sexo vende nadie lo duda. Y la cultura —provocadora, marginal y atenta a los sentidos— lo descubrió muy pronto. La pornografía siempre ha sido —y será— un floreciente negocio, incluso cuando no existía tal categorización y era sólo una manera de paladear lo prohibido a una distancia prudencial.

De hecho, la pornografía coincide con la sexualidad femenina: siempre ha existido, se asume como parte de lo erótico, pero pocas veces se muestra con claridad. Una mescolanza de tabúes a medio construir, de reflexiones sobre la naturaleza humana en estado crudo. Nos convierte en voyeristas, espectadores de una orgía global que nadie acepta como suya pero que por las buenas disfruta.

Somos parte de una sociedad moralista, eso hay que aceptarlo y la mejor prueba de eso es que todavía pornografía es una palabra que provoca sobresaltos, asusta e incomoda. El consumo de pornografía se convierte, entonces, en una representación —dura e inmediata— de una sociedad castrada que decidió asumirse como pura, pero sin alejarse demasiado de la puerta entreabierta de esa habitación  llena de gemidos que tanto la tienta.

La noción actual de pornografía actual nació con la fotografía. Muchos siglos antes había sido un arte pecaminoso, prohibido pero definitivamente más artístico que sexual. Ya para el siglo XVII circulaban pequeñas laminas sexualmente explicitas que se vendían como tesoros a los afortunados que podían comprarlas. No obstante, esa mirada lujuriosa que define a la pornografía solo nació —es decir: se definió a sí misma— cuando pudo captar la realidad, el sexo por el sexo, la genitalidad demonizada que durante siglos fue secreto de alcoba o asunto de lupanares.

Pero hablemos de cifras. Más allá de cualquier análisis filosófico, el sexo vende en proporciones que no sólo lo convierten en uno de los negocios más rentables, sino además en una muestra descarnada del poder del dinero, otra forma de hedonismo: las ganancias en bruto de la industria del porno superan los quinientos millones de dólares anuales. Y no se trata sólo de ganancias netas, sino de cómo el porno evolucionó desde ser una mera idea marginal a una monumental empresa que transformó el sexo ( y su visión elemental del deseo) en una refinada maquinaría que devora y construye sus propio mercado.

La pornografía dejó de ser esa mínima visión de lo prohibido, para convertirse en una amplia oferta de medios: cabinas de masturbación, videos, revistas líneas telefónicas. Cada plataforma se decide a través de un cuidadoso estudio del público al que va dirigido y la necesidad que va a satisfacer. Y, claro está, el dinero que producirá.

En los ochenta, el video fue el rey indiscutible de una concepción monstruosa del sexo que se compra y se comercia. Pero en esa Babilonia moderna, las diferentes posibilidades fueron transformando el lenguaje del cine para adultos en algo más concreto que la simple búsqueda de lujuria. Y se entendió el sexo como paradoja: su imagen pasó a levantar un imperio basado en el morbo y en la necesidad tan humana de paladear su propios vicios con deleite.

No debe sorprender que la pornografía se defina en ocasiones como arte, aunque su propósito no sea estético. Como bien apunta David Foster Wallace en su crónica “El gran hilo rojo”, la industria del sexo, ese gran mecanismo preciso para mostrar el placer, es vulgar; ¿pero no es el arte la definitiva rebelión contra lo impuesto? ¿No es la necesidad artística una mirada dura sobre la realidad y el hombre? ¿Qué otra cosa es la pornografía sino abrir el último velo, descubrir la sencillez de la carne, del gemido y del deseo?

Habrá quién pueda escandalizarse con la idea, pero la pornografía es capaz de sacudir las referencias más idealizadas de la lujuria y retorcer el rizo de lo que se asume es la naturaleza humana desde el placer. Sí, el sexo crudo vende, pero también reside allí una alegoría, un metamensaje elemental sobre lo que somos. El instinto sin retórica: el cuerpo humano como herramienta de su propia filosofía.

Y quizás por ese motivo la pornografía tuvo que reinventarse para comprender a la mujer.

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La sexualidad femenina no es sencilla de comprender, mucho menos de desmenuzar. Mientras el hombre se asume como genital y consciente de la necesidad primitiva, la mujer y su búsqueda de matices la interpreta de una manera distinta. Aquella frase popular de que el hombre cuando sufre mata y la mujer se mata, en nuestra pequeña muerte la cosa no es distinta. Para la mujer, el sexo es una disyuntiva donde se entrecruza la idea con la sensibilidad, lo meramente erótico con algo mucho más sutil. De manera que la pornografía tuvo que mirarse así mismas, reorganizar piezas y reconstruir lo esencial de sí misma para asumir a ese público que el siglo XX le proporcionó: la ávida y recién descubierta sexualidad de la mujer.

La pornografía siempre estuvo pensada para hombres y creada por hombres. ¿Pero qué ocurre cuando se dirige hacia la mujer? ¿Qué cosas pierde y cuáles obtiene en el replanteamiento de la visión más básica de la sexualidad? La respuesta parece tenerla Erika Lust, una sueca afianzada en Barcelona y pionera en el porno para mujeres, cuyo canal en Vimeo pueden ver acá.

Pero lo que Lust  muestra no es una visión idílica del sexo ni suavizada por el romanticismo. La directora, confesa fanática del porno, asimiló lo esencial de la cultura del sexo crudo y reformuló la idea a su conveniencia. Lust analiza la pornografía para mujeres no como una reconstrucción del mito erótico (que tal vez no se necesita), sino como una manera de satisfacer esa complejidad sexual femenina. En sus palabras, la búsqueda planteaba algo más profundo: “cuando vi porno por primera vez, había algo en las imágenes que me excitaba, pero también muchas cosas que me molestaban. No me sentía identificada en esas películas. Ni mi estilo de vida, ni mis valores, ni mi sexualidad aparecían por ninguna parte”. Para Lust, la idea sólo tenía una manera de expresarse: la sexualidad femenina asume su frontalidad —el deseo en estado puro— pero también esa necesidad de mezclar todos los matices de ese mundo desigual de lo erótico. E incluso le ha servido para plantear propuestas comerciales, como este trabajo con la marca Ikea.

I Fucking Love Ikea – soon to be part of Xconfessions.com from Erika Lust on Vimeo.

Las películas de Lust, por tanto, no son simples actos de voyerismo. Son pornografía al fin y al cabo, pero también una propuesta donde la historia posee la suficiente profundidad para que el sexo sea una parte del lenguaje y no sólo una muestra de lo evidente, con la intención de englobar ese misterio de la lujuria femenina, de ese sentimiento que se confunde con algo más sustancioso pero que continúa siendo deseo.

Lust abrió la puerta para otorgar sentido a lo genital: lo porno que muestra el sexo, que disfruta haciéndolo pero que destruye la noción de la mujer como objeto de satisfacción del hombre. Es decir, la reivindicación de lo femenino llegó desde el ángulo más inesperado: una sexualidad agresiva y abierta.

El sexo crudo  abrió el camino y elaboró un nuevo lenguaje de liberación de los géneros y los prejuicios: la batalla de los sexos llevando la lujuria como bandera y, en esa avanzada, una nueva forma de expresión para el placer. Quizás el cine porno para mujeres —hecho por mujeres para un público eminentemente femenino— sea una señal de que la antigua guerra de los sexos dejó de enfrentar al hombre y a la mujer como antagonistas naturales y ahora somos cómplices.

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