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¿Cuándo es odiosa una ley contra el odio?; por Wolfgang Gil Lugo

Por Wolfgang Gil Lugo | 20 de septiembre, 2017

leyodio

«Odiar a alguien es sentir irritación por su simple existencia».

José Ortega y Gasset

Es fácil hacerse adicto al odio. Cualquier cosa lo detona. Es un sentimiento de alta intensidad que provoca fuertes emociones y mueve a realizar acciones contumaces.

El odio nos acompaña durante toda la vida. A veces somos nosotros quienes odiamos, a veces nos convertimos en blanco de nuestros semejantes. A lo largo de la historia nos han advertido del carácter tóxico del odio. Buda decía: “No hay incendio como la pasión: no hay ningún mal como el odio”.

Muchos movimientos políticos han hecho uso del odio. Es fácil conjeturar que como política comporta vilezas. George Bernard Shaw acotaba: “El odio es la venganza de un cobarde intimidado”.

La entrada del odio en la política ha generado leyes para tratar de contener sus efectos en la vida en común. Y es que no es solo un sentimiento. También suele ser una motivación para causar daño a otros. “El odio es una tendencia a aprovechar todas las ocasiones para perjudicar a los demás”, nos recuerda Plutarco.

En Alemania se ha sentado jurisprudencia contra las expresiones de odio, enfrentando las tendencias disfuncionales de los grupos extremistas. Lo que supone que el estado de derecho puede defender las libertades y los derechos individuales.

La experiencia histórica da testimonio de tragedias que han tenido lugar debido a grupos violentos con vocación de poder. Las leyes contra el odio no son una solución perfecta, pero ayudan a poner un poco de orden y, sobre todo, a reafirmar la tolerancia.

El odio como delito

Para el entendimiento común, el odio es el reverso del amor. Entre los tratadistas hay un acuerdo: el odio es un sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo.

En el psicoanálisis, Freud definía el odio como un estado del yo que desea destruir la fuente de su infelicidad.

Inversamente, cuando el objeto es fuente de displacer, nace una tendencia que aspira a aumentar su distancia del yo, repitiendo con él la primitiva tentativa de fuga ante el mundo exterior emisor de estímulos. Sentimos la ‘repulsa’ del objeto y lo odiamos; odio que puede intensificarse hasta la tendencia a la agresión contra el objeto y el propósito de destruirlo”. Freud, S.: Los instintos y sus destinos (1915).

Para existir, el odio no necesita de base objetiva. Basta que algo nos produzca miedo, justificado o no, para entrar en la perspectiva del odio. Puede comenzar con la aversión, luego pasar a sentimientos de destrucción y llegar ocasionalmente a la autodestrucción.

Desde el punto de vista racional, el odio no es justificable. Si bien es razonable el sentir temor o miedo de alguien, ello no justifica el paso al deseo de exterminar al supuesto enemigo. El odio atenta contra la posibilidad racional del diálogo, el cual es requisito de cualquier construcción. En el fondo, al desafortunado a quien se le aplica el odio, no solo se lo desprecia, sino que se le niega su dignidad humana.

Los “delitos de odio” no son nuevos en la historia. Son tan antiguos como la humanidad, pero solo han obtenido carta de ciudadanía jurídica muy recientemente. Desde hace pocas décadas, gracias al reconocimiento de los derechos humanos, se ha podido tipificar como delito cuando se expresa contra quien se muestra diferente. A pesar de lo reciente de su estatus jurídico, el delito de odio hunde sus raíces en las diferentes tradiciones del derecho, ya sea latino, germánico o anglosajón.

Antes se le conceptualizaba como un delito motivado por la intolerancia. La intolerancia, caracterizada por el prejuicio o la animadversión que niega la dignidad humana a grupos de personas considerados con alguna característica diferenciadora, como puede ser la raza, la religión, la orientación sexual, la clase social, o hasta algún defecto físico.

El desafío de la sociedad democrática ha sido enfrentar tanto al enemigo externo como al interno. El enemigo externo se concreta en países dominados por dictaduras, mientras que el interno radica en la intolerancia que se cultiva en forma de racismo, persecución religiosa, homofobia, sexismo y cualquier otra discriminación. Dicho desafío exige el trabajo de elevar la conciencia colectiva en aras de la justicia.

El doble-habla totalitario  

En 1984, George Orwell explica que el totalitarismo gusta de presentar todo al revés. Los términos se trastocan, pero la realidad sigue siendo la misma, y hasta empeorada.  

Es muy significativa la descripción que hace del Ministerio del Amor. Es uno de los cuatro ministerios en que se divide el gobierno del ficticio Estado de Oceanía. Oficialmente se encarga de la ley y el orden, pero su función primaria es la tortura y el readoctrinamiento. Enseña a odiar todo lo que se oponga al poder absoluto del Gran Hermano, y lava el cerebro de los ciudadanos para que amen y sean fieles al dictador.

Los otros tres ministerios son:

El Ministerio de la Verdad, dedicado supuestamente a la gestión de las bellas artes, las noticias, la educación y los espectáculos, pero en realidad está a cargo de la propaganda del Partido y de reescribir continuamente la historia según lo intereses del régimen.

El Ministerio de la Abundancia, al que corresponden los asuntos económicos; esto es, la manipulación del fenómeno de la escasez y el racionamiento de los bienes para los ciudadanos.

El Ministerio de la Paz, encargado de la guerra.

Con estas instituciones y con la policía del pensamiento, el Partido y el Gran Hermano podían controlarlo todo, sin temer a una rebelión. El principio que rige estas inversiones de significado es el “doble-habla”, el cual se deriva del “doble-pensar” orwelliano. El “doble-habla” se puede explicar como: haz lo que digo, pero no lo que hago.

La inversión posmoderna

Hagamos un ejercicio de hipótesis. Imaginemos que, en un mundo ficticio, un gobierno fascista promulga leyes contra el fascismo. Un régimen de esta naturaleza aprovecha la mala fama del fascismo para justificar sus prácticas fascistas. Es como un mundo al revés, pero la inversión está solo en la retórica. De esta manera, los demócratas y pacifistas son calificados de fascistas y terroristas.

Una inversión de esta naturaleza es posible debido a dos cosas, primero, el doble-habla denunciada por Orwell, y al espíritu del posmodernismo donde todo vale y cualquier normativa racional puede ser denunciada como represiva.

Una brillante intelectual francesa, Yoléne Dilas-Rocherieux, ha descrito cómo una mentalidad relativista y escéptica como la posmoderna, comienza socavando la democracia, y en consecuencia, hace posible la transición hacia los autoritarismos.

“Miedo al futuro, desinterés en la democracia, baja confianza en las élites políticas, repliegue de los grupos de identidad. Este momento del siglo xxi recuerda esas circunstancias históricas en las que se produjo la dislocación del cuerpo social y político, despejando el camino a los totalitarismos.”

“Fascismo” es un término que se puede utilizar con ligereza para aplicárselo a cualquiera que nos parezca que sostiene una política autoritaria. Un grado mayor de ligereza es aplicárselo a cualquier opositor político simplemente por no comulgar con nuestras ideas.

Desde el punto de vista de las doctrinas políticas, el fascismo tiene un perfil definido: es el socialismo estatista de corte nacionalista. Los ejemplos clásicos son el fascismo italiano y el nazismo alemán.

Luego de la derrota del Eje por los Aliados en la Segunda Mundial, ha tomado la forma más moderada de populismo. Sea en su forma radical o en sus variantes, el fascismo es el predominio del Estado frente al individuo y la comunidad, con las consecuencias autoritarias de la negación de las libertades y los derechos. En una sociedad de ese tipo, cualquier queja o denuncia será calificada de odio, a pesar de que el odio sea la base de ese mismo régimen.

Ya fuera de la hipótesis, podemos decir que, en el mundo real, el totalitarismo de izquierda ha convertido el término fascista en un concepto vacío que se aplica a todo el que considera que le adversa.

El final del odio

Tal vez nunca se pueda derrotar definitivamente al odio. El odio presenta un desafío constante: hay que vencer su tentación. Mucho del sentido de la vida consiste en superarlo una y otra vez.

No hay ley que lo someta. Solo un nivel superior de conciencia colectiva puede hacerlo. Y para ello, mejor que legislar usando el sustantivo, es más edificante dar el ejemplo. Mientras, nos queda la tarea de descubrir cuándo se muestra sin disfraces y cuándo se enmascara detrás de una retórica ideológica.

«Ya no podemos darnos el lujo de adorar al dios del odio e inclinarnos ante el altar de la represalia. Los océanos de la historia se hacen turbulentos por las siempre crecientes oleadas de odio. La historia está repleta de los restos de las naciones y de los individuos que persiguen este camino de autodestrucción. El amor es la clave para la solución de los problemas del mundo».

Martin Luther King, discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz, 1964

Wolfgang Gil Lugo 

Comentarios (6)

Alejandra Oliveros Rojas
21 de septiembre, 2017

Totalmente de acuerdo estimado profesor. Tener que lamentar que el odio es utilizado como elemento medular en los malsanos regímenes populistad… felicitaciones por una impecable narrativa.

Trini
21 de septiembre, 2017

Excelente articulo, No existe una ley odio, pero si una ley interna que podemos atacar, y solo el amor “es la clave para la solucion de los problemas del mundo” nuestro mundo “yo”

Rupert
22 de septiembre, 2017

Odio, venganza e intolerancia en nombre del amor y de la paz ha sido la actitud manifiesta y reiterada de todos los regímenes revolucionarios totalitarios ya se llamen de izquierda o de derecha. Su objetivo principal es de suprimir, liquidar, intimidar y censurar a todo aquel que no comparta su ideario y para conseguirlo los que detentan el control del poder hacen valer todos los medios que se encuentra a su alcance. Y esto lo explicas muy bien cuando te refieres a G. Orwell y al Ministerio del Amor, en su escrito: 1984. Es el Estado del Terror que mediante el subterfugio del Ministerio de Salud Pública creó la revolución francesa en 1789.

Rodrigo J. Mendoza T.
22 de septiembre, 2017

Un texto impecable. Lúcido, esclarecedor y didáctico. Ojalá pudiera iluminar la conciencia de la gran mayoría de los venezolanos. Empezaríamos – por fin – a caminar en la dirección correcta.

Gracias a WGL.

Irma Lovera De Sola
24 de septiembre, 2017

Las leyes se hicieron para castigar actos concretos definidos como delitos o faltas, después se agregaron las omisiones como por ejemplo la omisión de socorro a alguien que lo requiera e incluso esté en riesgo su vida. Mas recientemente se pretende con las leyes invadir el terreno de la moral y castigar las intensiones y entre ellas el odio. Tanto se ha desatado el odio que el ser humano se ha visto en la necesidad de castigarlo, cuando se manifiesta externamente con acciones determinadas. Castigar el odio como sentimiento destructivo hacia el sujeto de nuestro rechazo es imposible, pero es usado como argumento para subyugar al adversario político y la aplicación de la pena queda al arbitrio y capricho del poderoso que odia a sus opositores. Se crea un círdulo destructivo. Gracias Wolfgang por abordar este espinoso tema.

Carlos Aponte
19 de octubre, 2017

El odio es un tema muy vigente y como es costumbre lo aborda con una claridad estupenda. Desde mi punto de vista, los regímenes populistas en lugar de aplicar la gestión del conocimiento; aplican magistralmente la gestión del odio. A nivel doméstico ha dado excelentes resultados como diría Churchill, estimulando el credo de la ignorancia y la prédica de la envidia. El odio criollo ha acabado con amistades, familias e impactado profundamente las organizaciones y con mayor furia, la organización pública donde las prácticas persecutorias han fomentado la delación y la confrontación entre colegas y compañeros.

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