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Crónica cambiaria: ¿por qué no hay que arrancarle el precio a los libros?; por Raúl Stolk

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Resulta que fui a una librería. Tenía tiempo que no me andaba por esos pastizales, pues estaba practicando la lectura en digital. Lamentablemente, tras haber dominado ese elusivo arte, una mala racha acabó con todos mis aparatos. Un Kindle paleolítico (de la primera generación) sucumbió cuando patiné sobre él. Un segundo Kindle, de los nuevos, no soportó un clavado mío en la cama. Y una Samsung Galaxy, de segunda mano, se echó un chapuzón en la bañera y no hubo forma de resucitarla.

Así, castigado y en la quiebra, salí en la búsqueda de un libro tradicional.

Al entrar en la librería, en la mesa de las novedades, me encontré con una amplia variedad de autoayuda capitaneada por el libro más vendido en Venezuela en aquellos días de junio: No es cuestión de leche, es cuestión de actitud. No me extraña que en Venezuela la demanda se decante por palabras amables que cada quien siente escritas por alguien que lo entiende y, al mismo tiempo, le ofrece algo de sopa de pollo para su alma atormentada. Pero eso no es lo mío.

Me desplacé hasta el estante (en singular) de literatura latinoamericana e inmediatamente identifiqué, escondido entre los clásicos de siempre, el nuevo libro de Juan Villoro: ¿Hay vida en la tierra?

— ¡Qué buena fortuna!

Lo apreté contra mi pecho y miré a los lados como quien recoge un billete abandonado en el piso. Mientras me dirigía a la caja con el botín, por cuestión de rutina, revisé la contraportada del libro para mirar el precio y me encontré con una etiqueta excepcional, por decir lo menos: BsF. 1.229. Y un segundo precio que era un viaje al pasado: Bs. 1.229.000.

Los ligamentos que sostienen mi quijada simplemente cedieron. Y, al caer, ésta dejó correr un hilo de baba sobre la carátula del libro que hizo que me enredara entre la estupefacción y la vergüenza.

— ¿Mil doscientos veintinueve bolívares (así lo vi en mi cabeza: en letras) por un libro? ¿Un millón qué carrizo?

Mientras tanto, otra parte de mi cerebro trataba de computar cuántas cosas, escasez mediante, podría comprar con esa plata. Me di cuenta de que esa simple etiqueta resumía todos mis intentos por abordar la (difícil de etiquetar) crisis venezolana. Y que lo hacía contando su historia. Así: unos cuantos carácteres en una calcomanía.

A ver, la narración comienza por lo obvio: la duplicidad entre el BsF. y el Bs. Por allá en 2008, cuando se hizo la reconversión monetaria y se le quitaron tres ceros al valor del bolívar para darle “fuerza,” hubo un período en que las dos monedas circularon simultáneamente, por lo que los comerciantes marcaban ambos precios. La singular y contradictoria nomenclatura Bs.F o Bolívar Fuerte debimos dejarla de usar hace tiempo, pero muchos, quizás por falta de información o por miedo a las absurdas fiscalizaciones de las autoridades, utilizaban ambas para curarse en salud.

Por otra parte, ver el precio del libro expresado en “millones” me hizo dar una corta vuelta por la avenida de los recuerdos: Bs. 1.200.000 era mi salario mensual en 2005 como joven abogado con un par de años de experiencia. ¿Qué hacía yo con ese millón doscientos (o mil doscientos de los nuevos en 2005) ¿Comprar un libro? Sí, éso y mucho más. Por aquellos tiempos sangraban las botellas de whisky: celebrábamos el fin del mundo

Pero, bueno, tampoco es que el señor Villoro se está haciendo millonario a costa de las ventas de su libro en Venezuela. ¿Cuánto le llegará? Probablemente muy poco. Sabemos que el negocio editorial es descarnado. Incluso si los libros son exportados a un país como Venezuela, donde la mejor mordida se la llevan los perros de la aduana. ¿Cómo podemos saber cuánto vale el libro de Villoro en el extranjero y si ese valor se refleja en el libro de los millones? Lo lógico, y más sencillo, es hacer la conversión. Muchos de quienes lean esto estarán pensando que ese camino es un error, que es espinoso… pero saben que para allá vamos inevitablemente. A sacar la cuenta:

Si calculamos el cambio a la tasa oficial de Bs. 6,30 por dólar, el libro de Villoro debe estar impreso con tinta de 24 kilates sobre un pergamino de piel humana, pues esos Bs. 1.229 se traducirían en US$ 195,05. Sabemos que esa tasa de cambio es algo simbólico, como la bandera o el escudo nacional. Entonces, el siguiente peldaño sería la tasa variable de SICAD I, que hoy se utiliza para quién sabe qué (aparte de calcular el dólar viajero). Al momento de mi paseo por la librería, la tasa SICAD I orbitaba los Bs. 10,2 por dólar: el libro costaría unos US$ 120,49. Si alguna vez yo comprara una novela por ese precio, tendría que tener memoria para más de mil libros y resistencia al agua. Luego, tenemos la tasa fantasma de SICAD II. Calculado así, el dólar estaba alrededor de los Bs. 49, dando un resultado de US$ 25.08 por el ejemplar. ¡Ajá! Aquí empezamos a entrar en territorio Amazon. En efecto, en la tienda digital el libro se vende por US$ 22,17 más cuatro dólares del envío. Ya empieza la cosa a tener sentido. Para mal de males, falta nuestro viejo amigo “el negro”, que sigue estando ahí para hacernos sentir insignificantes. En aquel momento rondaba unos Bs. 72 por dólar para dejarnos la preciada mercancía en US$ 17,06.

Pero ahí no acaba la historia que la triste pegatina contaba. Como consecuencia del infame Dakazo, cuando el Presidente de la República ordenó que ciertos comercios debían vender la mercancía a descuento, muchas tiendas, buscando protegerse  de las absurdas medidas del gobierno, aplicaban una de dos técnicas. La primera consistía en dar un 30% de descuento sobre todos los precios marcados. En caso que los fiscalizaran, podían demostrar que estaban vendiendo a precios “solidarios.” La segunda fue dejar los precios viejos y cobrar 30% por arriba. Tan absurdo como un saqueo en medio de un cataclismo. Unos meses antes, nuestros buenos amigos de la librería estaban aplicando la primera técnica. El 30% de descuento. Con este nuevo ingrediente, haga la prueba de sacar la cuenta sobre el valor de los relatos de Villoro.

Yo no lo voy a volver a hacer.

Este chiste no podría continuar. ¿O sí?

En el mismo estante, unos cuantos peldaños más arriba, se encontraba una novela de Roberto Ampuero, otro autor chileno a quien admiro. Revisé el precio: Bs. 90. Okey: precio viejo, marcado hace un par de años. Hagamos una rápida réplica del ejercicio anterior: US$ 14,28; US$ 8,80; US$ 1,84; y, finalmente, en oferta extrema, quedamos a un paso de que el autor pague para que se lo lleven: US$ 1,25. En letras: un dólar veinticinco centavos. Hace poco leí un par de novelas de Ampuero. No creo que se merezca ese desplante. Sobre todo porque en Nuestros años verde olivo y El último tango de Salvador Allende nos ofrece todas las pistas que la historia tenía sobre lo que nos está pasando.

En aquél momento resolví que compraría el libro de Villoro en el extranjero.

Hay quienes afirman que los bancos ya se preparan para la implementación del cambio unitario y que estamos próximos a despedirnos de este desbarajuste para reemplazarlo por otro. La famosa etiqueta dejaba evidencia de algo que vamos a olvidar en un suspiro. Además, aquí no hay Índice Big Mac que valga, nada que pueda explicar con tanto detalle —y venezolanismo— dónde diablos se encuentra ubicado el valor de nuestra moneda.

Por eso creo que uno nunca debe arrancar el precio de los libros, pues cuentan una historia que no se puede encontrar entre portada y contraportada.

Debí comprar aquél ejemplar. A fin de cuentas, ¿qué es un mercado menos frente a un testimonio histórico?