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Creyones de cera, por Leo Felipe Campos

I

Esta mañana me he quedado con un puñado de creyones rotos en el bolsillo izquierdo de mi suéter. Me di cuenta apenas una hora después y sentí una extraña mezcla de alegria y tristeza, algo parecido a la ansiedad. Como es costumbre, acababa de dejar a mi hija en el preescolar y luego de sortear el tráfico intenso de la ciudad en dos direcciones opuestas, llegué a mi trabajo, un lugar que tiene las mismas características que un niño, o un enjambre de niños: enérgico, casi siempre; encantador, a veces; ambicioso, con poca noción del peligro y, sobre todo, sumamente agotador para quienes lo cuidan. Su parte más gruesa, para decirlo en dos palabras: un periódico. En tres: un medio deportivo.

Un medio que incluye tantos mensajes como plataformas, o eso intenta. Aquí me despediré antes de salir de vacaciones para tomar un descanso de un mes y vivir, en principio, otro arranque como punto de quiebre, porque iré a jugar a Las Vegas, no como un apostador, sino como nominado a los Latin Grammy 2012 y luego volaré a Nueva York, no como el turista típico que sueña con planear sobre los ojos de la Estatua de Libertad, sino como un signo de interrogación.

Algo de razón habrá de tener ese amigo que me preguntó si ya conocía Estados Unidos y le respondí que no. “¿Y vas a empezar por la ciudad del pecado? Qué ‘Leo Campos’ todo esto”, dijo como si se tratara de un sello personal, para repetir con una mezcla de sorna, admiración y malicia lo que otros amigos suelen creer: que vivo caminando en el filo de la fiesta y me robo licencias más peligrosas que poéticas, que adoro el desenfreno y la autodestrucción. Que soy todavía el adolescente que no sabe cuidarse.

Como él abrió con un tópico, yo le devolví el cariño con otro lugar común: “lo que pasa en Vegas, se queda en Vegas”. Y le piqué el ojo. Pero hay quienes quieren que escriba. Así que aquí comienza esta bitácora, desde el día cero, justo antes de la partida.

Aún es lunes, son las 8:30 pm y me despido con un abrazo de algunos cuantos compañeros de la oficina. Con otros intercambio apenas una sonrisa breve. Hay calma, entre la solidaridad y los buenos deseos. Todo es corriente. Todo es tranquilo, debajo de tantas computadoras y televisores y en medio de la presión y el cansancio que define a la mayoría de los trabajadores de esta empresa, en la cual paso casi 12 horas diarias. Todo es como se supone que suele ser la costumbre, aunque de forma paradójica se deba reinventar la rutina. Es lo que hace la prensa, te vende lo que sabes, cambiando algo, el lugar, el tiempo, los protagonistas.

Se supone que ahora debo surfear sobre la gran ola de fama que me otorga ser nominado a unos premios Grammy Latinos, hasta gozo de una marca de prestigio y tradición que me viste: Clement. Y a mí me gusta como me quedan esos trajes de lujo y me gusta surfear en mi imaginación, pero sé lo que pasa con el mar porque me he bañado allí, sé lo que pasa con las olas que suben y se enroscan sobre sí mismas para llegar con fuerza a la orilla, convertirse en resaca y volver a la inmensidad de donde partieron. Ellas aparecen y desaparecen y en ese vaivén constante a veces disfrutas, a veces levantas la cara con el brillo del sol sobre tu rostro que te hace sentir libre, o resuelto, a veces te hundes y a veces aprendes a mecerte un poco mientras esperas el momento indicado para ir a la arena, pero también puedes ahogarte. Además, se supone que debo ser un poco periodista, porque en la empresa me han pagado el boleto para que haga una cobertura del evento, y ser cronista de aquello que conozco mientras veo y escucho es algo que me gusta todavía más, una condición creada pero que siento como algo natural.

A un día de mi partida pienso una vez más en mi padre, con el que hablaré mañana desde el avión, atravesando algunas nubes. En el clima. Pienso en el amor de mis amigos, que han seguido esto como parte de un juego, a veces ilusorio. Pienso en mi hermano, que me despertará de mi letargo de vodka y cigarros y me llevará mañana al aeropuerto con la emoción en sus ojos. Pienso en mi madre muerta, en mi hija y en los creyones que sacaré del bolsillo dentro de un rato, la noche antes de partir.

Pienso en el vacío como una vez leí que pensaba el japonés Yukio Mishima en él: algo que está por llenar. Me gusta esa idea porque es concreta y fácil de entender. Me gusta porque habla de algo que está por ocurrir y aún no pasa. Así son las historias de ficción que intento crear, aunque a veces me tome años concretar apenas dos páginas buenas. No hablan siempre de algo que ya pasó, tampoco de algo que está a punto de ocurrir, sino de eso que puede pasar según los límites de la imaginación que se crucen entre mi cabeza y mis hipotéticos lectores.

II

Hoy, martes, soy un personaje. Un personaje que vuela sin compromisos y con muy pocas preocupaciones. Alguien que piensa en el placer y el aprendizaje. Alguien que piensa en la inmensidad, en la tierra, en el alcance de la vista. En el horizonte o el porvenir, que por alguna razón siempre terminan difusos, en una fuga de luz. Debe ser porque me desperté temprano.

Ahora pienso o trato de pensar en la nada y en la poesía, o en el poder del lenguaje: danza, pintura, narración, elementos esenciales para la ingeniería, por ejemplo. Notas sueltas que delinean una sensación vaga, la de contemplar y sobrevivirte a ti mismo en los no-lugares. La de disfrutar el silencio. Por ejemplo, miro el improbable color del otoño que se marcha y desconocía de la misma forma en la que lo estoy viendo. Y eso me distrae y es inevitable no dejarme llevar por el ritmo que marca lo que me pasa por enfrente y reta al tiempo porque mezcla pasado, presente y futuro en segundos entrelazados.

Viajar te hace recordar y pone a prueba tu inventiva, por lo general sin que te des cuenta. Te permite leer y descansar y estar contigo mismo y también, cuando miras ciudades y autopistas y aeropuertos, te puede enfrentar a las paredes de la macropolítica, que han sido creadas por el inescrutable tamaño del pensamiento humano y sus ideas de justicia y libertad. Poco importa que a partir de esas ideas se generen atrocidades y canalladas. Si te concentras en el azul del cielo o en la extensión del territorio debajo del maravilloso aparato que te permite volar, comienzas a viajar hacia adentro sabiendo que al igual que como ocurre en eso que tomamos como realidad pura, lo más peligroso es el aterrizaje.

Es muy probable que te preguntes, por ejemplo, qué hace una mujer exótica, una mujer que brilla, sencilla y distinta y por eso superficialmente hermosa, siendo “Hermana de Jesucristo” y no aeromoza, futbolista, policía aeroportuaria, periodista, modelo o bailarina de Las Vegas. ¿Quién decide ser fisicoculturista o por qué razón? ¿Está feliz con su vida esta otra mujer que no para de comer chucherías a mi lado? ¿Cómo hemos llegado a construir todo esto que se mueve o hace que nos movamos? ¿Cuáles decisiones que tomamos nos definen y por qué; es solo porque comienzan a hacernos diferentes, más amplios o pequeños, más estáticos, menos comunes, menos conformes? ¿Un premio por sí solo es capaz de hacerte hace crecer? ¿Un viaje te pone en otro lugar?

La amplitud del conocimiento tiene poco que ver con las fronteras del periodismo diario, aunque no necesariamente deban ser enemigas, de eso estoy seguro, y esto puede no estar atado de forma estricta a la entrega de los Premios Latin Grammy 2012, donde estoy nominado junto a mi amigo venezolano Ulises Hadjis y donde haré una cobertura especial para Últimas Noticias, pero viene a ser, en efecto, la primera parte de esa historia que comienza con lo que ocurre antes y durante el desplazamiento, el punto cero de la bitácora de un viaje en el que partí pensando, con una mano en el bolsillo, sobre ese justo vacío que está por llenarse, como una nueva impresión genuina, como el descubrimiento, como esas posibilidades que por primarias o esenciales, no son menos asombrosas, como lo que imagino que puede dibujar mi hija de cuatro años en su cabeza, con sus creyones de cera rotos sobre una hoja en blanco.